Hoy, frente a anexionistas y escépticos es mayor la unidad y más fuerte la conexión generacional hilvanada por los mismos «sueños de justicia para Cuba y para el mundo»
Cristalino como los ríos y vasto frente a las tempestades. Con ese don de aunar fuerzas, crecer, desbordarse y derribar muros, Cuba lleva en sus venas al vigésimo cuarto día de febrero. Y son sus ímpetus naturales desde hace 128 años, cuando el país emergió sobre el lecho del 10 de octubre y de Baraguá.
Una chispa de Patria, la misma que 27 años antes había enardecido a la Isla desde La Demajagua, aquella que inflamó al archipiélago e hizo temblar a España, saltaba esta vez del hereditario pecho de nuestro José Martí. Venía a quemar la vergüenza de un pacto –del Zanjón–, y a levantar a los aturdidos por un mazazo traidor en La Fernandina.
Cuba merecía –se debía– la «igualdad y libertad plenas». Pese a los tropiezos no había renunciado a ellas, pero no estaban dispuestos a regalárnoslas ni el usurpador de turno ni el que acechaba; el desafío era conquistarlas «por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos»; ¿seríamos capaces? La Fernandina, El Zanjón, el desenlace inconcluso de la Guerra de los Diez Años…, pretextos para cejar no les faltaron a escépticos, arribistas y pusilánimes.
Los desmovilizadores, empero, no hallaron terreno fértil; la dispersión insurrecta era historia pasada, con empeño y genialidad superada por el que, inspirado en La Demajagua y en Baraguá, se empinó a la estatura de Apóstol.
Una Patria «con todos y para el bien todos» era el desvelo de José Martí. A esa meta le puso empeño y sabiduría, en favor de ella juntó voluntades dispersas, y organizó la Guerra Necesaria, deber y necesidad de su pueblo, urgida porque en juego también estaba la suerte de otros.
Aquel 24 de febrero de 1895 –tercer domingo del mes–, cuando Baire, Yara, Guantánamo, Jiguaní, Holguín, Manzanillo, El Cobre, San Luis, El Caney… se levantaron, se levantó Cuba; lo hizo por ella, también por Latinoamérica y más allá.
Disimulada en el interior de un tabaco llegó a la Isla la orden de combatir, firmada por Martí el 29 de enero de 1895; la recibió el pueblo en las manos de Juan Gualberto Gómez; después empezó a ejecutarse, y aún se proyecta inagotable en ejemplo y alcance. La cumplieron Guiteras, Mella, Villena, Fidel, el Che Guevara, Camilo… Porque cambian las circunstancias y las metas varían, pero la esencia es la misma.
Hoy, frente a anexionistas y escépticos es mayor la unidad y más fuerte la conexión generacional hilvanada por los mismos «sueños de justicia para Cuba y para el mundo».
Hay frente a la tempestad una Isla, crecida, y en ella se empina, resuelto, un pueblo en su don martiano; «lleno de brío y justa fe», se desborda el país en sus ímpetus naturales, y no se desvía.