De acuerdo con sus propias palabras, Jürgen Klinsmann (Göppingen, Alemania; 1964) ya ha ganado en esta Copa América. El seleccionador alemán de Estados Unidos empezó el torneo hace dos semanas diciendo que consideraba un éxito llegar a semifinales.
Y ahí está: mañana tiene delante a la favorita Argentina. Cuando su equipo empezó perdiendo contra Colombia en el partido inaugural, muchos vieron confirmado el lugar común de que el fútbol de EE UU es un eterno quiero y no puedo. Klinsmann salió ese día y dijo: “Cosas que pasan”. Colombia no había sido superior y la derrota, afirmó, serviría a sus jugadores para afrontar el resto del torneo con más humildad.
Se clasificó como primero de grupo, eliminó a Ecuador y ahora espera Argentina. Klinsmann está donde quería estar. Entre los cuatro mejores, con un partido contra una selección tan grande que sea ineludible para el espectador norteamericano. Contra Messi, la figura mediática más atractiva y el jugador más conocido de esta Copa América. Jugar este partido ya es, junto con los octavos de final del último Mundial, el mayor éxito de la selección de Estados Unidos.
La posibilidad de ganar a Argentina entra en el terreno de las gestas heroicas. Pero Klinsmann tiene dos trabajos, el de hacer crecer la selección de fútbol y el de hacer crecer el fútbol en sí en este país. Y para lograr el segundo necesita del primero. Por eso es un logro tan grande salir a medirse a muerte con los mejores. Este es un partido para recordar, para hacer afición, para que los padres se lo cuenten a los niños y en Estados Unidos sigan creciendo brotes, que darán fruto más pronto que tarde, de eso que se llama cultura del fútbol. Es el momento cumbre de sus cinco años como seleccionador, el periodo profesional más largo de su carrera.
A Klinsmann se le recuerda como un delantero tenaz. Comenzó su carrera jugando para Alemania Occidental y fue el jugador bandera de la selección de la Alemania unificada en los noventa. Participó en tres Mundiales y marcó en los tres. Anotó 45 goles en 108 partidos como internacional. Lo sufrieron los estadounidenses, los brasileños y los españoles. Su nombre está en la lista de los máximos goleadores de los Mundiales. Jugó en clubes de Alemania, Italia, Inglaterra y Francia y en 1998 colgó las botas y se retiró en California.
Empezaba una carrera como asesor del LA Galaxy cuando lo llamaron a dirigir la selección alemana en 2004. Sustituyó a su compañero de selección Rudi Völler, despedido por los malos resultados. Apenas duró dos años, un periodo de pérdida de identidad de la selección germana, que no acababa de encontrar un grupo de jugadores que sustituyera a los grandes de los noventa. Klinsmann, para escándalo de muchos, exigió que le dejaran seguir viviendo en el sur de California.
El alemán, casado con una norteamericana, lleva más de una década instalado con su familia en Newport Beach, una localidad costera de lujo en el condado de Orange, al sur de Los Ángeles. En la zona viven otras estrellas como Kobe Bryant. Su hijo, Jonathan Klinsmann, juega al fútbol y es portero del equipo de la Universidad de California, los Golden Bears.
Klinsmann dejó la selección voluntariamente al cabo de dos años. Fue despedazado por las críticas desde el primer día y no estaba dispuesto al calvario de hacer un mal papel en la Eurocopa de 2008. Pero de aquella etapa hay algunas ideas que resuenan en sus años como seleccionador de Estados Unidos. Una de sus primeras decisiones al llegar fue dejar en el banquillo al portero-tótem Oliver Khan. Sin miramientos, acabó con un mito e inició la regeneración que le hacía falta a Alemania.
En 2011, cuando se hizo cargo de la selección de Estados Unidos después de un año en el Bayern Múnich, Klinsmann se encontró un fútbol todavía en construcción. Nadie sabe bien a qué juega Estados Unidos. Klinsmann básicamente tenía que construir un equipo para el Mundial de 2014 que lograra encender la mecha de la afición al soccer. Como hizo en Alemania, dejó mudos a los comentaristas cuando decidió dejar fuera del equipo a Landon Donovan, el jugador más importante de los 20 años de historia del fútbol profesional en EE UU. La decisión precipitó la retirada de Donovan, la temporada siguiente. El delantero no se lo ha perdonado.
Desde entonces se ha apoyado en varios nombres. En aquel Mundial la personalidad del equipo fue el portero Tim Howard, al que ha logrado jubilar de manera natural después. El nuevo capitán es un imponente Michael Bradley que, sin grandes alardes técnicos, es un sólido director de juego. Y en Clint Dempsey ha encontrado su propio Klinsmann, su delantero tenaz, disciplinado y preciso que resuelve partidos.
La filosofía de klinsmann es una especie de optimismo prudente, un “todo está bien, tranquilos, estamos trabajando mucho, para venir de donde venimos, solo podemos crecer, la diferencia con estos no es tanta”. Parece valorar la humildad y el trabajo por encima de todas las cosas. Hace siempre de parapeto de las críticas a sus jugadores. Una derrota es una excusa para mejorar. Una victoria siempre es recibida con prudencia. Todo se enmarca en un proyecto a largo plazo y si alguien le mete prisa, ha demostrado que no tiene problema en marcharse de donde sea.
Dentro del equipo, lleva cinco años intentando construir una disciplina de juego, una personalidad de equipo y hacer entender a directivos, jugadores y aficionados que el fútbol de selecciones no es un divertimento, sino que cada partido es tan importante como la Super Bowl.
Klinsmann no hace las cosas a medias y no endulza sus opiniones. El Team USA aspira a ilusionar a la americana, pero desde un baño de crudo realismo alemán, casi antiamericano. En 2014, antes del Mundial, dijo en una entrevista a The New York Times: “No podemos ganar esta Copa del Mundo, no estamos a ese nivel. Tendríamos que hacer el partido de nuestra vida siete veces para ganar el torneo”.
Tras clasificarse para la semifinal, a Klinsmann se le escapó una leve pincelada de euforia. “Cuidado, esto es algo grande”, dijo. Porque ya ha ganado.