Fabrizio Casari
La elección de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, el segundo caso de regreso a la Casa Blanca en la historia de los 47 presidentes elegidos hasta ahora, además de representar un acontecimiento político indudable, más o menos esperado, por el volumen de la victoria trae consigo un cambio profundo en el sistema político estadounidense. Porque no sólo gana Trump tanto en la elección de los grandes electores como en el voto popular, sino que, lo que es de absoluta importancia, cuenta con una sólida mayoría en el Senado, a la que presumiblemente se sumará una mayoría en el Congreso.
Así, Trump tendrá esencialmente un poder absoluto, pudiendo engrasar a voluntad la correa de transmisión entre la Casa Blanca y el Parlamento. En este marco, se convierte ipso facto a un presidente en un autócrata y se les asemeja mucho a los gobernantes de otros países a los que EEUU se refiere como dictadores. ¿Por qué? Porque se minimiza ese equilibrio de poder que los norteamericanos denominan check-and-balance system, que consiste en el equilibrio institucional entre pesos y contrapesos, diseñado para limitar los posibles abusos de poder del Ejecutivo, y, en última instancia, del presidente.
El hecho de que esta configuración se dé con un carácter completamente ajeno al lenguaje, a los códigos y a los métodos, e incluso a la estética del poder, que son propios de la tradición política democrática en sentido amplio, provoca una mayor alarma y una preocupación generalizada que expresan de forma diversa los medios de comunicación, los partidos liberales y de izquierda light. Esta última, ya desde hace tiempo indiferente a los derechos sociales, se apresura a advertir de la amenaza a los derechos civiles: a que, sin embargo, como los sociales, ignora habitualmente cuando gobierna, salvo cuando gobierna la derecha excusarla de no hacer lo que la “izquierda” no ha hecho.
El de Trump es un triunfo de la derecha ideológica, pero desde luego no puede decirse que Biden fuera la izquierda. ¿Cuáles habrían sido las políticas ‘de izquierda’ de la administración demócrata? Aparte de las horrendas escenas de niños en jaulas separados de sus madres, Biden ha confirmado esencialmente las políticas de Trump hacia la inmigración; ha endurecido aún más el bloqueo contra Cuba, rompiendo con lo que él mismo refrendó durante la presidencia de Obama y ha aumentado desproporcionadamente las sanciones hacia todos los países cuyos intereses económicos y relaciones políticas entran en conflicto con el poderío absoluto de EEUU. En los últimos años, la política exterior estadounidense ha girado tradicionalmente en torno al intento de expandir su dominio y reducir la soberanía de los demás.
Guerras, sanciones, amenazas, golpes de Estado, desestabilización de países no alineados con su voluntad, aumento desproporcionado del gasto militar, destrucción de Ucrania y búsqueda de un conflicto nuclear en el teatro europeo, aumento del desempleo interno y del malestar social aderezado con absolutismo ideológico liberalista. Esta ha sido la agenda liberal elegida por Biden, y el resultado es que ninguno de los indicadores estructurales que miden el malestar social estadounidense (y no los beneficios de los lobos de Wall Street), mucho menos la seguridad mundial, está mejor que cuando Biden entró en la Casa Blanca.
Incluso la estética del poder solo ahora se resiente. Trump es la figura más vulgar e ignorante de la escena política mundial, no cabe duda. Pero, ¿se puede llamar sofisticado a Biden, que ha llamado asesino, criminal de guerra, dictador e hijo de puta a varios jefes de Estado y que ha exhibido flatulencias delante de la Reina de Inglaterra? No parece un modelo de nobleza, pues.
Kamala Harris perdió porque la impusieron los notables del partido y sus patrocinadores, porque carecía de liderazgo y carisma personal; porque su historial en la Casa Blanca es muy malo, porque se opuso a la propia población inmigrante que vio en ella a una titular que ejercía su poder contra la inmigración. Fue nominada por ser mujer y negra, como si esto pudiera representar dos elementos decisivos para las políticas o si fueran garantías de un curso de acción diferente al de los hombres blancos.
