Fabricio Casari
En el 370º día de la guerra desatada por Israel contra los palestinos y todos aquellos que se oponen a la ansiedad colonial de Tel Aviv, por segunda vez, la misión Unifil de la ONU ha sido alcanzada intencionadamente por las fuerzas de Tsahal. Está más que claro que no se trata sólo de una distinción/ diferenciación semántica, sino de una sustantiva, tanto política como operativamente.
La beligerante intemperancia de Bibi Netanyahu en Nueva York desde la tribuna de la Asamblea General de la ONU, desde la que acusó de antisemitismo a casi todo el planeta, fue seguida de la declaración de «persona non grata» para su secretario general. Así pues, la apertura de fuego contra las tropas de la misión Unifil aparece como una consecuencia coherente, intencionada, desde luego no como un accidente o un descuido.
Prueba de ello es la repetición del ataque en dos días sucesivos, el último de los cuales pudo provocar la muerte de uno de los cascos azules de la ONU de nacionalidad cingalés. Nunca, en toda la historia de la organización que reúne a la comunidad internacional, uno de sus Estados miembros se había atrevido a abrir fuego contra una de sus misiones.
No sólo por la banal observación de que si se abre fuego contra una institución de la que se es miembro, se está disparando contra ella, sino sobre todo porque las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU tienen por objeto salvaguardar el territorio en el que operan, lo que necesariamente debe lograrse con el consentimiento de las partes en conflicto.
Ahí radica el problema. Israel disparó a la ONU porque les había ordenado sin éxito que se desplazaran 5 km hacia el norte. La respuesta fue obviamente negativa, como no podía ser de otro modo, ya que la ONU no obedece a Israel y todos los aspectos de la misión forman parte de una resolución del Consejo de Seguridad -la Resolución 1701- y no pueden modificarse.
Israel dispara porque quiere que los cascos azules se alejen de la frontera para que puedan actuar sin ser molestados y sin testigos, que son tanto los 1.500 soldados sobre el terreno como el sistema de cámaras y de vigilancia del espacio aéreo de la misión.
Israel tiene toda la intención de continuar con la invasión de Líbano y el bombardeo de todo su territorio. Sobre todo, tiene toda la intención de seguir utilizando fósforo blanco contra la población civil, como han denunciado con abundante documentación los propios trabajadores de la ONU, 72 de los cuales fueron asesinados en Gaza por el ejército israelí.
Tsahal nunca ha seleccionado objetivos, nunca ha distinguido entre civiles y militares, y nunca ha diferenciado entre funciones, misiones y presencias sobre el terreno; como en las doctrinas más clásicas del terror, planea bombardeos de alfombra para destruir y aniquilar, para luego poder ocupar sin riesgo y lanzar una advertencia a la comunidad internacional de que la fuerza prevalece sobre el derecho.
Lo que mueve a Israel y a toda su clase dirigente, no sólo a la extrema derecha. Para algunos es fácil decir que sólo Netanyahu y su gobierno de fanáticos religiosos nazi-sionistas son los responsables, pero nunca ha habido noticias de que los laboristas hayan salido a la calle para decir no al colonialismo genocida. Los propios laboristas, cuando han estado en el gobierno, han hecho lo mismo, con más o menos matices.
La estrategia israelí está clara en su diseño y es ampliamente compartida internamente: destruir Gaza, expulsar a los palestinos de su territorio para nunca permitir su regreso, y apropiarse de la Marina de Gaza y otros recursos de hidrocarburos, y finalmente construir proyectos de asentamientos. La apuesta es la idea de una sustitución étnica total.
Una vez terminado el trabajo – al menos eso creen – le toca el turno al Líbano. Vuelve a ocupar la Tierra de los Cedros tras abandonarla (derrotada por Hezbolá) en 2006. Las circunstancias actuales se ven como una oportunidad histórica para poner las manos sobre otra pieza importante de Oriente Próximo.
Esta es la esencia de la guerra que dura ya más de un año y que tiene como objetivo el genocidio palestino y la ocupación militar de Palestina y Líbano, golpear a Siria y finalmente a Irán y establecer un imperio colonial sionista capaz de apoderarse de los territorios y saquear todos los recursos existentes en Oriente Medio, el control de sus puertos y rutas marítimas.
