De Serpico a Garganta Profunda y el agente de la CIA que denunció a Trump

El último whistleblower en conmover a Estados Unidos se presentará en los próximos días ante un comité del Senado. Una figura que tiene raíces profundas en la historia anglosajona.

En la historia de Estados Unidos un “whistleblower” puede ser sinónimo de “soplón”, “informante” o “patriota”. Depende de quién sea el perjudicado por la información que transmitió, supuestamente, para evitar que se cometa un delito o para ayudar a sancionar una falta grave. En general, el “whistleblower” es alguna “voz profunda” que alerta a la prensa o a la justicia de un abuso de poder. Muchos de estos “informantes” pasaron a la historia y se convirtieron en íconos del cine de Hollywood, desde Sérpico hasta “Garganta Profunda” y Snowden. Ahora, se les suma un alto agente de inteligencia –muy probablemente de la CIA- que trabajó en la Casa Blanca y que mantiene allí muy buenos contactos, quien acaba de acusar al presidente Donald Trump de “traición a la Patria” por presionar a un gobierno extranjero para obtener información que podría comprometer a su rival en las elecciones del año próximo. El agente hizo sonar el pito de alerta y en Washington se encendieron todas las luces rojas.

No se sabe si es un hombre o una mujer. De acuerdo al New York Times, se trata de agente de alto rango, que recibió una información “perturbadora” y la transmitió a sus superiores y al presidente del comité de Inteligencia del Senado. El 12 de agosto escribió una carta, de nueve páginas, expresando su preocupación por el contenido de una conversación telefónica entre los presidentes de Estados Unidos y Ucrania. Durante esa llamada, el 25 de julio, Trump presionó a su par ucraniano, Volodymyr Zelensky, para que investigara los lazos comerciales en ese país de Hunter Biden, hijo del ex vicepresidente Joe Biden, que figura al frente de las encuestas y se perfila como el potencial rival demócrata en las elecciones estadounidenses de 2020.

Trump tenía información de que Hunter asesoraba a una compañía de gas ucraniana con un sueldo de 50.000 dólares por mes y que su padre había manejado en 2014 parte de la política estadounidense para la reconstrucción de la economía ucraniana después de la anexión rusa de la península de Crimea. De acuerdo a la transcripción de la conversación entre los presidentes dada a conocer por la propia Casa Blanca después de estallar el escándalo, Trump quería saber si allí podría encontrar algún dato de corrupción que pudiera usar contra su potencial adversario durante la campaña. En la conversación queda claro que Trump enviaría a su abogado personal Rodolph Giuliani (el ex alcalde de Nueva York) y a su “ministro de Justicia” (attorney general), William Barr, a Kiev para coordinar la entrega de la información.

Una semana después de la llamada, el/la agente entregó una acusación anónima al asesor general de C.I.A., Courtney Simmons Elwood, donde decía que existían serias preguntas sobre una llamada telefónica entre Trump y un líder extranjero. Cuando se le pidieron más detalles surgió que la Casa Blanca estaba ocultando la información y que la transcripción no estaba almacenada en el sistema informático habitual. Esto fue transmitido al Congreso y la líder de la bancada demócrata del Senado. Nancy Pelosi, que se había negado hasta ese momento a considerar la posibilidad de lanzar un proceso de “impeachment” contra Trump, decidió que las evidencias eran abrumadoras para enjuiciar políticamente al presidente por “traición” y usar su poder en beneficio propio. En los próximos días, el comité de Inteligencia llamará a testificar al “whistleblower”. Washington aguanta la respiración.

Los denunciantes de irregularidades o delitos estatales no la pasan nada bien. En general, son apartados de sus funciones y nunca más pueden acceder nuevamente a esos empleos. Su protección se limita al tiempo de la investigación y es improbable que puedan entrar a algún programa de testigo protegido. El ex subdirector del FBI, Andrew McCabe, dijo a la CNN que la decisión de dar la alarma por parte del agente que denunció a Trump “fue un acto de increíble coraje”. El director interino de inteligencia nacional, Joseph Maguire, también defendió al/la denunciante ante el Comité de Inteligencia de la Cámara: “está dentro de sus deberes como funcionario público”, dijo. Trump, obviamente, no está de acuerdo y amenazó al “soplón”.

