Obama fue a Panamá a salvar el sistema panamericano, amenazado por la exclusión de Cuba. Era una exigencia unánime de los países latinoamericanos y caribeños en solidaridad con uno de los suyos que, por demás, tenía el valor simbólico de establecer la independencia alcanzada respecto a Estados Unidos.
Tal dilema fue uno de los factores que catalizó la decisión norteamericana de comenzar un proceso para “normalizar” las relaciones con Cuba y así favorecer el clima en que debía desenvolverse su participación en la VII Cumbre de las Américas.
La presencia de Cuba fue considerada por la mayoría de los participantes, incluso el propio Obama, como el inicio de una nueva etapa en las relaciones hemisféricas y sus negociaciones con Estados Unidos devinieron un acontecimiento histórico, cuando, por primera vez desde el triunfo de la Revolución en 1959, se reunieron sus respectivos presidentes, en un ambiente “respetuoso, constructivo y productivo”, según lo definió el canciller cubano Bruno Rodríguez.
Sin embargo, no fue posible concretar el restablecimiento de relaciones diplomáticas y la apertura de embajadas, como esperaba Estados Unidos, debido, sobre todo, a los nubarrones que se cernieron sobre el foro, como resultado del nefasto decreto presidencial que declara a Venezuela una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos y establece sanciones para algunos de sus funcionarios.
No importa que el gobierno norteamericano se cansara en afirmar que solo se trataba de un formalismo legal, para aplicar sanciones contra personas que Estados Unidos consideraba violadores de los derechos humanos en Venezuela. Tal disposición fue interpretada como una nueva muestra de la injerencia norteamericana en los asuntos internos de los países latinoamericanos y caribeños, reviviendo las reservas que habían originado la exigencia de la inclusión de Cuba en la Cumbre, esta vez expresadas con un apoyo prácticamente unánime a Venezuela.
Tal metedura de pata no la pudo enmendar ni el experimentado diplomático Thomas Shannon, cuando visitó recientemente Venezuela para reunirse con el presidente Nicolás Maduro, ni la declaración de Obama antes de viajar a Panamá, diciendo lo contrario de lo que había afirmado en su decreto, o sea, que Venezuela no era una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. Finalmente, el control de daños, incluyó una reunión “casual” de Obama con Maduro, aunque aún nadie sabe cuáles serán las consecuencias concretas de este acontecimiento.
Según el presidente ecuatoriano Rafael Correa, el nicaragüense Daniel Ortega, muy experimentado en estas lides, advirtió a Maduro que el famoso decreto era solo la punta del iceberg de un plan subversivo mucho más ambicioso. Ya sea esto cierto o el resultado de un error de cálculo de algún asesor “experto” en América Latina, la realidad es que los efectos que se buscaban con el decreto se diluyeron finalmente en Panamá y que el gobierno de Maduro salió fortalecido del lance, incluso hacia lo interno de la sociedad venezolana.
Vale decir que, al margen de los encontronazos, los presidentes latinoamericanos y caribeños fueron en general amables con Obama, tratando de separar su figura de las críticas a la política exterior norteamericana.
El presidente Raúl Castro dijo que no era culpable de la historia de agresiones de Estados Unidos contra Cuba y que lo consideraba “un hombre honesto”, a quien había que ayudar en su lucha interna contra el bloqueo. Maduro, por su parte, le tendió la mano, a pesar de que, dijo, había amenazado a su patria y no le tenía confianza a la política estadounidense.
También Obama habló casi a título personal, como si sus ideas fueran por un lado y la política de su país por otro, lo que refleja la polarización existente en el cuerpo político estadounidense.
Presentó un hipotético proyecto de las relaciones hemisféricas de cara al futuro y trató de resguardarse de las críticas afirmando que, con la nueva política hacia Cuba, había cumplido con el compromiso contraído hace seis años en Puerto España, Trinidad y Tobago, donde prometió un “nuevo comienzo” en las relaciones de su país con la región.
Sin embargo, muchos de los presidentes del hemisferio no lo entendieron de esa manera y le recordaron tantas cosas, que Obama terminó por renegar de la historia que le contaban y se marchó desilusionado e indignado del recinto, para reaparecer, con cara de pocos amigos, en el momento de la foto colectiva.
Si algo dejó claro la VII Cumbre de las Américas, fueron las diferencias de Estados Unidos con América Latina y el Caribe, así como la inadecuación de la política norteamericana para enfrentarlas, a pesar de que algunos consideran que está planteada una readecuación, a la luz de los problemas económicos que enfrenta la región y la eventual capacidad dinamizadora de la hegemonía norteamericana, como resultado del relativo mejoramiento de la economía de ese país. Al menos esto no fue lo que se logró en la reunión previa de Obama con el CARICOM, donde se pretendía distanciarlos de PETROCARIBE, y mucho menos en la Cumbre.
Lo que sí resultó en entredicho fue la capacidad del sistema panamericano para aunar los intereses continentales. Hasta el punto, que la Cumbre otra vez fue incapaz de adoptar una resolución final, debido a la falta de consenso con Estados Unidos y Canadá.
Varias delegaciones reclamaron la necesidad de reformar este sistema y se cuestionaron el papel de la OEA, tal y como está concebido actualmente. Incluso Rafael Correa propuso que la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) debía actuar como un bloque dentro de esta organización y que la OEA sirviera solo para dilucidar las diferencias de Nuestra América, como la definió José Martí, con la otra América, representada por los países anglosajones del Norte.
Quizá sea difícil que esto se concrete a corto plazo, pero Correa tiene razón cuando afirma que la historia, la cultura y los intereses nacionales nos separan, reafirmando la necesidad de la integración latinoamericana y caribeña, lo que no quiere decir que sea imposible el diálogo y la consecución de acuerdos convenientes para ambas partes. Lo que sí sería un cambio relevante de la política norteamericana hacia la región.
Nada mejor que el caso de Cuba para demostrar que puede haber “acuerdo en que existen desacuerdos”, como dijo el presidente Raúl Castro, y sin embargo establecer una convivencia civilizada, donde puede discutirse cualquier tema, por espinoso que sea, y establecer mecanismos de cooperación en asuntos de mutuo interés.
Ojalá que Estados Unidos comprenda de que está en presencia de un mundo que ha cambiado y adecue su política a esta realidad. Lo contrario sería actuar como el alacrán que, por su propia naturaleza, prefiere ahogarse aguijoneando a la rana que lo ayuda a cruzar el río.
Fuente: Progreso Semanal