Marcelo Colussi | Rebelión
* Desde una posición de derecha se ha dicho que, en buena parte de Latinoamérica, “gobierna la izquierda”, pese a que no son gobiernos propiamente revolucionarios. Esa misma derecha creó guerrillas con ideología de derecha restauradoras del capitalismo, como la Contra nicaragüense o los talibanes afganos para luchar contra la Unión Soviética.
Terminada la Segunda Guerra Mundial creímos extinguido el nazismo/fascismo de la faz de la Tierra. Ahora, siete décadas después, vemos que no es así. Las ideas de superioridad versus “inferiores” (“Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores”, dijo un ministro francés, Jules Ferry), el visceral repudio a la perspectiva de igualdad y solidaridad, la jerarquización humana -no lejana al darwinismo social-, todo eso no ha desaparecido, sino que, por el contrario, hoy puede apreciarse en versión corregida y aumentada. El supremacismo avanza, que es otra forma de decir: el nazismo avanza.
El supuesto paladín de la democracia y la libertad, el gobierno de Estados Unidos, pretendido enemigo acérrimo del régimen nazi de Hitler (pero al que apoyó financieramente al inicio de la guerra para que avanzara sobre la Unión Soviética), hoy apoya abiertamente grupos neonazis en Ucrania porque le son funcionales en su guerra contra la Federación Rusa. En Europa, una ola de neofascismo permite llegar al poder político a gente que, sin vergüenza ni ocultarlo, habla de superiores y salvajes, tal como se hacía en el siglo XIX. Quizá el ejemplo más estridente es Italia, con una mandataria -Giorgia Meloni- que habla exactamente el mismo discurso que Mussolini hace un siglo atrás: dios, patria, familia.
No se queda atrás el país de la libertad (¿alguien podrá creérselo todavía?), Estados Unidos, donde una Corte Suprema hiper conservadora canceló el derecho constitucional al aborto en todo el territorio nacional. Si bien el siglo XX mostró avances enormes en las libertades civiles y los derechos humanos, la coalición de “democráticos” países occidentales que invadió Libia en 2011 no pudo evitar que en ese país africano retornara la venta de esclavos. ¿O la habrá propiciado?
Prácticamente todo el mundo, desde el advenimiento de las políticas neoliberales en los años 80 del siglo pasado, sufre estos embates de la derecha cavernícola (los empresarios ahora son empresaurios, se ha dicho). Ya se ha normalizado la hiper explotación laboral, con lo que se perdieron conquistas históricas conseguidas con décadas de lucha y ríos de sangre. En todo el mundo, la cantidad de masa trabajadora que labora en condiciones de informalidad y precariedad (sin prestaciones, en circunstancias inseguras, con contratos indignos) crece imparable. Valga mencionarlo como dato importante: en el primer año de la pandemia de Covid-19, en el 2020, según informa la OIT, murió más gente por siniestralidad laboral -irresponsabilidad e hiper explotación de las patronales- que por efecto del virus. Esa derechización en las relaciones sociales de producción, mostrada ahora como “sin otra opción posible”, como “normal” (hay que dar siempre la “milla extra”, y no pedir nada a cambio, solo que no nos cesanteen), viene marcando la dinámica de la sociedad global en forma creciente. En el “democrático” Reino Unido de Gran Bretaña -con un parásito a la cabeza que vive del esfuerzo de sus “súbditos”- se está pensando ahora en prohibir el derecho de huelga. El campo popular, en todas partes del mundo, sufre cada vez más ataques, bochornosos e infames, sin mucha posibilidad de reacción tan maniatado como está.
Las posiciones de ultraderecha y conservadoras, más allá de ciertos avances sociales en determinados puntos (amparados en un discurso “políticamente correcto”) vienen arrasando. El campo popular, más que buscar alternativas de superación del capitalismo, en este momento lo único que pareciera poder hacer es resistir los embates de esa avanzada monstruosa. ¿Cuándo vendrán tiempos más favorables? ¿Y qué fue del ideario socialista? Hoy por hoy pareciera que debe seguir esperando.
Desde una posición de derecha se ha dicho que, en estos momentos, en buena parte de Latinoamérica, “gobierna la izquierda”, que “el comunismo está avanzando”. Hay que tomar eso muy con pinzas. Si bien es cierto que hay gobiernos progresistas surgidos del voto popular, ninguno de ellos constituye efectivamente un proyecto revolucionario, popular, de obreros y campesinos que han tomado el poder y están construyendo una alternativa socialista.
Estamos, en todo caso, ante una exageración malintencionada de la derecha, con infames perspectivas ideológicas. Sucede que cualquier planteamiento que se acerque al interés popular, para la derecha recalcitrante y conservadora que se está desarrollando en forma creciente a escala mundial, ya suena a peligro. Quien realmente está detrás de esa visión en un todo anticomunista, neofascista, antipopular, hiper controladora de los acontecimientos político-sociales, es el interés capitalista centrado en las grandes megaempresas privadas, todo ello, en muy buena medida, impulsado por el gobierno de Estados Unidos, donde se encuentran las más enormes de esas megaempresas justamente.
