Luis Gonzalo Segura
Nadie puede negar que el ‘exilio’ de Juan Carlos I, rey emérito, no estaba avisado, pues los medios de comunicación españoles llevaban semanas preparando el terreno de una ‘operación de Estado’ en la que ocupan un lugar preferencial: fuerzas de choque. Diarios como El Mundo o El País, los dos más leídos de España, que hace solo dos años, en diciembre de 2018, rendían un sentido homenaje en sus editoriales al rey emérito con motivo de la celebración de los cuarenta años de la Constitución española, aun cuando solo unos días antes había sido denunciado por Izquierda Unida por conformar una organización criminal, se han puesto al servicio del Estado –Establishment, mejor– en la operación, que ya hace semanas anunciábamos, diseñada para salvar a la Monarquía española: sacrificar públicamente a Juan Carlos.
No es una condena, es una huida de la Justicia
Por ello, en las últimas horas, un Juan Carlos muy malogrado más allá de lo físico materializaba su renuncia a una muerte digna –»guiado por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a ti como Rey, te comunico mi meditada decisión de trasladarme, en estos momentos, fuera de España»–, a lo que Felipe VI ha respondido de forma excesivamente diplomática si tenemos en cuenta los antecedentes paternos: «Sentido respeto y agradecimiento ante su decisión».
El primer problema con el que nos encontramos es que el ‘exilio’ no es una condena, como plantean los medios de comunicación, aunque suena como tal –exilio fue un delito contemplado en múltiples países, incluida España, hasta hace escasas décadas–, como casi nada de lo que anuncia la Casa Real española lo es: tampoco lo era la renuncia de hace unos meses de Felipe VI a la herencia de Juan Carlos. No lo era porque, sencillamente, en la legislación española era imposible.
La segunda cuestión que llama la atención es que abandonar el país no parece un sacrificio de Estado, que es lo que puede desprenderse del «agradecimiento» de Felipe VI en el comunicado emitido. Ello se debe a que en la mente de muchos, especialmente de los catalanes, todavía sangran las heridas causadas por la feroz campaña mediática que azotó a los políticos catalanes que decidieron no afrontar un manifiesto juicio injusto. Como el injusto juicio a Arnaldo Otegi señalado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que acaba de forzar la anulación de su condena al Tribunal Supremo o las dudas sembradas por tribunales europeos en cuanto al enjuiciamiento de los presos políticos o, incluso, el rapero Valtonyc. El cual, por cierto, se encuentra fuera de nuestro país por aquello de los Borbones son unos ladrones, ironía lacerante ante los acontecimientos actuales.
Por último, destaca el día D elegido para la operación. Un día seleccionado, nada más comenzar el mes de agosto, inhábil en muchos sentidos y el más utilizado para las vacaciones, con la misma alevosía que el anterior comunicado de Felipe VI, en el que anunció una imposible renuncia a la herencia. Comunicado que se difundió a los pocos días después de quedar confinado el país. Como se diría antaño: con nocturnidad y alevosía.
Además, si analizamos la mencionada denuncia presentada por Izquierda Unida hace dos años, en ella se solicitaba que le fuera retirado el pasaporte a Juan Carlos pues «si un investigado abandona España coincidiendo con el inicio de la investigación, se está sustrayendo a la acción de la justicia». Juan Carlos, ni está ni se le espera, aun cuando su defensa alega que no escurrirá el bulto, pues la mayoría suponemos que no habrá condena, el proceso se alargará o se buscará de alguna manera su exoneración. A la Justicia no se enfrentará Juan Carlos a portagayola, sino que es de suponer que será al estilo Felipe II: en bandeja.
Delincuente múltiple, cómplice de un dictador genocida y protector de ultraderechistas
Los antecedentes, en cambio, que no son penales porque Juan Carlos goza de la medieval y anacrónica inviolabilidad jurídica, son tan extensos como los de Al Capone. O más. Porque Juan Carlos I es un delincuente múltiple y no solo por los últimos episodios, en los que se pueden presuponer la comisión de una buena cantidad de delitos, sino por el pasado constatado. Su participación en los meses anteriores al 23-F, desde el verano de 1980 hasta el día después del golpe, 24 de febrero de 1981, constituye en sí misma la comisión de varios delitos de gravedad extrema que deberían haber supuesto su condena a prisión por 30 años. Sorprendentemente, no solo no terminó encerrado, sino que fue elevado a la categoría de héroe por los medios de comunicación. Un golpista y cómplice de golpistas, responsable directo de la dimisión del entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, elegido democráticamente, terminó por convertirse en el salvador de la democracia española. Una ironía no tan insólita como debiera.
Porque la realidad es que Juan Carlos fue cómplice de Franco, un dictador genocida y cruel, y responsable directo de su muerte en la cama. Y es que no podemos olvidar que Juan Carlos fue hijo de un ultraderechista y golpista, Juan de Borbón, cuya única discusión con Franco fue que este ocupara el sitio que él pretendía. Porque el padre del rey de España, el que se nos presenta como salvador de la democracia, llegó incluso a cruzar la frontera para luchar en el bando golpista. Por si fuera poco, Sofía, su mujer y reina durante décadas, no es que haya demostrado gran talante democrático, pues ha llegado a realizar algunas afirmaciones homófobas, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que la familia de Sofía se mostró fervorosa seguidora de Adolf Hitler. Así pues, la Familia Real española durante décadas, y padres del actual rey de España, no parecen unos demócratas precisamente.
No será lo que les cuenten, pero esta es la realidad: Juan Carlos entró en España muy joven para servir al cruel y genocida dictador Francisco Franco y lo hizo incluso cuando este siguió cometiendo ejecuciones y crueldades. Lo hizo por su propio interés, movido por el único ánimo de reinar al precio que fuera. Tras la muerte del dictador, fue el impulsor de la Ley de Amnistía, la cual posibilitó la impunidad de los golpistas, y su reinado resultó determinante para que aquellos que habían controlado el poder y el dinero en España lo siguieran haciendo. Por si fuera poco, su participación fue esencial en los meses anteriores al 23F y en el desarrollo de las actividades golpistas que acontecieron ese día y, desde hace años, resulta imposible obviar su colaboración en lo que los grandes medios de comunicación denominan «negocios opacos», toda una suerte de actividades delictivas que, de no ser tal, habrían sido esclarecidas hace tiempo. Por lo que es imposible no deducir que lo son. De hecho, de no serlo, esta salida precipitada del país, cual mafioso descubierto con las manos en la pasta, no se estaría produciendo.
Innegablemente, España envía al extranjero, envuelto en un manto de condena y sacrificio, a un delincuente múltiple, cómplice de una cruel y genocida dictadura, golpista y promotor de golpistas y protector de ultraderechistas –desde la familia Franco hasta los propios golpistas a los que, según el embajador alemán en España durante los años ochenta, defendió–: España, nuevamente, se retoza entre la infamia y la vergüenza con un esperpento público e internacional como la fuga de Juan Carlos al extranjero que vuelve a ratificar que lejos de ser una democracia avanzada y consolidada solo es un régimen autoritario de apariencia democrática.
Fuente: RT.