Augusto Zamora Rodríguez
Vi, hace unos días, el programa de la periodista rusa Inna Afigenova (recomiendo sus programas), sobre la renuncia a candidata a la presidencia de Bolivia de la golpista autoproclamada presidente (no escribiré su nombre), alegando –no podía ser menos– su decisión de «sacrificarse» por la democracia y, claro, por Bolivia.
Como señala Inna, las razones son más pedestres. Una de ellas es que la golpista aparece muy abajo en las encuestas y sus posibilidades de ganar las elecciones son estas: ninguna. La otra la conocemos muy bien en Nicaragua. Debió de recibir una llamada de Washington, diciéndole que se quitara de en medio, que su ya fallida candidatura sólo beneficiaba al MAS de Evo, dividiendo el voto de la derecha (¿les suena de algo?).
No es vana la preocupación. Todas las encuestas –salvo las amañadas– otorgan más del 40% de intención de voto al candidato del MAS, Luis Arce, por un 26% a su más inmediato seguidor. Es decir, ganaría en primera vuelta. Horror de horrores.
Pero no es eso lo que me abrió las ganas de escribir unas líneas (ando haragán, que es también un derecho humano, dentro de un orden, claro), sino la razón principal alegada por la golpista, y la cito literalmente (tomado del programa de Inna): «Si no nos unimos, la democracia pierde. Si no nos unimos, la dictadura gana». Lo sé, lo sé, es para que salga una carcajada o para que a la golpista la incluyan en algún programa dedicado a Cantinflas.
De unas elecciones puede salir una dictadura. Vaya por Alá, Jehová y Buda, las cosas que deben oírse. Es decir, si gana la derecha, es democracia. Si gana la izquierda, es dictadura.
Pues bien, tampoco es nada nuevo. Sus orígenes están por 1810, cuando las oligarquías deciden aliarse con el Imperio Británico e independizarse de España, quedando como botín lo que serían países. El botín queda para compartirlo con, obviamente, Su Majestad Británica.
De aquella alianza entre oligarquías e imperio (en el siglo XIX, el británico; EEUU a partir del XX) nacieron, no Estados nacionales, como podían ser Francia o Países Bajos, sino Estados oligárquicos, es decir, Estados que eran manejados como propiedad de las oligarquías nacionales, que se turnaban en el poder por las buenas o por las malas (ahí la causa de las interminables guerras civiles que arruinaron in nuce a los países).
Lo que ninguna oligarquía, se llamara liberal o conservadora, puso nunca en duda es que el país les pertenecía en propiedad. De México a la Patagonia ocurrió y sigue ocurriendo lo mismo. Esto es uno de los temas centrales de mi libro Malditos libertadores que, lamentablemente, no logro todavía moverlo hacia estas geografías.
Para las oligarquías tradicionales y las oligarquías nuevas, la democracia es que ellos se turnen en el gobierno –el poder siempre lo mantienen–, disfrazando la tiranía oligárquica con elecciones rituales, de votos amañados, comprados y, en suma, falsificados.
Cuando el sistema democrático se «desviaba» y resultaba electo un Salvador Allende o un Hugo Chávez, la respuesta de consuno entre oligarquía e imperio era la guerra económica y la agitación extremista, que justificara un golpe de estado. Lo sufrió nuestro presidente Allende y, en 2002, lo intentaron con Chávez. Mel Zelaya fue derrocado en 2009 y Fernando Lugo, en 2012.
Dilma Rousseff fue destituida en una conspiración en toda regla en 2015 y, de entonces a la fecha, los ex presidentes Lula, Correa, Evo y Cristina han sido perseguidos judicialmente para, desde el oscuro fondo de unos más oscuros jueces, ser políticamente sepultados (las oligarquías no perdonan nunca, el imperio menos, anótenlo, por favor. Invadieron Panamá para cobrarle a Noriega su «traición» al apoyar más de la cuenta al gobierno sandinista).
No son hechos aislados, sino una dinámica que tiene como fondo la idea de propiedad, más próxima al feudalismo que a este siglo XXI. Eduardo Matte Pérez, parlamentario, ministro e hijo del fundador del Banco Matte, dejó una frase lapidaria en 1892, que recogía, como pocas, esta idea: «Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo. Lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio».
Ahora no se atreven a hablar con tanto desparpajo (es políticamente incorrecto y maleducado). Lo que dicen es que el presidente Daniel Ortega es un dictador, que Nicolás Maduro es un dictador, que si gana el MAS, gana la dictadura… Es decir, que la democracia son ellos, que las únicas elecciones limpias son las que ganan ellos, que para eso son dueños de todo, con lugar destacado los medios de comunicación (les hablaré de este tema más adelante, lo prometo).
Es así que el único sistema democrático admisible para ellos, y para los poderes externos que les amparan, es el que, ritualmente, ganen sus candidatos. Si no ganan, sale una dictadura en fraude electoral. En fin, que arrieros somos y en esos caminos transitamos… Así que ojo, con los oligarquitos…