Se dice que Israel está aprovechando la campaña electoral con resultado incierto de las elecciones presidenciales en EEUU: por supuesto, los demócratas en la Casa Blanca no intervienen porque el lobby judío que los dirige no concibe ni en fantasía la idea de una interrupción del apoyo militar y financiero de EEUU a Tel Aviv, y en todo caso Netanyahu espera que gane Trump, para tener luz verde total también a la guerra contra Irán.
Pero esta es una lectura que, aunque justa y no exenta de lógica, resulta reductora, dado que en cualquier etapa histórica y en cualquier circunstancia nunca ha faltado el apoyo militar y político de EEUU. Más aún cuando los intereses mutuos (como el de asestar un duro golpe militar a Teherán) son compartidos. En este sentido, incluso con las aparentes diferencias, la política de EEUU con Israel ha sido y sigue siendo una sola. No se permiten desviaciones.
En cuanto a la idea israelí de golpear a Irán, llegan noticias que van a convertirla en cualquier cosa menos sencilla. En los próximos días, la reunión de los BRICS (en la que ya han anunciado su presencia 32 países, 24 de los cuales estarán representados por sus respectivos presidentes) verá la firma de un acuerdo estratégico entre Rusia e Irán, cuyo contenido aún no se conoce pero que, previsiblemente, tendrá la asistencia militar mutua como uno de sus puntos.
La idea de un ataque contra Irán parece por tanto menos sensata que nunca y la tentación de lanzarlo el día de la firma del acuerdo es fuerte, tanto en Tel Aviv como en Washington. Pero si no se quiere jugar con fuego, será mejor recurrir a la inteligencia política y al sentido de la responsabilidad histórica para no ver al mundo sumirse en una guerra mundial.
En cuanto a la misión de la ONU, Estados Unidos y la UE han declarado que debe continuar. En estas horas, abogados del establishment disfrazados de comentaristas intentan argumentar la siguiente tesis: dado que la mediación entre Israel y Hezbolá ha fracasado y que la interposición del contingente de la Unifil no ha logrado el resultado deseado, más vale que traigamos de vuelta a los militares de la ONU, declaremos fracasada la misión y abandonemos el terreno. Parecería una posición política dictada por la lógica, el sentido común incluso, una mezcla de patriotismo y realismo político: no es así.
La idea de que la ONU declare el fracaso de una misión sólo porque una de las partes implicadas no la apoye es el peor error de todos, porque pasaría a la historia la declaración de inutilidad del organismo, que algunos países – Estados Unidos e Israel a la cabeza – persiguen desde hace dos décadas, mientras el Sur global apuesta por su utilidad, aunque con una necesaria y ya impostergable reforma global de sus máximos órganos.
Lo correcto, en todo caso, sería actualizar la aplicación de la 1701 reforzando el contingente, cambiando las reglas de enfrentamiento y garantizando el cumplimiento de las Resoluciones del Consejo de Seguridad por la fuerza.
No se trata sólo de posturas pilatescas, que en cualquier caso hay que rechazar, sino de un intento de doblegar a favor de Tel Aviv sus propios crímenes. De hecho, en este caso concreto, el objetivo de Netanyahu es precisamente que la ONU se retire del Líbano: demostrar que la interposición de la ONU no puede funcionar y que la única solución posible es que Israel gestione por sí mismo la frontera sur del Líbano, que el Estado judío controla en tres puntos.
El ataque significa un cambio de fase: con el ataque al puesto de Unifil, Israel está haciendo su transición final y demencial, pasando de ser un Estado fuera de la comunidad internacional a un Estado contra la comunidad internacional. Es cuestión de tomar nota de ello y empezar a suspender Tel Aviv de las Naciones Unidas y de cualquier otro foro de la comunidad de Estados hasta que reconozca las normas del Derecho Internacional por las que se rige en general la comunidad de Estados.
Hacerlo sería un acto debido. No hacerlo sería capitular.