Rafael Hidalgo Fernández | Granma
Como ya es habitual desde que Hugo Chávez Frías triunfó en las elecciones presidenciales de 1998, todas las disputas para ocupar el Palacio de Miraflores han estado sujetas a fuertes campañas internacionales de deslegitimación, sin excepción alguna, siempre bajo el sello del núcleo hegemónico de la derecha internacional, que opera desde la Casa Blanca. Las elecciones presidenciales del próximo 28 de julio no escapan a esa regla.
A sabiendas de la importancia que tiene la Revolución Bolivariana en la articulación de las fuerzas progresistas a nivel internacional, manifestarle respaldo o no tiene una base política y a la vez ética: o se les hace el juego a los objetivos de dominación de EEUU sobre Venezuela, o se es radical en la tentativa de impedir la restauración del sistema de dominación múltiple que Washington pretende lograr en esta nación sudamericana.
Agenciándose con ello la perspectiva adicional de tener mejores condiciones en la disputa global con China, Rusia y otros actores internacionales que, en virtud de las propias tendencias de la globalización que Washington pretendió capitalizar en América Latina y el Caribe, ahora ven en ella a interlocutores y contrapartes de primera importancia. Una contraparte clave es Venezuela.
En consecuencia, apoyar a esta nación y su Revolución Bolivariana supone, a la vez, confrontar de manera concreta la aplicación de la Doctrina Monroe en sus expresiones contemporáneas al sur del Río Bravo, y aportar elementos a favor de la continuidad de una experiencia política que preserva y honra la visión unitaria e integradora de Simón Bolívar.
Practicar esta solidaridad sin ambigüedades indicaría coherencia, un atributo ético esencial para que las fuerzas de izquierda y progresistas hagan respetar sus posiciones en esta parte del mundo, considerada vital por EE. UU. para sus necesidades de recursos naturales.
Así lo ha dejado explícito, más de una vez, la extrovertida jefa del Comando Sur, Laura Richardson; una de ellas en video grabado para el Atlantic Council, en enero de 2023, en el que alude a la importancia del triángulo del litio para EE. UU.; a las reservas de petróleo, oro y cobre de Venezuela; a las tierras raras que son fundamentales para la tecnología (léase para EEUU), y en el cual subraya una frase propia del más clásico monroísmo: «tenemos el 31 % del agua dulce del mundo en esta región».
No obstante, hay otra razón de base histórica: ser coherentes con el contenido emancipatorio del proceso revolucionario en que derivó la victoria electoral de Hugo Chávez Frías, en 1998.
Chávez, bolivariano auténtico y hombre de sensibilidad humana y política excepcionales, conocedor de los profundos valores culturales y de las demandas de las mayorías humildes de su pueblo, y poseedor de probadas convicciones revolucionarias, propuso primero modificar las reglas de funcionamiento del sistema político venezolano, hasta ese momento al servicio de las élites surgidas alrededor de la renta petrolera, y promovió invertir la ecuación a partir de la redistribución de las riquezas de la nación, para favorecer a las mayorías excluidas. Esa fue su meta inicial entre 1998 y 2001.
La aspiración de lograr una política de inclusión social convincente y, con ella, la mayor suma de felicidad posible para su pueblo, como demandó Bolívar en su tiempo, se transformó de inmediato en eje articulador del proceso de cambios políticos en el país. A la vez, fue el factor subjetivo que posibilitó una rápida politización de vastos sectores sociales excluidos que, una década antes, habían sido protagonistas del llamado Caracazo, auténtica explosión social nacida de los que querían algo más que pan.
Para estos últimos, aparentemente solo bastaba que Chávez defendiese que tuvieran la opción de poseer nombre propio y alternativas institucionales para reclamar sus derechos como ciudadanos plenos. De otro modo, no hubiera sido posible el apoyo popular que revirtió el golpe restaurador, en abril de 2002, patrocinado por EEUU y protagonizado por una oposición decidida a usurpar el poder en manos de un Estado que prioriza a sus mayorías humildes.
La síntesis política de lo sucedido en abril de 2002 tiene elementos de validez para hoy: el día 11 se produce la restauración neoliberal fallida por falta de apoyo de masas y otros factores; el 13 confirmó que las ideas de libertad y dignidad, una vez instaladas en el pueblo, se pueden transformar en fuerzas con un potencial movilizador que, a veces, ni los propios revolucionarios somos capaces de aquilatar.
