Fabrizio Casari
El fallo emitido por la Corte Internacional de Justicia ha provocado reacciones diversas, como era previsible y de esperar. Es innegable que el impacto político global de la sentencia se refiere a la conducta de Israel, que de hecho criticó duramente la decisión de los jueces de La Haya, ni más ni menos de lo que lo hizo hacia las propias Naciones Unidas, de las que el tribunal internacional es un instrumento. Algunos lo han calificado de fallo salomónico, pero esto sólo puede deducirse de una lectura apresurada.
En cuanto al fondo del dispositivo, para Israel no parece ser una buena noticia. Es cierto que el Tribunal no ordena un alto el fuego y además pide a Hamás la liberación de prisioneros israelíes, pero no era objetivamente concebible una lectura unidireccional del conflicto; si no se hubiera mencionado en absoluto a Hamás, el equilibrio jurídico del fallo se habría visto socavado.
En su lugar, el hecho decisivo es la responsabilidad enfatizada y reiterada como premisa y sustancia, porque, como resultado de la presión occidental, también podría haberse producido el rechazo de la solicitud presentada por Johannesburgo. Si esto hubiera sucedido, tal y como exigía la defensa de Tel Aviv, se habrían pospuesto los hechos criminales a una sola lógica defensiva por parte de Israel, abonando así la tesis de Tel Aviv y de todo el Occidente colectivo.
Este no fue el caso y la sentencia establece dos cosas de suma importancia. La primera es que la demanda de Sudáfrica por genocidio está bien fundada (la admisibilidad no era una conclusión inevitable). La segunda, consecuente con la primera y de absoluto peso político, es que se ordena a Israel que garantice que el genocidio no se produzca, identificando la posible titularidad del mismo y ciertas responsabilidades en su determinación e incluso en su no prevención.
En esencia, la Corte Internacional de Justicia, aunque califica sus decisiones de provisionales, establece que por mucho que haya que probar las acusaciones, en este caso se puede hablar de genocidio, por lo que exige a los posibles responsables (Israel) que lo impidan y se abstengan de conductas que vayan en esa dirección. Exige al gobierno de Netanyahu que actúe para evitar prácticas genocidas.
En resumen, se trata de una gran victoria jurídica para los demandantes, Sudáfrica y muchos otros países que la apoyan, y de una decisión histórica contra Israel. Que, por primera vez en sus 75 años de historia, es puesto bajo acusación y recibe una fuerte advertencia del organismo que representa la máxima expresión de la jurisprudencia internacional reconocida por los 194 países miembros de Naciones Unidas, el 98% de todo el planeta.
Esto interrumpe la unanimidad del coro de laudatores sobre la «única democracia de Oriente Medio» y de una narrativa mediática que ilustra sus acciones siempre y únicamente en la necesidad de defenderse. No es así, y ahora la Corte Internacional de Justicia exige responsabilidades y amonesta.
El hecho de que el veredicto se haya producido 24 horas antes del Día Internacional de la Memoria, dedicado al horror nazi-fascista de la Shoah, asigna un valor simbólico y político a la conducta de quienes piden con razón a la comunidad internacional y a la opinión pública mundial que no se pierda el recuerdo de la peor página de la historia de la humanidad.
La preservación de la memoria de lo que fue el mal absoluto no puede ni debe intervenir, nunca y sin motivo. Pero, al mismo tiempo, precisamente en memoria del silencio que permitió la afirmación de lo atroz sobre lo normal, no se puede callar hoy con los crímenes de guerra en Palestina; hay que interrumpir la narrativa occidental de la supuesta superioridad ética de Israel y señalar la insostenibilidad del recuerdo de un horror sufrido con la actualidad de un horror infligido.
No importa que las proporciones numéricas sean incomparables, ni que el contexto (leyes raciales y persecución) sea diferente. La cuestión de la política genocida se plantea cuando se desencadena una guerra criminal y asimétrica con el objetivo de aniquilar a la población civil, destruir su territorio, deportar a sus gentes y ocupar sus tierras.
Lo que dictaminó el Tribunal tiene el mérito de mantener el listón bien alto en Derecho Internacional, incluso en un tribunal que razonablemente no puede estar completamente libre del equilibrio de poder en el Consejo de Seguridad. No podía ir más lejos, bien porque tenía que pronunciarse sobre la queja del demandante (Sudáfrica), bien porque una hipotética orden de alto el fuego habría incluido en el orden del día ya la semana próxima, en la reunión de urgencia del Consejo solicitada por Argelia, la decisión de intervenciones políticas y militares no concebibles en la realidad.
Tampoco hay que pasar por alto el valor político e incluso simbólico de la iniciativa sudafricana: la patria de Nelson Mandela, símbolo vivo de la lucha contra el apartheid, interviene en un conflicto que recuerda en muchos aspectos las políticas racistas que Pretoria puso en marcha para garantizar la permanencia de los bóers en el poder.
No es casualidad que Israel fuera el mejor aliado político y militar del régimen segregacionista sudafricano, horrible expresión del colonialismo europeo aliado con Estados Unidos. La coincidencia de la sentencia del Tribunal con la supuesta complicidad del organismo de la ONU que protege a los palestinos con el atentado de Hamás del 7 de octubre no parece fortuita.
Nos encontramos ante acusaciones infames como que llegan con la puntualidad de un reloj, desprovistas de toda prueba probatoria, pero inmediatamente propugnadas por los grandes medios de comunicación occidentales. Al momento parece, con toda evidencia, un intento montado por Israel para deslegitimar al organismo de la ONU con el fin de denigrar y, por tanto, deslegitimar, a la institución como tal y a sus instrumentos, entre ellos el Tribunal Internacional de La Haya.
Ahora veremos si el derecho internacional recibirá el apoyo de la política internacional. Es decir, veremos si el fallo del Tribunal de La Haya influirá en las posiciones políticas de los respectivos miembros en el Consejo de Seguridad de la ONU convocado para los próximos días. La situación sobre el terreno nos habla del enésimo viaje del jefe de la CIA, Burns, y de la enésima digna finta de Biden a Netanyahu, de la labor diplomática de Qatar y del habitual e infame recuento de cadáveres palestinos.
Las supuestas divisiones internas en Israel parecen ser exageradas por los medios, útil para pintar el horror como patrimonio exclusivo de la derecha, religiosa o política; pero en realidad no hay ni rastro de disidencia política: a lo sumo la protesta, legítima, de los familiares de los rehenes.
A ellos no les gustaría pagar con la sangre de sus familias las decisiones de Netanyahu, quien, además, con la esperanza de salvarse del juicio que le espera, sigue apoyando no sólo la continuación del genocidio para construir sobre él su identidad política que debería salvarlo, sino también su total falta de voluntad para aceptar la única y viable solución política a la guerra: es decir, la retirada de las tropas israelíes de Gaza y el reconocimiento mutuo de dos Estados para dos pueblos y dos países.