La CIA y la llamada «Teoría Francesa»

Alessandra Ciattini

* El debilitamiento del comunismo fue producido por muchos factores, incluida la intervención directa de la CIA, cuyos agentes (sorprendentemente) eran refinados estudiosos de la filosofía.

Se podría decir que nada sucede por casualidad.

Recuerdo los días posteriores a la bajada de la bandera roja del Kremlin y su sustitución por la rusa. Todos se regocijaron, declarando que la Guerra Fría había terminado y que nos esperaba un período de paz y prosperidad. Por lo que a mí respecta, al igual que los miembros de mi entorno cultural, no participé en esta alegría, convencida de que Alemania del Este estaba prácticamente vendida y que el fin de la URSS pondría en peligro el ya difícil equilibrio mundial. No alardeo de haber tenido razón, al contrario, esperaba estar equivocada y que mis temores fueran infundados. En cambio, hoy nos encontramos en el umbral de una tercera guerra, probablemente nuclear, bastante predecible si conocemos el carácter insaciable del capitalismo, cuyo lema se puede resumir así en «dar lo menos posible para obtener lo máximo».

O si queremos una cita literaria, en cierto momento el Capitán Achab exclama en Moby Dick: «Mi motivo y mis fines son tontos, pero mis medios son racionales». Racionales en el sentido de que son adecuados para el exterminio apocalíptico de la humanidad o la matanza de la ballena blanca. Entre otras cosas, os recuerdo que una bomba nuclear también es más barata que todas las armas sofisticadas que se utilizan actualmente.

Podéis consultar el hermoso y sustancial libro de Francis Stonor Saunders («La CIA y la guerra fría cultural») para conocer la batalla cultural librada por la CIA en Europa, mientras que en EEUU se desarrollaba la histeria del macartismo y había planes para bombardear numerosas ciudades soviéticas con bombas atómicas. Batalla cultural que había fomentado la difusión de la cultura y el arte estadounidenses, deslegitimando el marxismo que, después de la II Guerra Mundial, tanto atraía a los intelectuales y a la población europea interesada en el Estado socialista.

La campaña cultural de la CIA se remonta a 1945-1967, pero en realidad se extendió mucho más en el tiempo con la ayuda de otras agencias de inteligencia (y conocidas plataformas informáticas) y ciertamente continúa incluso hoy, cuando se ve el inminente declive de la hegemonía estadounidense y la aparición de nuevos equilibrios internacionales. Otros documentos importantes sobre estos acontecimientos se pueden encontrar en MS Christofferson, French Intellectuals Against the Left: The Antitotalitarian Moment of the 1970s (2004).

Empecemos por confirmar esta última afirmación a partir de un documento desclasificado de la propia CIA, que data de 1985, titulado Francia. Defección de los intelectuales de izquierda, en el que se tejen los elogios a Michel Foucault, quien se convirtió en uno de los líderes de la nueva cultura rebelde. Foucault forma parte de un conocido grupo de intelectuales libertarios, anarquistas, rebeldes fuertemente antisoviéticos, atraídos por el maoísmo, aunque de alguna manera próximos al marxismo, como L. Althusser, G. Deleuze, F. Guattari, J. Derrida, A. Badiou, P. Bourdieu, R. Barthes, a los que se suman luego los derechistas B. Henry-Levy y André Glucksmann. La CIA sitúa a estos autores, con exclusión de los dos últimos, en lo que ella misma ha definido como Teoría francesa, cuyos productos han sido ampliamente difundidos por todo el mundo, convirtiéndose en una auténtica tendencia cultural.

El lanzamiento del postestructuralismo antimarxista se produjo en 1966, cuando se organizó una conferencia en la Universidad Johns Hopkins, con financiación de la Fundación Ford, a la que fueron invitados por primera vez Roland Barthes, Jacques Derrida, Jacques Lacan y otros. Este acontecimiento convirtió a Johns Hopkins en el instrumento de difusión del pensamiento francés contemporáneo en América del Norte. Fue organizado sin reparar en gastos por René Girard, conocido por su teoría del origen de la sociedad, entonces presidente del departamento de lenguas romances y profesor emérito de la Universidad de Stanford; por Eugenio Donato, ex estudiante de posgrado y luego profesor en la Universidad Johns Hopkins; y Richard Macksey, director del centro de ciencias humanas.

