Ernesto Estévez Rams | Granma
* Para Fukuyama, «lo que importa no es el tipo de régimen, sino que los ciudadanos puedan confiar en sus líderes, y que esos líderes presidan Estados competentes y efectivos». Fukuyama, sigues siendo un fraude.
Yoshihiro Francis Fukuyama ganó notoriedad en 1992 con su libro El fin de la historia y el último hombre. Eran tiempos de orgía capitalista: el 8 de diciembre de 1991 se había firmado la disolución de la Unión Soviética. Estados Unidos emergía como la potencia victoriosa de la llamada Guerra Fría.
En medio del orgasmo burgués, Fukuyama afirma en su libro: «Lo que estamos viendo no es solo el fin de la Guerra Fría, o el paso de un periodo particular de la historia de la posguerra, pero el fin de la historia en sí mismo (…). Esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano». Todo eso se resumió en «la tesis del fin de la historia».
La idea no era original de Fukuyama. Estaba precedida por un reclamo similar por parte del filósofo ruso Alexandre Kojeve, quien décadas atrás había introducido el concepto para afirmar que la Revolución Francesa y el régimen napoleónico habían sido el fin ideológico de la sociedad, pues habían traído las insuperables ideas de la igualdad de derechos y de los individuos. Al menos Kojeve era un filósofo serio, atraído por Hegel y con cosas que decir. Para empezar, rechazaba la noción de que su tesis significara la prevalencia capitalista, y tampoco le gustaba mucho EE. UU.
Pero la idea del fin de la historia, Kojeve se la tomó a Agustin Cournet, un físico-matemático francés que la usó, probablemente el primero, en 1861. Cournet no fue muy conocido en vida por sus posturas políticas, y en realidad apenas participó en los debates públicos de su época.
Su idea del fin de la historia, contrapuesta a la de los socialistas utópicos, partía de considerar que con el «gobierno civil burgués» se había llegado a un estado que respondía de manera «natural» a las aspiraciones del género humano; cualquier otra forma de estado era violentar dicha naturaleza. Las ideas de Cournet podían ser muy serias, pero apenas un año después, Marx andaba escribiendo La teoría de la plusvalía, el manuscrito que le tomaría un año concebir y que, para ser generoso, hacían las tesis de Cournet obsoletas por irrelevantes.
Marx actualizó la idea del fin de la historia por una parecida pero no igual: el comunismo como el fin de la prehistoria. Definitivamente, Marx es un aguafiestas de las bacanales burguesas.
El pobre de Fukuyama, lo suyo fue puro refrito. Claro, en el momento en que escribió su tesis andaba eufórico de estar en el momento adecuado para erigirse como el juez, que proclamaba la consecución, de una vez y por todas, del profetizado fin. Y su alegría, reconozcámoslo, no era del todo desatinada. La ola neoliberal, que comenzó de forma preponderante con Reagan y la Tatcher, pronosticaba la victoria absoluta del mercado, la reducción del Estado a mero instrumento represivo y de mínimo organizador, sin impacto alguno en la economía ni en la dinámica social, salvo lo imprescindible: el paraíso del orden burgués y la plusvalía ahí, para ser tomada sin miedo a revueltas perdurables.
El alcohólico logra estados de ebriedad permanente aun sin haber tomado. Fukuyama parecía que le había regalado al capitalismo la ilusión de una borrachera inacabable. Sin embargo, la terca insepulta, poco tiempo después despertó al sistema-mundo capitalista a una resaca terrible: el planeta es cada vez más ingobernable, la gente no se está quieta, y parecen no haberse enterado de que la historia se acabó.
Los problemas de la teoría de Fukuyama
La tesis del fin de la historia de Fukuyama tiene varios problemas. Como muchos del bando de los pocos serios, estos analistas reducen el estudio de la sociedad a la esfera política. Es una moda vieja, pero desde la caída del socialismo soviético se volvió preponderante. Declarado el marxismo como superado, se creyeron ellos mismos sus cantaletas.
Fukuyama pertenece a esa rama que cree posible entender la realidad social sin necesidad de diseccionar la estructura económica. Para esta escuela politóloga, no se trata de sistemas, sino de formas de gobierno. El carácter clasista de las formas de gobierno es irrelevante. El hecho de que formas de gobierno distintas son sustentadas por la misma estructura económica y la misma relación de clases, también puede ser obviado. Vamos, las clases son un incordio, no seamos molestos.
Que la ITT le vendiera tecnología de navegación a los submarinos nazis, y tecnología de radares al ejército estadounidense, es pura anécdota. Que las mismas transnacionales fueran protegidas y se hicieran ricas con el expolio durante la dictadura de Videla, que con Menem, algo puntual. Que el Clarín sea un megapolio comunicacional con la junta militar que con Macri, también un detalle menor.