Varios hechos altamente preocupantes acaban de suceder recientemente en el ámbito latinoamericano. En Perú el gobierno del maestro rural Pedro Castillo sufrió una suerte de golpe de Estado técnico, por el que fue retirado de la casa de gobierno y encarcelado, abriéndose así la perspectiva de una dictadura con apariencia de democracia institucional. De hecho, la persona que asumió como presidenta -Dina Boluarte- es altamente rechazada por el pueblo peruano; su mandato, si bien es “legal” en términos jurídicos, es absolutamente impresentable y anti-ético desde otra perspectiva. De momento se está manteniendo a base de balas y muertos. La presidencia de Castillo no constituía, en realidad, un “peligro comunista” para la oligarquía peruana ni para la Casa Blanca, muy celosa de todo lo que ocurre en su patio trasero. Pero el ahora depuesto presidente provenía de un sector popular y, de alguna manera, representaba intereses contrarios a la derecha tradicional. Tenía un lenguaje y un estilo que “incomodaba” a los poderes establecidos. De ahí que se urdió un plan siniestro, casi desde el primer día de su mandato, para destituirlo. Finalmente, lo lograron.
En Argentina, en otro contexto, la actual vicepresidenta y ex presidenta, Cristina Fernández, que no es precisamente un cuadro revolucionario (habla de impulsar un “capitalismo serio”, más allá de cierta propaganda que la presenta como una “montonera” -guerrillera peronista de izquierda-), pero que mantiene posiciones de cierto compromiso social con un lenguaje que pone nerviosa a su oligarquía y a Washington, fue sometida a una parodia de proceso judicial donde salió declarada culpable de hechos de corrupción, por lo que se la condenó a seis años de prisión. Es evidente que allí se juega una venganza política con miras a imposibilitarle el camino a una nueva elección como presidenta.
En Brasil, a escasos día de haber asumido la presidencia con el triunfo del Partido de los Trabajadores, Luiz Inácio Lula da Silva (opción elegida por la mayoría de la población brasileña como una propuesta alternativa al neoliberalismo fascista que venía impulsando el anterior mandatario, Jair Bolsonaro) fue víctima de una confusa asonada que pretendía constituirse en golpe de Estado, invitando a participar al ejército. Turbas bolsonaristas, vistiendo la camiseta de la selección nacional -la canarinha- atacaron y vandalizaron las oficinas gubernamentales en Brasilia. Casualmente, unos días antes de la intentona se reunieron en Miami Donald Trump y Jair Bolsonaro. No se puede indicar una relación directa entre ese encuentro y lo sucedido días después, aunque no deja de abrirse una pregunta. La jugada no salió como los golpistas esperaban, y Bolsonaro se refugió rápidamente en un hospital con una “curiosa” dolencia gástrica tomando una muy tibia distancia de lo acontecido, pero todo ello marca un escenario político donde el flamante mandatorio, con un discurso que, en realidad, es de conciliación de clases, pero presentando ribetes populares, no deja de incomodar a la derecha troglodita.
En Bolivia, el gobierno socialista del MAS, encabezado ahora por Luis Arce, vuelve a sufrir -o mejor dicho: sigue sufriendo- los embates de una derecha antipopular desenfrenada, que ya logró un golpe de Estado en 2019 quitando del camino a Evo Morales, y que prosigue ahora su proyecto buscando la desestabilización política. En su intento, esta derecha jurásica moviliza fuerzas paramilitares y grupos abiertamente fascistas, básicamente en la provincia de Santa Cruz, mostrando los dientes en su búsqueda de repetir el proceso que llevó a la suspensión del estado de derecho de años atrás cuando se instauró la dictadura de Jeanine Áñez, no ocultando así su visceral disconformidad con el actual gobierno de corte popular.
En Guatemala, olvidado país de Centroamérica que solo es noticia ante alguna catástrofe natural, la derecha, acusada de corrupción hace unos años por la Comisión Internacional contra la Impunidad -CICIG-, ahora se toma venganza persiguiendo y encarcelando a los operadores de justicia que antes la juzgaban, indultando entonces a militares acusados de genocidio en la pasada guerra interna y a empresarios y políticos sentenciados por criminales hechos corruptos. Los patos disparándole a las escopetas.
Está claro que ninguna de estas personas de centro-izquierda arriba mencionadas, por sí sola, representa un proyecto abiertamente anti-capitalista, y que un o una mandataria no puede “hacer la revolución socialista”. De todos modos, cualquiera de ellos (López Obrador en México, Nicolás Maduro en Venezuela, Gustavo Petro en Colombia, Xiomara Castro en Honduras, Luis Arce en Bolivia, Gabriel Boric en Chile, Lula en Brasil, Jorge Fernández o Cristina Fernández en Argentina, Fernando Lugo en Paraguay, Pepe Mujica en Uruguay), al presentar un carácter popular y dirigirse a “las masas”, crea incomodidad en la clase explotadora, le crispa los nervios. Por eso, sin miramientos, antes que ese “populismo” pueda transformarse en organización obrero-campesina con un proyecto de transformación radical, la derecha actúa.
