En el único país confesional de América, la institución intenta atender el llamado del Papa al tiempo que trata de contener las acusaciones por abusos y encubrimiento
Hace un año, los obispos católicos de Costa Rica estaban bajo el foco por haber impulsado una ola ultraconservadora que amenazaba con arrebatar el Gobierno al centroizquierda; después, el catolicismo resultó vital en la derrota del predicador evangélico Fabricio Alvarado y, meses después, en septiembre, los prelados hacían de intermediarios entre el Gobierno y los sindicatos del sector público ante una la polémica reforma fiscal que provocó la huelga más larga del siglo. En este país centroamericano —el único Estado del continente en el que el catolicismo es la religión oficial, explícita en su Constitución— la Iglesia suele estar en la primera plana y casi nunca en las páginas de noticias policiales. Pero ya lo está.
La fotografía de la semana es la de un contingente de policías del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) entrando con sus armas de reglamento a las oficinas centrales de la Iglesia católica para sacar la mayor cantidad de pruebas útiles para dos investigaciones contra sacerdotes por violación y abuso sexual a menores de edad. El operativo del jueves, sin embargo, permitió recoger durante seis horas más indicios sobre otros posibles casos de pedofilia, admitieron las autoridades horas después, cuando ya los obispos se quejaban de lo que consideran fue un abuso de autoridad.
«La revisión es total y absoluta», dijo a la prensa el jefe del OIJ, Wálter Espinoza, sobre el allanamiento realizado solo días después de que el presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de San José, Rafael Quirós resumiera con la palabra «turbulencias» el momento de la Iglesia católica en este país donde sus seguidores se han reducido pero siguen siendo mayoría (más de la mitad de la población) y donde la educación religiosa católica es una asignatura básica en el sistema educativo.
El mismo Quirós, jefe de la Iglesia costarricense, es objeto de una acusación ante el Vaticano por encubrimiento de al menos uno de los sacerdotes acusados de pedofilia, contra quien un juzgado local emitió una orden de captura internacional porque huyó el 7 de enero, del país días después de saberse acusado por violación. El cura se llama Mauricio Víquez y fue denunciado desde el 2003, pues un adolescente y una vecina de su parroquia narraron a Quirós (entonces número dos en la arquidiócesis de San José) las conductas sexuales del sacerdote con varios menores que él manipulaba. Fue expulsado de la Iglesia este mes de febrero, pero durante quince años ejerció como portavoz del mensaje eclesiástico en favor de la familia tradicional y en contra de los derechos de los homosexuales, entre otras funciones. Ahora, si lograran capturarlo, se expone a un pena de 16 años de cárcel por «violación calificada».
Destapado el caso de Víquez Lizano por distintas publicaciones en la prensa basadas en duros relatos de casos ya prescritos ante la ley, la cúpula de la Iglesia ha tratado de contener la crisis. Intenta mantener los equilibrios entre obedecer el mandato público lanzado por el papa Francisco contra la pedofilia y al mismo tiempo evitar un efecto cascada de denuncias contra sacerdotes locales. Esto ha provocado divergencias internas entre distintos liderazgos y confusión entre el clero y los feligreses, reportan tres sacerdotes consultados para esta información.
La prensa reporta que hay 20 procesos pendientes ante el mecanismo interno de la Iglesia y el mismo jueves, mientras los policías abrían gavetas y archivos en busca de más información, un joven llegó a contar los abusos que, aseguró, le había infligido un sacerdote de la parroquia de Santo Domingo de Heredia, al norte de San José.
El cura se llama Manuel Antonio Guevara y fue separado de parroquia en febrero por las denuncias en su contra ante el Ministerio Público. Un primer mensaje parroquial decía que él enfrentaba problemas de salud y dos días después la Curia Metropolitana reportaba «supuestos comportamientos inadecuados en relación con una persona menor de edad». Es decir, denuncias por pedofilia o conductas de «lobos voraces», según las palabras citadas por el papa Francisco en uno de sus mensajes recientes sobre abusos sexuales dentro de la Iglesia.
«Estamos contra el silencio del mal que se ensaña contra los débiles», decía Quirós en uno de sus múltiples alusiones a estos casos. En el último mes, en los perfiles de Facebook oficiales de la Conferencia Episcopal y de la Arquidiócesis metropolitana cunden los mensajes obispales para dar su versión sobre las noticias, para contar lo que han hecho (la expulsión de Víquez, la suspensión de funciones parroquiales del Guevara) y para lamentarse por las críticas o por el tratamiento de parte de la policía de investigación. También hay señales de aparente contrición de la Iglesia, como el título principal del semanario oficial Eco Católico de este sábado: «Iglesia santa y pecadora», se lee en alusión a «los dolorosos hechos que siguen saliendo a la luz pública en relación al comportamiento de algunos sacerdotes». En sus plataformas digitales, sin embargo, los comentarios de solidaridad se mezclan con abundantes reproches.
Entre las voces más críticas están las de los hombres que aseguran haber sido víctimas de esos abusos sexuales y de la manera «cómplice» como la cúpula atendió sus casos. Entre ellos, Anthony Venegas, que aunque sigue exaltando su fe cristiana pero una decepción profunda frente a la Iglesia a la que sirvió como monaguillo. «¿Cuántos sacerdotes estarán con miedo de lo que se encuentre la fiscalía? ¿O será que ya están comprando boletos de avión? No más abuso, ni encubrimiento ni mentiras», escribió en su cuenta de Twitter mientras los policías sacaban más documentos de la Curia Metropolitana y la prensa describía una jornada quizás histórica para la Iglesia local.