Javier Arrúe atesora hoy las canas y el sentido común propios de sus 78 años, alternados entre su formación como jesuita en su natal País Vasco; la lucha junto a los campesinos de Boquerón, en la Guayana venezolana, y la responsabilidad como embajador de Venezuela, primero en Paraguay y desde hace casi una década en Nicaragua.
Este hombre de mil historias, nacido el 19 de septiembre de 1944, comenzó su bregar por el mundo dos décadas más tarde. Según refirió, tras culminar su bachillerato en el Colegio de los Jesuitas y su paso por el noviciado de la Compañía de Jesús en San Sebastián, una urbe bañada por el mar Cantábrico, llegó a Venezuela en 1964.
«Fue una ilusión para mí, porque si bien no conocía ese territorio, su nombre e historia me enamoraron desde edades tempranas. Si sacamos cuentas, hace 58 años, arribé a mi verdadera patria. Inicialmente, renuncié, incluso, a mi ciudadanía española para asumir mi nacionalidad como venezolano, ante la imposibilidad de mantener las dos», recordó.
En el país presidido entonces por Raúl Leoni (1964-1969), Arrúe continuó su aprendizaje de humanidades clásicas y, luego, Filosofía en la Universidad Católica de Ecuador. A su regreso a tierras venezolanas asumió, como parte de su proceso de formación, la labor de maestro en el Colegio San Ignacio de Caracas.
«Mis compañeros marcharon a estudiar teología, la última etapa en la preparación como sacerdote, a sitios como Estados Unidos, España y Reino Unido. Me quedé en Venezuela en la búsqueda de un pueblo al que yo aún no había conocido. Llegué a los lugares más inhóspitos y descabellados en ese proceso», relató a Sputnik.
Pero un día descubrió que, para encontrar la esencia e identidad de esa tierra, no podía mantener sus privilegios como jesuita —seguro médico, trabajo asegurado, vivienda y estudios—, mientras la mayoría de la sociedad de la época «no sabía ni qué iba a cenar, porque no tenían con qué».
Su determinación lo llevó, desde el 31 de enero de 1972, a formar parte de una pequeña comunidad de campesinos en la intrincada selva de Guayana, perteneciente al estado Bolívar. Esa fue «mi verdadera escuela; yo que había venido como misionero a salvar almas, resulta que el pueblo venezolano salvó la mía».
30 años en la selva venezolana
Tres décadas permaneció en aquella lejana geografía, con todas «las limitaciones y perversidades generadas por el sistema». Pero, a su juicio, existía una «esencia profunda en aquellos hombres y mujeres del campo» que lo motivó a emprender proyectos personales como su propio casamiento con Hortensia Ramírez, la mujer de su vida.
«Allí establecimos nuestro hogar y trinchera de lucha múltiple. Uno de los detonantes fue la aparición de latifundistas en nuestra tierra de residencia, quienes se conferían la propiedad de la misma, y detrás de ellos la Guardia Nacional, el Instituto Agrario Nacional, el gobernador del estado e, incluso, la Federación Campesina, sobornada por los demás poderes».
Fue un combate desigual, evocó Arrúe, tanto así que escribieron un pequeño folleto titulado Boquerón: ¿14 conucos o 14 cruces? para que les hicieran caso y el resultado fueron 24 intervenciones de los cuerpos represivos, el apresamiento de los lugareños y la imposición de obstáculos que impedían su trabajo en aquellos parajes.
Por aquel entonces, la nación contaba con un mecanismo jurídico denominado amparo agrario mediante el cual, ante una tierra disputada por campesinos y ganaderos latifundistas, los primeros recibían el beneficio de laborar en el sitio en discusión, mientras las partes encontraban una solución legal.
«En Boquerón se lo dieron a los terratenientes, algo absolutamente increíble en la historia venezolana. El presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Ezequiel Monsalve Casado, era primo-hermano del principal interesado en aquel territorio, así que es de imaginarse cómo aporrearon y violentaron nuestros derechos», puntualizó.
En esas idas y venidas y como consecuencia de otros problemas asociados a grupos radicales de la zona, Arrúe fue sentenciado al fusilamiento en un tribunal popular. Sin embargo, ya llevaba tres años en esa región selvática, los suficientes para ganarse el aprecio de los campesinos.
«Como ustedes le hagan algo al señor Javier, nosotros los vamos a matar», amenazaron los trabajadores del campo. Fueron muchos los enemigos confabulados en aquella etapa, deseosos de apropiarse de la madera preciosa. «Estábamos siempre acosados y contra la pared por los impulsores de ese negocio de robo y contrabando».
Mientras, el español enfrentaba otras campañas difamatorias, alusivas a un posible vínculo suyo con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) o el cobro de 15.000 bolívares mensuales, cuando el pago real eran 10 bolívares, en jornadas de 10:00 a 13:00, «jalando machete y al sol, limpiando maizales o lo que fuera».
Con la estrategia «divide y vencerás», los errores de cálculo en una fotografía tomada por el Ejército de Estados Unidos en esa área y la revisión de documentos históricos datados en 1906 sobre el origen del lugar, lograron el debilitamiento de las estructuras de poder y el Instituto Agrario Nacional dictó una sentencia inapelable a favor de los campesinos.
