Son miles los muertos y decenas de miles los palestinos heridos como parte de la represión de un gobierno impuesto para apoderarse de los territorios árabes y sembrar asentamientos judíos en lugares donde se derribaron las viviendas palestinas
Hablar o escribir sobre Palestina nos lleva, necesariamente, a un mundo que calla sobre su realidad, o que no quiere verla.
Admitirlo es hasta vergonzoso, pero real. De lo contrario, las masacres israelíes contra esa sufrida población se hubiesen detenido y revertido el entorno desde donde se actúa, lo mismo con ataques aéreos y de artillería contra Gaza, que con el uso de balas contra manifestantes en Cisjordania y otros lugares donde se exige como patrimonio la Patria palestina, ese espacio sagrado que, como seres humanos, tienen derecho a disfrutar.
Quizá sea el tema palestino el más claro exponente del descrédito de la política internacional, que afecta lo mismo a instituciones que a líderes y gobernantes, cuando menos, no identificados con la llamada «causa palestina», o que serían incapaces de ir en contra de lo que ha decidido EE. UU., como aliado de Israel y sostén militar del sionismo que representa.
Desde el 14 de mayo de 1948, Israel nació en tierras palestinas, lo que se pensó sería una solución necesaria luego del holocausto durante la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, 75 años después, lejos de la supuesta «solución», son miles los muertos y decenas de miles los palestinos heridos como parte de la represión de un gobierno impuesto para apoderarse de los territorios árabes y sembrar asentamientos judíos en lugares donde se derribaron las viviendas palestinas, obligando a que varios millones tuvieran que abandonar el lugar donde nacieron y vivieron, y hayan tenido que marchar al exilio del que Tel Aviv no les permite regresar.
Mientras esto está sucediendo, la mirada internacional no pasa de meras solicitudes de condenas en la ONU, espacio donde los distintos gobiernos estadounidenses vetan el más mínimo intento de censurar a las autoridades israelíes, no importa que se trate de bombardeos, masacres, derribo de viviendas y otros sucesos.
De las disímiles resoluciones aprobadas en la Asamblea General de la ONU –ninguna en el Consejo de Seguridad, en el cual Washington las veta–, solo se puede decir que han sido exigencias al diálogo para resolver el conflicto, mientras Palestina espera, sus hijos mueren cada día, y sus sueños de una Patria libre e independiente, con capital en Jerusalén Oriental, no ha pasado de ser una quimera.
Sumemos a eso, que tanto Israel como Estados Unidos se burlan de los reclamos internacionales y de los derechos del pueblo palestino, mientras el régimen sionista se ha convertido en un instrumento de los distintos gobiernos estadounidenses, que le financian con más de 3 500 millones de dólares cada año, solo para la producción y adquisición de armas.
Israel es la garantía que Washington usa en su política guerrerista contra la vecina Siria y el Líbano y, principalmente, contra Irán.
Israel cuenta con armas nucleares y no las declara ni permite inspección alguna por parte del organismo internacional encargado de ello… Y no pasa nada.
No olvidemos, además, que en el Congreso y otras instancias estadounidenses, el lobby judío, formado por lo más ultrarreaccionario del sistema político y económico de ese país, usa su dinero para influir en congresistas, y otros entes de poder –sean republicanos o demócratas–, para que apoyen todo lo que se haga en Tel Aviv o se oriente desde Washington.
Soy del criterio de que la única forma de acabar con la masacre de palestinos por parte de Israel y con el fomento de asentamientos judíos en esas tierras, depende de romper el hilo conductor que hace dependiente a Tel Aviv de lo que se ordene desde EE. UU.
El mundo sabe que está en deuda con esa sufrida y masacrada población árabe