El gran escritor portugués José Saramago, al visitar Chile unos años después del retorno a la tímida y temerosa democracia, todavía bajo la tutela de Pinochet, dijo: «Aquí los muertos no están muertos y los vivos no están vivos». Cada año, cuando llegaba septiembre, prendiendo miles de velas en todos los rincones de Chile para homenajear a los caídos, yo volvía a pensar en esa frase, que a mi parecer explicaba lo que sucedía en el país mejor que cientos de libros de análisis y crítica social, buenos y malos.
Viajando una vez por el desierto de Atacama, nos perdimos entre sus enormes estrellas y distancias trazadas en las infinitas carreteras que, como agujas, atraviesan el árido paisaje pintado hace millones de años por los ríos prehistóricos y fondos marinos que ya no existen. Son lugares que parecen una escenografía creada especialmente para la aparición de naves extraterrestres, dinosaurios o cualquier otro fruto de nuestra pobre imaginación. Llegamos a un lugar inexistente en los mapas. Era la antigua oficina salitrera Chacabuco, que dejó de existir a principios del siglo pasado y que en 1973 fue convertida por la dictadura en el campo de concentración más grande del país. Allí se encontraba una sola persona, un ex preso político. Él se convirtió en guardián de la memoria de este pueblo fantasma. Cuando los militares se retiraron, volaron las instalaciones y los rastros de sus crímenes. Después, año tras año, los saqueadores volvían para robar cualquier material vendible de las casas y barracas abandonadas detrás de la alambrada de púas que quedó. Nuestro conocido volvió al corazón del desierto para cuidar lo que quedaba de su memoria y de la de su país. Nos mostró la calle Carlos Marx, como denominaron los prisioneros políticos al principal corredor entre las barracas donde vivían. Nos contó sobre el rumor que corrió entre ellos después del primer avistamiento de «ovnis», abundantes en esos cielos. «Son los rusos que llegaron a rescatarnos», decían. Y tantas otras anécdotas de la época. Volví a verlo varias veces después. Siempre estaba solo, cada vez más triste, más viejo y alcoholizado, hasta que murió en un total abandono. El desierto chileno es una máquina del tiempo. Por ser el lugar más seco del planeta, conserva los vestigios del pasado, donde lo que pasó hace un siglo es indistinguible de lo de ayer. Los cuerpos de los asesinados por la dictadura también se conservan demasiado bien. En los cadáveres momificados, después de varias décadas se pueden ver no solo las entradas de cada bala, sino también las huellas de las torturas más salvajes.
Los revolucionarios y románticos de ayer, excompañeros de miles de muertos por la dictadura, convertidos durante su exilio en Europa y Norteamérica en empresarios y políticos «progresistas” y «realistas», se transformaron en los más exitosos gerentes neoliberales impuestos con sangre y fuego al pueblo chileno, hace 50 años ya, el 11 de septiembre del 1973. Lo primero que hicieron ellos al llegar al poder fue ahogar económicamente la prensa crítica e independiente, que milagrosamente sobrevivió en los últimos años del régimen militar. Luego, se dedicaron a limar con olvido las asperezas de la historia que, en realidad, fueron las cicatrices que aún hoy no se cierran. Olvidar para «no dividir» un país profundamente dividido desde aquellos 50 años. Repitiendo el mismo cuento pinochetista de la «reconciliación nacional», que es como la versión chilena de las recientes modas europeas de la «reconciliación» con los nazis. Lo que menos interesaba al Gobierno democrático era la memoria de los antiguos presos de Chacabuco ni de los cientos de otros centros de detención y de tortura a lo largo de todo el país. Tuvo que pasar más de una década desde el regreso de la democracia, para que la televisión y la radio chilena se atrevieran a transmitir las canciones de Víctor Jara, uno de los más importantes personajes de la cultura nacional, brutalmente asesinado en el estadio ‘Chile’ pocos días después del golpe.
Cada 11 de septiembre fue un día excepcional, pues cada año, políticos y presidentes de Chile, religiosamente, ponían flores al monumento de Allende, construido frente al palacio presidencial de La Moneda, por el escultor anti allendista Arturo Hevia, quien también había hecho otro monumento a un miembro de la Junta Militar.