La democracia burguesa perdió lo de burguesa, es democracia a secas. El truco es viejo, lo usaba Churchill cuando dijo que la democracia (a secas) es la forma menos mala de gobierno. Escondía, detrás del concepto mutilado a conveniencia, una defensa del capitalismo imperial colonizador. Detrás de la defensa a una forma de gobierno, la defensa a un sistema social. Y las dictaduras burguesas son dictaduras a secas, quítale lo de burguesas para poder aprovecharlas y auparlas primero, para luego condenarlas en la forma, llegado el momento, evitando condenar el contenido.
Luego, están los totalitarismos pasados y los que pretenden resucitarlos, eso incluye a los remanentes históricos de tales fracasos. Cuba es una dictadura, a secas. En realidad lo somos, de esa que ellos más temen por el apellido clasista, y somos una democracia, de esa que ellos niegan por el apellido clasista.
Una nueva especie son los populismos, esos gobiernos que engañan a sus electores con utopías trasnochadas como la de impedir el expolio y el robo transnacional. Ahí está la Venezuela Bolivariana, esa dictadura que no se ha enterado de que la historia terminó. Qué importa las decenas de elecciones que han realizado.
Otro problema con la tesis de Fukuyama es que, al decretar el fin de la historia, le quitó la mística al capitalismo. Su tesis es, en el fondo, un problemazo, como Derrida le sacara en cara. Fukuyama le está diciendo a la humanidad: esto es todo. This is as good as it gets. África, América Latina, lo siento, les tocó perder. ¡Infelices del mundo, condenados están! Si le quitas a la humanidad la esperanza de un mundo mejor, ¿qué esperas?, ¿qué se quede sentada, conforme? No. Eso no va a pasar. Volveremos una y otra vez a intentar tomar el cielo por asalto. Lo siento Francis, lo llevamos haciendo desde Espartaco, y los viejos hábitos no mueren.
Unos años después del decretazo de Fukuyama, parecía que el refritado politólogo había aprendido la lección. Casi se retracta de su tesis. Bueno, no tanto. Parecía que se retractaba, pero en realidad no.
La tesis refrita con que se apeó Francis en el 2014, era que las cosas no habían salido como él esperaba y que la democracia estaba lejos de haber triunfado, «25 años después, la amenaza más seria a la hipótesis del fin de la historia, no radica en que exista un mejor modelo que supere a las democracias liberales».
El problema, dice Francis, no es ideológico, es que muchas democracias no logran satisfacer las expectativas de sus ciudadanos. Pobre Francis, se sigue por las ramas. El problema, para él, es político. No radica en las relaciones de producción y la apropiación cada vez más exclusiva de lo que se produce cada vez más socialmente global.
El problema no es que cualquier intento realmente democrático en un país, tarde o temprano choque con el imperialismo global. Imperialismo que no renuncia al expolio económico y por tanto, va a demonizar a dicho gobierno y agredirlo con su aplastante superioridad económica y militar para doblegarlo. El problema, para Fukuyama, es que la democracia, digamos de Chile, no logra satisfacer a sus ciudadanos. Es una carencia política intrínseca de los chilenos. Con ese tipo de análisis, la verdad, no se llega a ningún lado.
Hace unos días, Fukuyama reapareció en plena emergencia pandémica. Ha escrito un artículo en The Atlantic para explicar el fracaso inicial de EE. UU. para enfrentar la crisis del coronavirus. Analizando la respuesta que han dado diversos gobiernos desde China, hasta Alemania y Corea del Sur, Francis nos dice que «lo que determina el desempeño no es el tipo de régimen, pero la capacidad estatal y sobre todo, la confianza en el gobierno». Según él, a pesar de lo que las evidencias parecen señalarnos, las democracias como la estadounidense, están mejores preparadas para, a largo plazo, ser más efectivas en contender con estas emergencias.
Ni una palabra sobre el problema que representa un sistema que promueve la atención médica como un negocio y, por tanto, la enfermedad como oportunidad de hacer dinero. Ni una palabra sobre la rapiña de médicos y científicos del tercer mundo; saqueo que deja a las naciones pobres carentes de los recursos humanos que necesitan para desarrollar sus instituciones médicas. Ni una palabra sobre los recortes sociales impuestos en nombre de la austeridad. Ni una palabra sobre cómo el FMI impuso la privatización de los sistemas de salud pública en países necesitados de su rescate económico.
Para Fukuyama, «lo que importa no es el tipo de régimen, sino que los ciudadanos puedan confiar en sus líderes, y que esos líderes presidan Estados competentes y efectivos».
Fukuyama, sigues siendo un fraude.