Guatemala se decidió por la antipolítica. El cómico Jimmy Morales, de 46 años, ha logrado anoche su elección como presidente. Su victoria no deja lugar a dudas. Con el 69% de los votos a favor (con el 96% escrutado), la nación ha tomado en serio a este humorista de chiste fácil, conservador y profundamente religioso, y le ha encomendado una misión que pocos creen que pueda lograr: devolver la credibilidad al Estado guatemalteco. Un nido de corrupción a cuya jefatura Morales llega aupado por la ola de descontento que derribó a su antecesor, el general Otto Pérez Molina.“Ahora soy parte del sistema político, pero mantengo mi disconformidad”, proclamó el presidente electo.
La elección de Morales es una victoria en negativo. Más que un éxito suyo, su triunfo representa el fracaso de la vieja política. La esclerosis de un sistema que ha quedado muy por detrás de su ciudadanía. Morales, consciente de este hartazgo, ha centrado su campaña en una llamada al voto de castigo. Ha sacado fuerza de sus aparentes debilidades, como la falta de experiencia política, y ha enarbolado un lema (Ni corrupto ni ladrón) que le ha abierto espacio a derecha e izquierda del electorado. El resultado ha sido demoledor. Ninguno de los figurones del panteón guatemalteco le ha podido dar caza. Y su rival en la segunda vuelta, la antigua primera dama Sandra Torres, de inspiración socialdemócrata, se ha quedado en un 31% del voto (al 96% escrutado).
Este éxito solo representa un primer paso. Más allá del voto, Morales, por su propia génesis, carece de una estructura de poder estable. Está solo, su partido es frágil y en el Parlamento apenas dispone del 7% de los escaños. Nadie duda de que los grandes saurios intentarán acosarle desde la Cámara de Diputados. El escudo presidencial, de enorme resistencia en Guatemala, posiblemente le sirva para superar estos ataques, pero no acabarán ahí sus problemas.
El fulgurante Morales toma un país exhausto. Vence sin haber emocionado, en segunda vuelta y con la desconfianza esperándole a cada paso. Después de 30 años de proceso democratizador, Guatemala no generado aún un juego de equilibrios lo suficientemente fuerte como para ventilar la podredumbre que anida en los resortes del poder. Ni siquiera la revolución de la dignidad ha podido contra ese muro. El movimiento popular, espontáneo y plural, tuvo éxito, barrió al anterior presidente e incluso dio luz a una esperanza, pero no engendró una respuesta política propia. Víctima de su propia acefalia, su fuerza ha acabado por diluirse y sus activos han sido tomados apresuradamente por Morales. Una personalidad poliédrica del que desconfían los organizadores de las protestas y cuyos puntos negros son motivo de sospecha. Desde el apoyo de los sectores militares hasta su ideología conservadora y ultranacionalista.
El reto es complejo. Morales tiene que enfrentarse a la nomenklatura, pero también al escepticismo sobre sus propias capacidades. Ha de demostrar que no es un advenedizo, sino un independiente. Que su ideología no es una rémora, sino un acicate para el cambio. “Guatemala está cambiando de forma pacífica, sin balas, solo con participación, y así debemos seguir. El mundo nos mira y tenemos que demostrar que somos un país de gente honesta. No habrá tolerancia con la corrupción”, afirmó Morales tras conocer su victoria.
No es una misión fácil. El Estado del que se hará cargo el 14 de enero se está hundiendo. El presidente Pérez Molina, el general que llegó al poder con la misión de reconciliar a Guatemala, se dio con ahínco al saqueo. En un país con la mitad de la población infantil malnutrida, corrompió la hacienda pública, disparó la deuda e impuso la excepcionalidad en las contrataciones oficiales. Bajo este régimen, las redes clientelares vivieron días de vino y rosas. El encarcelamiento de Pérez Molina y de su vicepresidenta por un escándalo de sobornos, ha descabezado la principal gárgola de la trama, pero la depuración final aún está por hacer. Y el nuevo presidente no puede retrasarla. Fuera, en la calle, el reloj corre en su contra. El país vive en pleno siglo XXI y en cualquier momento, como recordaba este domingo cualquier elector al que se le preguntase, puede desatarse otra la ola de protestas. Un fallo grave haría a Morales indistinguible del sistema que él tanto ha criticado. Guatemala volvería otra vez al punto de partida. El pasado habría triunfado.