Los oradores incluyeron a Roland Barthes, Lucien Goldmann (el único verdaderamente marxista), Jean Hyppolite, Jacques Lacan, Charles Morazé, el ex profesor de Johns Hopkins Georges Poulet, Guy Rosolato, Nicolas Ruwet, Tzvetan Todorov, Jean-Pierre Vernant y el profesor de Johns Hopkins Neville Dyson; Hudson, los ya mencionados Donato, Girard y Macksey. Se invitó a cien académicos estadounidenses y otros académicos de ocho países. La sala estaba llena y finalmente hubo que instalar un circuito cerrado de transmisión en una sala cercana.

Unas palabras sobre estos pensadores franceses: en primer lugar, sobre Althusser; su marxismo ha suscitado un amplio debate: se le ha criticado por privarlo de la dialéctica, del humanismo, del concepto de alienación y por haber apoyado un maoísmo enteramente parisino, justo cuando se había producido un acercamiento entre EEUU y China con una función antisoviética. Esta última observación fue formulada por un académico marxista de la Universidad Estatal de Moscú, quien, en un interesante libro titulado «Practicing the Good: Desire and Boredom in Soviet Socialism», University of Minnesota Press, Minneapolis (2020), agrega que todos estos autores, publicitados como estructuralistas y postestructuralistas, tienen en común el desinterés por la sociedad soviética, su evolución y su cultura. Se habrían detenido en 1922-1923, es decir, en la desaparición de Lenin, después de lo cual todo lo que sucedió en la sociedad soviética se volvió inaceptable y desconocido para ellos.

La mayoría de estos autores nunca había participado en movilizaciones obreras y se mostraban escépticos ante los levantamientos estudiantiles, pero fueron promocionados por la industria cultural y presentados como teóricos radicales del 68. Según Gabriel Rockhill, que es nuestra principal fuente, en realidad Foucault no participó en mayo, ni simpatizó con los estudiantes y esto se debió a que había contribuido a la redacción de la contrarreforma universitaria gaullista realizada por el Ministro Fouchet, a la que los estudiantes se opusieron. Sin embargo, considerado un dandy violentamente anticomunista, reconoció más tarde su deuda con las movilizaciones. Durante el mes de mayo permaneció abierto el centro de investigación, dirigido por R. Aron, colaborador abierto de la CIA, donde trabajaba Bourdieu y este último prosiguió tranquilamente sus actividades docentes.

Derrida, estudioso de Heidegger, participó en algunas protestas, pero se declaró hostil al marxismo althusseriano, al espontaneísmo de los estudiantes, al PCF e incluso afirmó que para él el concepto de clase era incomprensible. Por su parte, Lacan apoyó a los estudiantes, les brindó apoyo financiero y firmó peticiones, pero se mostró muy escéptico ante los objetivos del movimiento. Barthes participó en algunos debates, pero no se sintió integrado en esos eventos. Althusser adoptó moderadamente la posición del PCF, según la cual no había una situación revolucionaria, pero subrayó la importancia de la lucha de los trabajadores, que organizaron una huelga de 10 millones de personas en esos días. Lévi-Strauss definió mayo como repugnante y se alejó del Barrio Latino, escenario de las manifestaciones. Deleuze se destacó por su afirmación reaccionaria: todas las revoluciones fracasan, hay que ser idiota para no saberlo.

