Celso Amorín | Página 19*
El 7 de abril de 2018, el expresidente Lula fue aprehendido en São Bernardo do Campo y conducido a la sede de la Policía Federal en Curitiba. Se trató de la culminación de un proceso, conducido por los grandes medios de comunicación y por una parte del poder judicial, que se había iniciado poco más de dos años antes con las maniobras que llevaron a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff a través de un impeachment sin crimen de responsabilidad.
El objetivo, en ambos casos, era golpear el proyecto político, varias veces victorioso en las urnas, de traer mayor justicia e igualdad a la sociedad brasileña.
En mayo del año pasado, el papa Francisco, sin referirse explícitamente a Brasil, pero con la mente puesta ciertamente en el país, como pude comprobar en la audiencia que me concedió, denominó a este proceso una «nueva forma de golpe de Estado». Más tarde, el sumo pontífice volvió a tocar el tema al dirigirse a magistrados de países de todo el continente americano, y calificó ese tipo de acción como «lawfare».
Que el proceso que llevó a Lula a la cárcel fue deficiente es algo que ya se sabía desde el principio. Quienquiera que leyera la sentencia del juez Sérgio Moro podía darse cuenta de que en ella se condenaba a Lula por «actos indeterminados» sin que el supuesto beneficio de corrupción —vinculado con el famoso departamento de la costa de São Paulo— se hubiera comprobado jamás. Al contrario: hechos posteriores demostraron claramente que el inmueble jamás perteneció a Lula ni a ningún otro miembro de su familia.
Pero la fuerza de la campaña mediática y el endiosamiento ingenuo del combate a la corrupción, independientemente de los medios empleados, hacían que la duda perviviera en algunos espíritus más escépticos.
El nombramiento del juez Moro como ministro de justicia por parte de Jair Bolsonaro, beneficiario directo de sus acciones, y las posteriores revelaciones de The Intercept comprobaron lo que los observadores más atentos ya sabían: Lula fue objeto de una persecución política dirigida por un juez parcial y por procuradores fanatizados e impulsados por un proyecto de poder propio.
La consciencia de estos hechos llevó recientemente a diecisiete juristas (entre ellos, profesores famosos, miembros de cortes constitucionales y antiguos ministros de justicia) de Europa, de Estados Unidos y de América Latina, a firmar un documento en que exigen la anulación del proceso mediante el cual se condenó y privó de la libertad a Lula.
El día en que fue preso, Lula, en un discurso improvisado, pero que podría incluirse en cualquier antología de la oratoria, afirmó que sus enemigos podían llevarse preso a un hombre, pero no podrían aprisionar el sueño de un pueblo.
El espectáculo de crueldades que hemos presenciado, con las descabelladas actitudes del más alto mandatario del país, que llegó al poder gracias a la supresión de Lula, nos llevan a dudar incluso de esta afirmación.
En el Brasil actual, el sueño se ha convertido en pesadilla: el pueblo pobre se ve, cada vez más, privado de sus derechos; la censura, de maneras veladas o disimuladas, vuelve a cercenar la libertad de expresión; el miedo entorpece la capacidad de decisión de la gente de bien; el prejuicio y la estupidez agreden a la razón y a la ciencia; y, como consecuencia de todo esto, Brasil se convierte en objeto de vergüenza ante el mundo, en un verdadero paria internacional. Vivimos un ambiente de anormalidad que no tiene precedentes en nuestra historia.
Para que la normalidad vuelva al país y la esperanza sea devuelta a su pueblo, la libertad de Lula, así como la anulación del proceso mediante el cual se le condenó, es esencial. Dada la credibilidad de que goza entre la gran mayoría de la población, Lula —y sólo él— puede restablecer el diálogo entre todas las fuerzas de la sociedad, algo indispensable para que Brasil vuelva a su camino de paz y desarrollo.
Ya desde antes de que Lula fuera preso, el laureado Adolfo Pérez Esquivel encabezó un movimiento para que el expresidente recibiera el Premio Nobel de la Paz. Durante las próximas semanas, la comisión responsable por el galardón, en Noruega, tomará la decisión.
Esperamos que se tenga en cuenta el trabajo de un líder obrero que ascendió a la presidencia, que liberó a millones de brasileños del flagelo del hambre, que contribuyó a la paz en América del Sur y en el mundo, que adoptó medidas valerosas para proteger el medio ambiente, los derechos de los negros y de los indígenas, y que defendió la democracia en un país en vías de desarrollo de dimensiones continentales, cuyo destino no dejará de influir en la región y en el mundo como un todo.
(*) El autor fue ministro de Asuntos Exteriores (2003-2010, gobierno Lula da Silva) y de la Defensa (2011-2015, gobierno Dilma) en Brasil.