Manuel Valdés Cruz | Granma
* A 70 años de la invasión made in USA que puso fin al gobierno de Jacobo Árbenz.
Los años 50 del siglo pasado tuvieron como telón de fondo la agudización de la contradicción Este-Oeste, representadas en el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
El espejismo de ser el gran triunfador en la Segunda Guerra Mundial se desvanecía en la medida en que las condiciones sociales, en uno y en otro lado, se iban diferenciando a partir de los resultados económicos y el progreso científico.
La posibilidad de la expansión comunista sirvió para justificar la represión interna en los propios Estados Unidos, con la aplicación del macartismo, y hacia el resto de los países la fórmula común fue el desarrollo de los golpes de Estado. El caso de Guatemala, en 1954, resultó uno de esos tristes ejemplos.
El país centroamericano de base agrícola, en lo fundamental, era controlado por el monopolio bananero yanqui United Fruit Company, que había logrado poner sus tentáculos sobre inmensas parcelas de tierra, además de ser el accionista principal del ferrocarril central.
Las pésimas condiciones de vida de la población y el papel entreguista de los diferentes gobiernos nacionales dieron la posibilidad del triunfo, en 1952, al gobierno progresista de Jacobo Árbenz, quien dio impulso a una reforma agraria y a otras medidas de beneficio popular.
Su propuesta, a pesar de que no eliminaba las causas fundamentales de la explotación, afectaba al régimen de opresión colonial impuesto por el imperialismo, razón suficiente para el inicio de un amplio complot con el objetivo de su derrocamiento. La Agencia Central de Inteligencia, con anuencia del Gobierno de Estados Unidos, comenzaría a preparar una invasión.
No debía aparecer la CIA como la principal promotora, por eso la Embajada estadounidense fue el centro de coordinación desde el cual se inició toda la labor de subversión interna.
Los recursos llegarían a través del monopolio bananero y la campaña internacional sería dirigida por el Departamento de Estado, que utilizaría a la ONU y a la OEA como plataformas de sus acusaciones de una conspiración comunista internacional.
El 18 de junio de 1954 inició la invasión que, encabezada por Carlos Castillo Armas, pondría fin a la experiencia de transformación democrática de un sufrido pueblo, al que le hacían pagar muy caro, como a otros del continente, el intento de pensar a su país soberano.
Siete años después repetirían la fórmula contra una pequeña isla del Caribe, que después de una cruenta lucha, logró vencer al dominio imperialista. No podían perdonarle que hubiera hecho también, en las mismas narices del imperio, una reforma agraria.
La amenaza del ejemplo que habían truncado en Guatemala parecía revivir; se reeditaron entonces los mismos métodos: la subversión, las presiones diplomáticas y la invasión para imponer un Gobierno provisional made in USA.
Solo que esta vez fue diferente. Se enfrentaban a un pueblo preparado, armado, consciente, con una dirección política capaz de entender las enseñanzas que aportaba la historia del continente.
Se cumplen siete décadas de un suceso que marcó a Latinoamérica, que tuvo continuidad siniestra en el Plan Cóndor de los años 70, y posibilitó el ascenso de varias dictaduras en la región.
La clave está en no olvidar: la experiencia puede ser reeditada, esa amenaza está latente cada vez que la oligarquía y el imperialismo vean en peligro sus intereses.