Luego, todo esto se puso mucho peor. La memoria, y con ella la educación en Chile, quedó tan deteriorada, que dejó de ser una preocupación para el poder. Se hizo algo más terrible que la anterior política de olvido y silencio. Decidieron convertir al más grande de los chilenos, a Salvador Allende, al compañero presidente, en cómplice de su traición. Y, lamentablemente, no fue una infamia local provinciana. Ahora es un proyecto planetario, tan global como el neoliberalismo, estrenado en el laboratorio chileno.
Se hizo márketing la imagen de un presidente demócrata, políticamente impecable, como una antítesis a la «izquierda violenta», a la de la lucha de clases, a la de las revoluciones armadas, etc. Igual que con el Che, que fue convertido por el capitalismo en una imagen para camisetas, la figura de Salvador Allende hoy es presentada por el poder como un santo inmaculado de la «izquierda correcta», la de heroicos gestos suicidas, la que no se sale de los márgenes constitucionales, la de la cínica, violenta y manipuladora seudo democracia del poder.
A toda costa nos quieren hacer olvidar que Allende, primero que nada, fue un revolucionario. Que la lucha principal de toda su vida fue contra el capitalismo, que él creía en la lucha de clases desde una postura del marxismo más radical y más duro. Estoy absolutamente seguro de que a Allende, conocido por su orgullo y mal genio, le molestaría enormemente la actitud de muchos actuales ‘allendistas’ que hoy se publicitan posando sobre su tumba para seguir participando de la gran mentira dirigida y financiada por las grandes corporaciones, las mismas que hace 50 años organizaron el crimen de Estado que acabó con la democracia chilena. Salvador Allende nunca fue un inofensivo y temeroso reformista, preocupado por los buenos modales o por no ofender a nadie, como lo dibujan sus peores enemigos disfrazados de sus amigos. Lo de él fue algo mucho más complejo y difícil: ser un hombre de honor y de palabra, enfrentándose a solas, mucho más allá de su Partido Socialista, que lo traicionó cuando aún estaba vivo, contra el imperio del norte, que estaba haciendo a su Gobierno exactamente lo mismo que le hace hoy a Cuba, a Venezuela, a Nicaragua, a Irán, a Rusia y a todos los que no sigan sus reglas. A diferencia de varios de los que hoy se dicen ‘allendistas’, Allende no fue gerente de ninguna transnacional. Todo lo contrario, él le devolvió al pueblo chileno su principal riqueza, el cobre, y así firmó su condena.
Me molesta enormemente escuchar de todos los renegados, oportunistas y ‘demócratas’ de América Latina, Europa y Rusia, que ellos «admiran al presidente Allende». Es muy impresionante el Museo de la Memoria y Derechos Humanos de Santiago de Chile, construido durante el Gobierno de la socialista Michelle Bachelet. Entre miles de cosas valiosísimas y conmovedoras que testifican la bestialidad de la dictadura militar falta un elemento clave, la explicación, el porqué de lo sucedido. El museo está absolutamente despolitizado, como si tratar las violaciones a los Derechos Humanos pudiera separarse de los temas políticos y sociales. Así se está construyendo una memoria castrada, donde el mismo golpe militar se presenta como algo casi folclórico. El rol determinante de EE.UU. y de las grandes empresas extranjeras y chilenas en el Golpe, los manuales norteamericanos de las técnicas de tortura con la posterior desaparición de los prisioneros no están en la exposición, ni mucho menos en los manuales de historia.
Por eso, la gran conmemoración de los 50 años del golpe en Chile, actualmente gobernado por la derecha disfrazada de izquierda, la que reprime a los mapuches, la que es vanguardia de la campaña norteamericana contra los países independientes, a nivel oficial es un gigantesco espectáculo donde todos los oportunistas políticos tienen su tribuna y su tajada en esta nueva privatización de la tragedia chilena.
Suenan las carcajadas de Pinochet desde su tumba. Son 50 años en los que el pueblo de Chile sigue esperando justicia. Cientos de cuerpos de sus detenidos desaparecidos siguen esperando en tumbas secretas. Responsables y testigos, ya muy viejos y hasta muriendo, siguen manteniendo su pacto de silencio. El país sigue gobernado por los mismos que organizaron el golpe. Después de poner las flores a la tumba de Allende, este 11 de septiembre, una vez más, volverán a sus mansiones y, muy en privado, lejos de las cámaras, levantarán las copas de un buen vino tinto chileno, por Pinochet.