Este potencial de cambios emancipatorios, que subyace 25 años después, en medio de las marchas y contramarchas propias de todo proceso de transformaciones revolucionarias, constituye otra de las razones de fondo para dar a la Revolución Bolivariana todo el respaldo posible. ¿Cómo lograrán sus protagonistas los cambios que necesitan y a qué ritmo? Son componentes que pertenecen al campo de la soberanía y la autodeterminación de los pueblos.
A los hermanos no se les abandona en momentos de peligro, ni se les reclaman, en estas circunstancias, cambios que solo a ellos competen. Nadie escapa, por lo demás, a la necesidad de hacer rectificaciones en su propio terreno. En este punto, vale la pena subrayar el peso de la no injerencia y la importancia especial que tiene en el terreno de las relaciones políticas. Benito Juárez, el prócer mexicano, lo dejó explícito en su célebre y vigente frase: «El respeto al derecho ajeno es la paz».
Las autoridades, encabezadas por Nicolás Maduro, precisan de paz interna y externa para encarar los cambios que la sociedad les demanda, una sociedad que se politizó de manera exponencial en estos 25 años. Todo indica que poseen la fuerza política y de masas suficiente como para continuar al frente de la nación.
Ello explica, en alto grado, por qué las élites de EE. UU. y sus aliados internos persisten en diseñar magnicidios e incesantes campañas de mentiras para deslegitimarlos, así como aislarlos en el plano internacional. Esta línea de actuación fue reforzada una vez que quedó claro que ni él estaba tan débil como creyeron verlo tras las elecciones de 2013, y luego en las de 2018, ni era posible someterlo por la vía de las presiones y los chantajes sicológicos.
En esencia, estamos ante una jornada político-electoral con cartas marcadas, una vez más. Los bolivarianos, como sus adversarios externos e internos, saben perfectamente que, con la elección número 31 de los últimos 25 años, se disputa el control del poder para orientar los destinos de Venezuela durante seis años.
Descifrar los hechos en curso impone una mirada serena, búsqueda de datos objetivos y verificables, y lo más desafiante para algunos actores políticos de izquierda condicionados por contextos político-electorales internos de suma complejidad: asumir los costos políticos de ser coherentes en el apoyo al aliado estratégico.
También es clave recalcar que, para EE UU y sus aliados internos, es vital retomar el poder sobre las riquezas naturales de Venezuela, a fin de restaurar el sistema de privilegios que detentaron durante el siglo XX y los primeros años del XXI. En esta línea, el discurso pro-democracia que oficialmente defienden es, apenas, el recurso inmediato para encubrir otras intenciones de fondo, entre las que se encuentran:
1. Anular los ejemplos de rebeldía, dignidad y valor que han mostrado el pueblo bolivariano y sus líderes principales en estos años difíciles.
2. Impedir que, con las incontables reservas materiales del país, este pueda lograr con éxito los cambios que su inédita experiencia política le demanda.
3. Eliminar a las fuerzas de izquierda y progresistas del continente la retaguardia estratégica que es la Revolución Bolivariana.
4. Frenar, mediante la derrota del PSUV y de la izquierda aliada a él, la presencia vigorosa de las inversiones de China, Rusia y otros países que comprenden el potencial de los países de América Latina, el Caribe, y de Venezuela en particular, como fuerzas activas del multilateralismo que el mundo necesita.
5. Lograr la restauración sin contrapesos del histórico dominio gringo sobre un «patio trasero» que ya no es en los términos que ellos desean y necesitan, y que Venezuela y Cuba, entre otros actores, impiden que sea.
En estas circunstancias, el campo revolucionario, de izquierda y progresista, tiene una sola opción ética congruente con el discurso principista que suele emplear: respaldar a la Revolución Bolivariana. De EE. UU. y sus aliados, se puede anticipar lo que harán; sin embargo, la nueva disputa electoral se dirimirá en Venezuela, no en Washington ni en Bruselas ni en ninguna capital de América Latina o el Caribe. Solo los venezolanos decidirán.