Pero volvamos a la actividad de la CIA. Del citado documento de la CIA que se puede consultar en internet (su sitio web https://www.cia.gov/readingroom/document/cia-rdp86s00588r000300380001-5 ) se deduce que la agencia de inteligencia está convencida de que la cultura y la teoría son armas cruciales para defender y perpetuar los intereses estadounidenses en todo el mundo, contradiciendo la visión algo extendida de la academia. Publicado tras la Ley de libertad de información (1967), el documento subraya el monopolio de la izquierda francesa en la inmediata posguerra al que, como hemos visto, la CIA se opuso por todos los medios, queriendo demoler la imagen del papel clave desempeñado por los comunistas al resistir al fascismo y ganar la guerra contra él. Aunque la derecha, incluido el capital estadounidense, había sido masivamente deslegitimada por su contribución al régimen nazi y a los campos de exterminio, así como por su programa xenófobo, antiigualitario y fascista (según la descripción de la propia CIA), los agentes secretos anónimos, redactores del escrito, expresan su satisfacción por el retorno del derecho desde principios de los años 70.

Más precisamente, estos oscuros personajes aprueban descaradamente, también gracias a su trabajo, el hecho de que los intelectuales franceses hayan comenzado a mirar con recelo a la URSS y al mismo tiempo a apreciar la cultura y la democracia estadounidenses. En esos años, de hecho, hubo un distanciamiento progresivo del comunismo y el marxismo, mientras que los intelectuales que ya no estaban comprometidos se desinteresaron de las cuestiones políticas cruciales y abandonaron los partidos de izquierda; procesos generados por la demonización de la figura de Stalin y de la historia de la URSS, que aún hoy deben ser esclarecidos por sus muchas falsedades.

En la derecha, sin embargo, ganaron espacio los llamados nuevos filósofos, los historiadores revisionistas, aún hoy alineados con el nefasto imperialismo estadounidense, que con generoso apoyo lanzaron una campaña de difamación, apoyada por los dueños de los medios, contra la Revolución Francesa, contra todo movimiento igualitario, contra el socialismo y el marxismo, distorsionando su imagen y su propia naturaleza. El llamado compromiso intelectual a la Sartre ya no está de moda y con ello toda la producción literaria, filosófica y cinematográfica interesada en cuestiones sociales queda de lado en nombre de la teoría estética, el arte por el arte. Los consumidores de estos productos intelectuales están representados por ese estrato medio y pequeñoburgués, surgido en la posguerra, que cuestionaba los valores tradicionales y era portador de una ética transgresora, que la crisis actual probablemente hará desaparecer.

Mientras esto sucedía en Europa, representantes del llamado mundo libre, es decir, otros apéndices de la CIA, operaban en los distintos continentes para derrocar a jefes de Estado, apoyar a dictadores fascistas y entrenar fuerzas represivas, además de organizar intervenciones militares abiertas o encubiertas. No se puede negar que estos agentes, que trabajaron activamente para conmover a los intelectuales, autores de páginas a menudo oscuras y contradictorias, ciertamente no fáciles de leer, debieron ser ellos mismos intelectuales refinados. El objetivo de su trabajo era que este cambio fuera útil para la política interior y exterior de EEUU, que sería capaz de hacer frente a una izquierda dedicada a la inacción, también representada por la Escuela de Frankfurt. Y lamentablemente tenían razón, como podemos deducir de la ausencia de una movilización constante y significativa contra las guerras, catástrofes y masacres que suceden ante nuestros ojos.

Uno de sus principales objetivos fue Sartre, símbolo de compromiso y actitud crítica, que incluso rechazó el Premio Nobel, demostrando que entendía muy bien cómo funcionan las cosas en el mundo de la «libertad cultural».

Gabriel Rockhill, que ha estudiado ampliamente estos procesos, menciona una página de Greg Grandin, uno de los principales historiadores de América Latina, autor de La última masacre colonial. América Latina en la Guerra Fría: «Además de realizar intervenciones visiblemente desastrosas y mortales en Guatemala en 1954, la República Dominicana en 1965, Chile en 1973, y El Salvador y Nicaragua durante la década de 1980, EEUU prestó apoyo financiero, material y moral silencioso y constante a estados terroristas contrainsurrectos asesinos […] Pero la ‘enormidad de los crímenes de Stalin’ garantiza que historias tan sórdidas, por apasionantes que sean, no serán exploradas a fondo para no perturbar los cimientos de una cosmovisión comprometida con el papel ejemplar de EEUU en la defensa de lo que hoy conocemos como democracia».

