Abel Prieto | Granma
Jóvenes de Tuscaloosa, Alabama, organizaron festividades muy peculiares. Personas infectadas con la Covid-19 recibieron una invitación especial para que se mezclaran con participantes sanos. Los asistentes debían poner dinero en un recipiente, y el primero de los no contagiados que demostrara, días más tarde, que había adquirido la enfermedad, se quedaba con lo recaudado.
«No tiene sentido. Lo están haciendo intencionalmente», dijo, alarmada, la concejala de la ciudad, y propuso el empleo obligatorio de mascarillas en lugares públicos.
Pero estas «Fiestas Covid» sí tienen sentido dentro de la lógica de una cultura irracional, basada en la frivolidad del espectáculo, en la competitividad y en el regodeo morboso con la violencia y la muerte.
El analista Francisco Miraval explica que hemos convertido a la muerte en «un producto de consumo, un reality show»: «En los medios el sexo es show, las lágrimas son show, la pobreza es show, los robos, la violencia, los accidentes son show. Así como el show de la vida no es la vida, el show de la muerte no es la muerte. Es mostrar lo más exterior, lo más superficial, una y otra vez».
Estas conductas nacen también de los llamados «challenges» o «retos», acciones que circulan por las redes sociales a modo de desafíos y se hacen virales al crear una cadena de seguidores.
Entre adolescentes de EEUU y otros países se ha puesto de moda, por ejemplo, el «shocking game», que consiste en asfixiar a un amigo hasta dejarlo inconsciente, filmar la escena, moverla a través de las redes y reclamar a otros que lo imiten. Muchos especialistas han advertido sobre las peligrosas consecuencias de esta práctica, que van desde lesiones neurológicas hasta el fallecimiento. De hecho, decenas de jóvenes han pasado del simulacro a la defunción real e irreversible.
El «Fire challenge» o «reto del fuego» ha causado a su vez muchas víctimas fatales. Los jugadores se empapan con un líquido inflamable, se incendian, recogen el video de su hazaña y –si les da tiempo– apagan las llamas antes de que sea tarde. El ritual puede ser aplicado a otros, reclutados por pura idiotez o mediante la fuerza, como castigo fascistoide.
En el «Knockout game» los competidores deben noquear de un golpe a cualquier individuo desprevenido. La exhibición de fuerza del agresor se combina aquí con la muestra humillante de la debilidad del agredido, quien está condenado a sufrir daños físicos quizá irreparables y a convertirse en objeto de escarnio. Se trata de un juego empleado a menudo por grupos de odio contra negros, latinos, homosexuales, árabes, mendigos, ancianos.
Hace unos años, esta mezcla de odio y diversión impulsó a cinco adolescentes de una escuela de Colorado a crear un grupo neonazi en las redes para asesinar a miembros de «razas inferiores». Convocados por las autoridades educativas, recibieron advertencias y amonestaciones. Uno de ellos decidió suicidarse para mostrar su lealtad a la causa. Como reprimieron su impulso para matar a otros, optó por matarse a sí mismo. Esta clase de grupos son hoy muy comunes en las redes.
Profesores de la Universidad de León, España, probaron en «Violencia y videojuegos» el influjo en la conducta agresiva de niños y adolescentes de los productos más demandados de esta industria: precisamente aquellos donde abundan las acciones sanguinarias. Según la encuesta que hicieron, «cada vez son más demandados los videojuegos de violencia más truculenta y gráfica».
Estamos siendo formados, subrayan estos educadores, «en una cultura de la violencia, de la competitividad, del menosprecio hacia los débiles, del sexismo y de la agresión como forma de relación».
Es muy didáctica la siniestra fábula de Daniel Petric, ocurrida en 2007, en Wellington, Ohio. Daniel, de 16 años de edad, soñaba con un videojuego donde había que disparar todo el tiempo. Sus padres se lo prohibieron, y la respuesta del adolescente fue usar una pistola real para tirotearlos a quemarropa a la hora de la cena.
Hay más componentes que nos ayudan a entender aberraciones como las «fiestas covid». Los pedagogos referidos hablan de las similitudes entre el universo monstruoso de algunos videojuegos y el tipo de películas «gore», una especie de subgénero del cine de horror, «donde la sangre y las vísceras saltan por los aires y salpican la pantalla». En estos productos audiovisuales no hay una trama inteligible: todo es una secuencia delirante de matanzas, torturas y mutilaciones.
Por otra parte, los jóvenes de Tuscaloosa se divierten contagiándose unos a otros en un país cuyo presidente ha restado importancia a la pandemia sistemáticamente y hasta ha llegado a declarar hace pocos días que el 99 % de los contagiados con la Covid-19 en EEUU «son inofensivos».
En medio de este entorno, ¿son tan inexplicables las «Fiestas Covid»?