Durante un evento privado organizado por el embajador estadounidense ante la ONU, Kelly Craft, en el Hotel Intercontinental de Nueva York, el presidente calificó al denunciante de ser “casi un espía” de los demócratas dentro de la Casa Blanca. “Básicamente, esa persona nunca vio el informe, nunca escuchó la llamada, nunca, escuchó algo y decidió que él o ella, o quién demonios sea, tenía que jugar a los espías”, dijo Trump de acuerdo a un audio obtenido por Los Angeles Times. Luego, el multimillonario presidente directamente amenazó al denunciante y sus fuentes dentro del gobierno: “¿Sabes lo que solíamos hacer en los viejos tiempos cuando éramos inteligentes? ¿verdad? Los espías y la traición, solíamos manejarlo un poco diferente de lo que lo hacemos ahora”. Y se escuchan risas nerviosas de algunos de los presentes.

No es un chiste. Hay antecedentes de duras represalias contra los denunciantes. Cuando los agentes William Binney y J. Kirk Wiebe denunciaron en 2002 que su empleador, la Agencia de Seguridad Nacional, había manejado erróneamente el software de recopilación de inteligencia que potencialmente podría haber evitado los atentados del 11 de septiembre de 2001, sus casas fueron allanadas y revisadas con una celosa minuciosidad por el FBI mientras sus familias eran interrogadas. Finalmente, la NSA revocó sus autorizaciones de seguridad y se vieron obligados a presentar una demanda para recuperar los bienes personales confiscados. Nunca más pudieron acceder a un empleo de calidad. Otro denunciante de la NSA, Thomas Drake, alegó en 2002 que los programas de vigilancia masiva de la agencia después del 11-S involucraron “fraude, despilfarro y violaciones de los derechos de los ciudadanos”.

Se convirtió en el objeto de una de las mayores investigaciones de filtraciones del gobierno de todos los tiempos y fue procesado por espionaje. Finalmente, se tuvo que declarar culpable para recibir una sentencia menor. Otro “whistleblower” de la NSA, Edward Snowden, subcontratista de la CIA en una base de Hawái, dio a conocer miles de documentos en los que probaba que la agencia nacional estaba espiando a los ciudadanos estadounidenses y de buena parte del mundo. Los documentos llegaron a manos del periodista Glenn Greenwald quien los publicó en The Guardian y el Washington Post. Lo acusaron de “violar la ley de espionaje de 1917” y “robar elementos del Estado”. Le quitaron el pasaporte y se exilió en Rusia, donde permanece desde entonces. El/la ex analista de inteligencia del Ejército, Chelsea Manning, que entregó a la organización Wikileaks 750.000 documentos clasificados sobre las guerras de Afganistán e Irak, fue sentenciado por una corte marcial y pasó siete años en prisión. El año pasado tuvo que regresar a la cárcel por negarse a testimoniar contra Julian Assange.

Hay leyes que protegen a los denunciantes de ciertas áreas y que establecen un procedimiento para presentar la información, ofrecen protecciones para la confidencialidad y evitan que los acusados “hostiguen, amenacen, degraden, disparen o discriminen” a la persona que presenta la queja. Esto ocurre, por ejemplo, en filtraciones contra las violaciones en el área de las bolsas de valores que están protegidas por la Securities and Exchange Commission o sobre facturación fraudulenta contra el gobierno, como fraudes contra los sistemas de protección social de Medicare y Medicaid. La Ley de Protección de Denunciantes de la Comunidad de Inteligencia de 1998 describe un proceso para que los informantes presenten “inquietudes”, pero no los protege explícitamente de represalias o de ser identificado públicamente. El ex presidente Barack Obama impuso normas más flexibles para proteger a los “whistleblower”. Pero recibió muchas críticas porque la mayoría de las veces quien determina si hubo represalias es la misma persona que toma las represalias. También, las directivas no permiten que el denunciante pueda pedir una revisión de la sentencia en un tribunal independiente.