En última instancia, la imagen demonizada y deliberadamente construida de la URSS y sus líderes fue y es una excelente herramienta para justificar cualquier crueldad y violación de los muy sagrados DDHH.

Muchos de los autores citados habían estado, aunque con posiciones diferentes, cercanos al marxismo (pecado juvenil considerado venial), lo habían utilizado como método en sus análisis sociológicos y luego se habían distanciado de él. Ahora bien, según la CIA, por esta razón estos autores pueden ser perfectamente utilizados para denigrar el ahora ingenuo ideal de igualdad previamente adoptado y defendido, con raíces ilustradas. Estas críticas afectan a los distintos movimientos, especialmente a los juveniles, que en nombre de este principio luchan contra la arrogancia imperialista, contra el expansionismo de la OTAN, el sionismo, etc.

Esta batalla nos hace comprender la estrategia del poderoso servicio secreto estadounidense encaminada a desintegrar a la izquierda marxista en todas partes, a pesar de saber que hubiera sido imposible borrarla de la historia, porque surge de las mismas contradicciones del sistema capitalista. Ha trabajado para distanciar la cultura marxista del anticapitalismo radical, haciéndola emigrar hacia posiciones reformistas de centro izquierda, más indulgentes con la política exterior e interior de EEUU, hasta el punto de adoptar la actual actitud escandalosa de total servilismo.

Al cuestionar el anticapitalismo, logró al mismo tiempo fragmentar a toda la izquierda, que también se vio debilitada por la disolución del llamado socialismo real y el triunfo inicial del neoliberalismo, que hoy muestra su verdadero rostro. El socialismo real, por otra parte ampliamente estudiado por la propia CIA (como demuestran numerosos documentos), también podría haber influido en sus contradicciones.

Debemos adoptar esta perspectiva si queremos entender el interés de la inteligencia estadounidense en los ex marxistas que crearían una nueva teoría verdaderamente revolucionaria y libertaria. Rockhill cita textualmente una declaración de estos agentes: «Aún más efectivos para socavar el marxismo fueron aquellos intelectuales que, plenamente convencidos, intentaron aplicar la teoría marxista en las ciencias sociales, pero terminaron repensando y rechazando toda la tradición». En particular, subrayan la extraordinaria contribución aportada por la conocida escuela historiográfica y estructuralista de los Annales, así como por Lévi-Strauss y Foucault -miembro este último del PCF entre 1950 y 1952- al desmantelamiento de la influencia marxista en el país.

Según Rockhill, para la CIA Foucault sería «el pensador más profundo e influyente de Francia», y es apreciado por haberse puesto del lado de los intelectuales de la nueva derecha. En opinión de Rockhill, para la CIA esto último habría tenido el mérito de poner de relieve las aterradoras consecuencias que habrían tenido las teorías sociales racionalistas de la Ilustración y de los movimientos revolucionarios, que habrían dado lugar a una sociedad mucho peor que la capitalista. Lukács definiría este método como una apología indirecta a Nietzsche quien, al criticar toda posibilidad transformadora de la sociedad, nos deja prisioneros de esta última, sin armas para escapar de ella.

Al final, sobre todo con la afirmación de la contrarrevolución liberal, la agencia de espionaje logró crear un peligroso clima antisoviético y antimarxista, disfrazando su propaganda de información factual y suavizando la actitud crítica hacia la delirante política, favoreciendo la metamorfosis de las fuerzas políticas representativas del movimiento obrero. Precisamente en virtud de esta transformación, este último no ha podido criticar radicalmente los proyectos imperialistas, que comenzaron con el desmembramiento de Yugoslavia y que hoy nos han llevado al borde de un conflicto nuclear.

A esto hay que sumar la transformación radical de las instituciones culturales, los medios de comunicación, la industria cultural, las redes ‘sociales’ todas falsamente libres, que son capaces de transformar a un autor mediocre en un pensador revolucionario. Basta pensar en el extraordinario éxito de aquel libro célebre, todavía hoy muy citado como «El fin de la historia», que hasta el simple aprendiz de periodista tiene siempre en la boca.