«Le ganamos la tierra al latifundista más grande de Bolívar, un estado que abarca 230.000 kilómetros cuadrados, dos veces la extensión de Nicaragua. Estructuramos mecanismos de defensa, conseguimos una camioneta para todas las familias y montamos una bodega cooperativa. Fue un tiempo increíble y allí nacieron cinco de nuestros hijos», indicó.
El sexto hijo de Javier y Hortensia padece diabetes desde pequeño, por tanto, urgía un tratamiento sanitario en condiciones más favorables; sumado a ello, una de las hijas comenzó a estudiar medicina en Caracas y ambos factores determinaron el traslado de la familia a la capital venezolana a comienzos del presente siglo.
Por aquellos años, el desaparecido presidente Hugo Chávez (1999-2013) fundó la Universidad Bolivariana y en ese instituto de altos estudios le ofrecieron el cargo de coordinador nacional del Programa Universidad para Todos, la base conceptual y operativa de la municipalización de la educación superior en el país.
«No me llamaron por mis créditos académicos, sino por mi experiencia a nivel popular. Ese fue el comienzo de mi vínculo con las líneas de Gobierno del comandante Chávez. Aquel escenario de aprendizaje resultaba un milagro, cuyo centro fundamental no eran los estudiantes, los profesores o la investigación, era el dolor del pueblo», aseguró.
Todo lo aprendido con los campesinos, Arrúe comenzó a aplicarlo con los educandos. En 2005, William Lara, entonces vicepresidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, lo llamó, le preguntó sobre su nacionalidad y le explicó que el mandatario había pedido la búsqueda de luchadores sociales, sin militancia partidista, para la candidatura a diputado.
«Es una orden del Comandante, tráigame ya su currículo al Capitolio», le dijo y a los días le avisó sobre su juramentación frente a Chávez como aspirante al parlamento por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
«Transité por un mundo que yo desconocía. Para mí la política, vista desde fuera, involucraba a corruptos y ladrones. Sin embargo, me di cuenta de que era una herramienta extraordinaria de ayuda, si se maneja como el arte de servir. Una semana antes de las elecciones, toda la oposición se retiró para deslegitimar al ‘régimen’ chavista», apuntó.
Los suplentes y titulares del PSUV pasaron a ocupar los escaños del hemiciclo y Arrúe perteneció durante cinco años (2005-2010) a la comisión de Energía y Minas, considerada por él como otra escuela extraordinaria de la verdadera política, puesta a la orden de la sociedad.
Antes de concluir el periodo legislativo, otra llamada telefónica cambió el rumbo de su vida: «Mire, diputado, ¿usted acepta nuestra embajada en Paraguay?», le preguntaron desde el otro lado de la línea. Si bien él representaba un fuerte pilar frente a los ataques de la Iglesia al proceso bolivariano, llegó a Asunción en junio de 2010, tras esa nueva orden de Chávez.
«El primer día que me senté mano a mano con el presidente [de Paraguay] Fernando Lugo (2008-2012) supe por qué el Comandante me había enviado. Lugo no era un político, era un obispo católico en un país donde el 95% de las tierras estaban en manos de latifundistas. Venezuela estaba dispuesto a ayudarlo en lo que pidiera», refirió.
Lugo, representante de la Alianza Patriótica para el Cambio (APC), cuya victoria en 2007 constituyó un hito histórico en un país gobernado por el Partido Colorado desde 1947, resultó víctima de un golpe parlamentario en 2012, impulsado desde la oposición, con la transgresión del orden constitucional y la destitución del mandatario electo de manera democrática.
Los hechos determinaron la salida del embajador venezolano, pero, a su regreso, el canciller de aquella época y actual presidente, Nicolás Maduro, le orientó seguir en ese cargo desde Caracas y los miembros de su equipo fueron distribuidos a otras sedes diplomáticas en Uruguay, Guyana y Ecuador.
No transcurrió mucho tiempo hasta su siguiente designación: asumiría nuevamente esa responsabilidad en Nicaragua, encabezada por un Gobierno leal, hermano y solidario con el país sudamericano, desde febrero de 2013, semanas antes de la muerte de Hugo Chávez, el 5 de marzo.
«Cumplimos ya nueve años y para nuestra suerte las relaciones marchan a muy buen nivel, amistosas y fraternas. Fue así como llegué a embajador sin tener formación o escuela diplomática de por medio, solo el sentido común, las canas y, sobre todo, algo que capté desde el primer encuentro con el presidente Nicolás», indicó.
Arrúe relató que, en el año 2006, cuando Maduro era presidente de la Asamblea Nacional «no tenía un proyecto personal, ni plataforma sobre la cual subir y crecer en su propio beneficio. Me di cuenta que aquel hombre peleaba de la mano del gran estratega Chávez por el bien de Venezuela».
Por eso cuando el Comandante lo designó en el máximo puesto como su heredero «a mí me pareció lo más evidente, porque yo también lo hubiera elegido y la historia ha demostrado que Chávez no se equivocó, tanto por su fidelidad como por la inteligencia de una figura de pueblo, un sindicalista y un luchador permanente a favor de la dignidad y la soberanía».
Maduro supo entender la esencia del proyecto bolivariano, «ese que yo capté en el alma de los campesinos de Boquerón. Desde la década de 1970 supe que el día que este país sea consciente de sus valores para exigir sus derechos y la justicia, no habrá poder en el mundo capaz de detenerlo. Estamos en 2022 y seguimos en pie», concluyó.
Fuente: Sputnik