La historia de Estados Unidos con los “whistleblowers” es tan antigua como el propio país. “La idea popular de que son valientes, no significa que denunciar irregularidades no sea muy arriesgado”, dice Tom Mueller, autor de “Crisis of Conscience: Whistleblowing in a Age of Fraude”. “Y en la comunidad de inteligencia, donde compartir secretos no es precisamente parte de su esencia, cualquier denuncia es considerada una traición”. Los orígenes del término “whistleblower” no son muy claros. Algunos creen que es una referencia al silbato que usaban los policías británicos para pedir ayuda y alertar de una situación. Pero el principio se remonta a la Inglaterra medieval a través del derecho romano: a veces, las personas, no los gobiernos o las fuerzas del orden, deben ser quienes den la alarma sobre las malas acciones.

En un momento en que no había fuerza policial nacional, las personas que notaran transgresiones podían denunciarlos a los representantes del rey, bajo lo que se conocía como la disposición “qui tam”. (De la frase en latín “Qui tam pro domino rege quam pro se ipso in hac parte sequitur”, que significa “El que demanda en nombre de nuestro Señor el Rey y en su propio nombre”). Para incentivar este tipo de denuncias, y en reconocimiento de las consecuencias sociales negativas que podrían conllevar, el monarca daba una recompensa a la persona que había hecho la denuncia. El primer ejemplo conocido de la aplicación del “qui tam” es la declaración del Rey Wihtred de Kent en el 695: “Si un hombre libre trabaja durante el tiempo prohibido [el sábado], perderá su colmillo de curación [es decir, pagará una multa en lugar de prisión], y el hombre que informa contra él tendrá la mitad de la multa y [los beneficios derivados] del trabajo”.

Estas disposiciones inglesas sobre la denuncia de irregularidades se trasladaron a las colonias británicas en América. El 30 de julio de 1778, se aprobó la primera ley que declaraba que cualquier persona que sirviera en el gobierno de Estados Unidos tenía el deber de informar al Congreso lo antes posible sobre cualquier “mala conducta, fraude o delito menor” cometido por otros en servicio. Pero el caso que terminó de dar forma a la ley de denunciantes se produjo durante la Guerra Civil. La urgencia por proveer a las tropas de caballos, lana y pólvora hicieron que muchas empresas ganaran dinero vendiendo productos de mala calidad al necesitado Ejército de la Unión. El congresista y abolicionista de Nueva York Charles Van Wyck interrogó a cientos de testigos del fraude y elaboró un informe que condujo a la aprobación en 1863 de la Ley de Reclamaciones Falsas. Se establecen multas para los contratistas que “engañaran al sistema”, y la compensación para el denunciante de “hasta el 50%” de lo recuperado en el fraude.

Muchos años más tarde, comenzaron a aparecer los “vengadores” del sistema que alimentaron las producciones de Hollywood. Marlon Brando denunció la corrupción sindical en “Nido de Ratas” (On the waterfront). Al Pacino interpretando a Frank Serpico, el policía que expuso el cobro de protección entre sus pares de Nueva York. “Todos los hombres del presidente”, sobre las operaciones sucias del presidente Richard Nixon contra los demócratas y la información que entregaba “Garganta profunda” a los reporteros del Washington Post que investigaban.

Treinta años más tarde se supo que el informante había sido el agente del FBI Mark Felt. Meryl Streep como Karen Silkwood, la empleada de una planta de energía atómica que denunció un accidente que las autoridades intentaban ocultar. “El Insider”, la historia del químico Jeffrey Wigand, interpretado por Russel Crowe, y el productor de “60 Minutes”, protagonizado por Al Pacino, que lo convence que desnude la manipulación de la industria tabacalera y los graves riesgos de salud del cigarrillo. Julia Roberts la intérprete de Erin Brockovich, una madre soltera que descubre la contaminación provocada por una planta de electricidad. “Los papeles del Pentágono”, la historia de Daniel Ellsberg, quién en 1971, como analista militar estadounidense que trabajaba para la Corporación RAND, accedió y filtró a los periódicos miles de documentos sobre la Guerra de Vietnam. “The whistleblower”, de 2010, con Rachel Weisz como Kathryn Bolkovac, una policía estadounidense que forma parte de la fuerza de paz de la ONU en Bosnia y descubre una operación mundial de tráfico sexual organizada por los propios militares. O las recientes sobre los casos de Wikileaks y Snowden.

Héroes para Hollywood y villanos para el poder de turno. Los “whistleblowers” han logrado transformar las vidas de miles y millones de personas a través de sus denuncias de abusos. Aunque la de ellos, se transformara para mal.

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