“El comunismo no se ha erradicado en Latinoamérica y confío en que se transite a regímenes con políticos que realmente representen la voluntad popular, y tenemos esperanza de que un día las cosas van a cambiar”, dijo Eduardo Bolsonaro, hijo del ahora ex presidente de Brasil, en noviembre pasado en México, en el marco de la Conferencia Política de Acción Conservadora -CPAC- celebrada en la capital azteca. No puede omitirse decir que esta organización, el CPAC, es un lobby político con sede en Maryland, Estados Unidos, que reúne a la derecha más recalcitrante, y tiene como objetivo declarado frenar el avance de la izquierda, en cualquiera de sus expresiones. Curiosamente, realizado el cónclave con el pedido de erradicación hecho por sus miembros, viene la asonada en Brasil. No se puede pensar en términos de conspiracionismo, pero no hay que olvidar, como dijo Honoré de Balzac, que “Todo poder es una conspiración permanente”.
Las derechas, en todas partes, parecen cada vez más envalentonadas. Montándose en la ola neoliberal que sigue presente en el mundo -aunque China y Rusia pretendan abrir un nuevo escenario post-dólar dibujando un mundo multipolar, quitándole supremacía a Estados Unidos- continúan avasallando a los pueblos.
Para el campo popular se vienen tiempos difíciles. El miedo monumental del sistema capitalista a que algo se le pueda ir de las manos fuerza a respuestas cada vez más mortíferas, aparentemente sutiles a veces, pero despiadadas, cínicas, perversas. Junto a la guerra abierta, incluso con el uso de armas de destrucción masiva (bombas atómicas en Japón, agente naranja en Vietnam), o la interminable cantidad de conflictos bélicos que se desarrollan en el mundo (que benefician solo a infinitamente pequeños grupos de poder), guerras que constituyen una expresión despiadada de la lucha de clases siempre presente, los métodos que viene implementando la derecha son diversos y, sin dudas, muy efectivos. Ahí están las llamadas “revoluciones de colores”, por ejemplo: disfrazados golpes de Estado maquillados como respuestas cívicas de la población que desplazan a gobiernos “molestos” para el statu quo. Por otro lado, aprovechando el modelo de las guerrillas de orientación socialista, esa derecha creó, del mismo modo, guerrillas con ideología de derecha, restauradoras del capitalismo, como la Contra nicaragüense, o los talibanes afganos para luchar contra la Unión Soviética.
Es sabido que el sistema apela a todo método posible para mantener la supuesta “democracia” en el mundo: léase economía de mercado favorable a una pequeñísima oligarquía. Junto a la represión abierta y violenta, que hasta puede justificar la tortura, desarrolla una secreta -y no por ello menos infame- guerra ideológica. Ahí están los nefastos net-centers, centros de construcción ideológica que tienen tanto poder -o más- que los misiles. La famosa frase de Goebbels (“Una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en una verdad”) es puesta al servicio del mantenimiento del sistema de la manera más cínica que se pueda concebir. “Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”, pintó Aldous Huxley décadas atrás. Nada más exacto para describir el capitalismo actual.
Ahora asistimos a algo que probablemente pueda ser tendencia, que de algún modo ya había comenzado en Bolivia en el 2019: asonadas populares con carácter violento, supuestamente “espontáneos alzamientos populares”, que se dirigen a remover presidentes “indeseables” (indeseables para los grupos dominantes, obviamente). La reciente asonada en Brasil recuerda lo acontecido el 6 de enero de 2021 en el asalto al Capitolio en Estados Unidos, donde grupos de ultraderecha intentaron reinstalar a Donald Trump en la presidencia. El neonazismo acecha y trabaja muy arduo; así puede presentar un virtual golpe de Estado como una “insurrección popular” (Estados Unidos o Brasil), cual el asalto al Palacio de Invierno en la Rusia revolucionaria de 1917 o la auténtica explosión popular masiva de Nicaragua en 1979, donde con machetes y palos, y la acción armada del Frente Sandinista, la población corrió a la Guardia Nacional de Somoza. “¿La rebeldía se volvió de derecha?” se pregunta Pablo Stefanoni. Repitamos: la derecha sabe muy bien lo que hace, y no hay herramienta que no utilice para mantener sus privilegios.
Hoy, donde no se ven en lo inmediato espacios para planear verdaderas transformaciones de raíz al sistema (un mundo multipolar ¿será un auténtico avance para los pueblos del mundo?), donde el ideario socialista parece congelado, al campo popular le queda como tarea inmediata resistir el presente huracán.
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