Al respecto, es fácil recordar cómo el único presidente negro de la historia de EEUU tiene el récord de guerras iniciadas a pesar de ser el Premio Nobel de la Paz e, igual de fácil, recordar cómo el peor punto del militarismo atlantista europeo y el ninguneo en cuanto a políticas destinadas a la protección social de los afectados por la crisis del modelo, ininterrumpida desde 2008 hasta la actualidad, lo han alcanzado las propias mujeres que gobiernan Europa, desde Von der Layen en adelante.
Harris ha reunido montañas de dinero y el respaldo de todos los VIP del mundo del espectáculo, pero no el voto de los espectadores de los conciertos y películas en los que actúa este nicho supuestamente intelectual de los EEUU. La representación de una riquísima dama del establishment, sin cualidades de las que presumir, pero con serias responsabilidades al plegarse a las políticas de Biden (a las que habría dado continuidad) e incluso haber -con un extraño sentido de la lealtad- puenteado a su Presidente poniéndose a disposición de Obama, no han aumentado ciertamente el apoyo hacia ella.
Por último, pero no menos importante, la estrategia de la sonrisa permanente, como impresa, ha molestado a los votantes que, en la crisis social, económica, de perspectivas y de valores que asola a 4 de cada 10 estadounidenses, resulta una verdadera afrenta para quienes consideran que realmente no hay nada de que reírse. En efecto, el mundo visto desde Harlem parece muy diferente del mundo visto desde los Hamptons.
Por el contrario, Trump apareció centrado en la necesidad de volver a proponer un crecimiento económico que, aunque ligado al de los grandes complejos financieros estadounidenses, los hedge funds y los grupos industriales clásicos, quiere centrarse en la agroindustria, la mecánica y la industria textil para relanzar la industria nacional, y en la idea de hacer volver a Asia y América Latina parte de la producción estadounidense deslocalizada, en el fin de los desembolsos multimillonarios a Ucrania y en la reducción de los costos de la OTAN, para convertirlos en políticas económicas de empleo. En Estados Unidos se han perdido 36 millones de empleos desde 1994 y hoy 700.000 personas duermen en sus coches porque no tienen techo.
Pues bien, a la América rural e ignorante, la pequeña provincia racista y cerrada a todo lo que no le es familiar desde el punto de vista identitario, el fundamentalismo católico y negacionista, el anti cientismo y la xenofobia, o sea a todo el caldo de cultivo histórico de los republicanos, se ha sumado la rabia de la América económica y socialmente deprimida, que debería haber tenido en los demócratas su referente pero que, precisamente por ellos ha sido traicionada. Esta suma de rabia y depresión, de ilusión y desilusión, ha encontrado un elemento común en Trump. En definitiva, el magnate del horrible pelo color zanahoria ha soldado las dos américas: la leal a los republicanos y la decepcionada por los demócratas.
Es difícil saber cuáles escenarios internacionales cambiarán profundamente con Trump, pero desde luego su absoluta ignorancia e imprevisibilidad no configuran un paisaje sereno. Su agenda de política exterior incluye a China, Europa, Irán, Rusia y América Latina y quizás intente romper la unidad de los BRICS utilizando a India y Brasil. No está claro por dónde empezará, quizá por Ucrania, pero no necesariamente. La fanfarria sobre el fin de la guerra en una hora tendrá que medirse con un panorama que ya no es el de hace dos años.
Los rusos han anexionado efectivamente todo el Donbass a la Federación y no darán marcha atrás. Además, ningún cese de hostilidades será posible si se mantiene el objetivo de la entrada de Kiev en la OTAN, mucho menos después de ver lo que Occidente es en realidad y hasta qué punto persigue la derrota militar y política de Moscú con todo el odio del que es capaz.
Harán falta garantías serias y compromisos formales: tratados y no ballets, vulgaridades y meteduras de pata.