Sergio Rodríguez Gelfenstein
Las miradas erróneas sobre Venezuela que observan al país a partir de visiones estereotipadas han llevado muchas veces a gobiernos y organizaciones internacionales a tomar decisiones a partir de opiniones preestablecidas que se sustentan más en deseos que en realidades.
Por supuesto, al considerar a Venezuela como una amenaza, han transformado al país en un enemigo que hay que derrotar. Esto llevó a que Estados Unidos y Europa idearan planes sustentados en informaciones falsas que anunciaban casi cotidianamente el inminente derrocamiento del presidente Maduro.
A partir de ello y con el soporte de pretensiones, aspiraciones y ambiciones personales de una caterva de maleantes que hicieron de la política un negocio, configuraron fantasmagóricos proyectos que no tenían ningún asidero en el escenario nacional. Asimismo, el afán de lucro que puso en segundo plano el interés nacional y la vida de millones de ciudadanos, los llevó a proporcionar imaginarias apreciaciones que condujeron a Washington y Bruselas a constantes traspiés y a un ridículo colosal del cual apenas están intentando salir.
Lo cierto es que los poderes globales que intentaban derrocar al gobierno constitucional de Venezuela creían o querían y estaban interesados en creer las mentiras que durante largos años les decían. Justo al momento de redactar estas líneas, se ha dado a conocer una nota del New York Times que reseña una carta enviada la semana pasada por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) a sus oficinas en otros países en la que se asevera que:
«El problema central en esto [se refiere a la pérdida creciente de informantes locales] es que los agentes de la CIA subestiman las capacidades de los cuerpos de contrainteligencia de otros países». Asimismo, en la carta se «critica la baja competencia técnica de sus propios oficiales y su excesiva confianza en sus fuentes», según lo afirma la nota del periódico neoyorquino.
En Venezuela además habría que decir que la absurda política intervencionista de Estados Unidos en el país y la suposición de una pronta salida del gobierno del presidente Maduro los llevó a un nivel de injerencia sin límites al reconocer a Juan Guaidó como presidente, obligando al gobierno de Venezuela a romper relaciones en enero de 2019, quedando el país del norte ciego y sordo en su necesidad de observar la situación del país, al mismo tiempo que se vieron impelidos a ponerse a merced de informantes locales que captaron de inmediato el gran negocio que se abría paso.
En este contexto, se dieron a la tarea de construir fantasiosos escenarios de lucha contra la «dictadura» que vendían a buen precio a sus desesperados empleadores. Otro tanto hacían los funcionarios de embajadas europeas, contactados para el mismo objetivo.
Una vez que los diplomáticos estadounidenses se fueron de Caracas, tal papel lo comenzaron a jugar sus colegas europeos, algunos, como los embajadores de Francia, España, Alemania y otros, desataron una verdadera vorágine de actividades subversivas -ampliamente conocidas y documentadas por los servicios de inteligencia- que al hacerse públicas, se pudo saber que siempre partían de la idea de que Maduro se iría pronto.
Algunos, como los embajadores de España y Alemania y la de la Unión Europea, fueron declarados non gratos y expulsados del país. Justificaban sus actividades diciendo -como lo afirmó Josep Borrell a la televisión española- que «estaban innovando en materia de derecho internacional».
Así explicaban su reconocimiento a Guaidó como presidente interino, al mismo tiempo que negociaban -sin que se supiera- todo tipo de trato con el único gobierno que siempre ha habido en Venezuela en este tiempo: el de Nicolás Maduro.
Sus diplomáticos en Caracas asistían en secreto a las convocatorias de ministros y funcionarios del gobierno, implorando que no se hiciera público a fin de mantener la farsa del reconocimiento al impostor. Daba pena observar a veteranos y honorables diplomáticos de carrera haciendo el ridículo por órdenes de sus gobiernos.
El inefable Borrell cuando aún era ministro de asuntos exteriores y cooperación de España en fecha tan temprana como el 3 de marzo de 2019, apenas un mes y medio después de la autoproclamación de Guaidó, dijo en una entrevista en el canal digital La Sexta que Estados Unidos, que había propiciado la proclamación de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela, no pensó que Nicolás Maduro «iba a demostrar esa resiliencia».
Al calificar la situación de «peculiar» y «atípica», explicaba que España reconocía como legítimo a un presidente encargado que no tenía el control del territorio, sabiendo que la administración del país estaba en manos de un «gobierno de facto» a quien España no reconoce legitimidad democrática. Era la consagración de su estulticia.
Por ello, como no podía haber dos embajadores, le dieron al enviado de Guaidó el título no existente de «representante personal», dejando claro que en caso de que un español tuviera algún problema en Venezuela, con quien se debía tratar era con ese «gobierno de facto», que era el que tenía «el control del territorio y la administración».
Contradiciéndose con su propia declaración en la televisión nacional de España, ahora no hablaba de «innovación» sino de una situación no «prevista en los manuales de Derecho Internacional», porque a cinco semanas de la autoproclamación de Guaidó, Maduro seguía atendiendo desde Miraflores y Guaidó desde la selva protegido por la banda paramilitar Los Rastrojos en alianza con el gobierno de Colombia.
¡Cinco semanas! Han pasado 138 semanas más y Maduro continúa siendo el presidente de Venezuela porque, desde 1810, el presidente de este país lo eligen los venezolanos, no el Rey de España como parece haberlo olvidado Borrell.