Los progresistas se han vuelto conservadores

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Lula Da Silva, Alberto Fernández y José Mujica. Tres exponentes de la “izquierda” de América del Sur que toleran e incluso defienden los “valores” de la sociedad capitalista que oprime a los más desposeídos de sus países. En la foto faltan otros como el colombiano Gustavo Petro.

 

Daniel Feierstein

* La propuesta política de fondo de los progresismos (en su programa y en la elección de sus representantes) es la de «mantener todo más o menos igual».

El ultraderechista argentino Javier Milei inició su primer discurso post-PASO (primarias obligatorias) enfatizando el «triunfo en la batalla cultural», un proceso iniciado antes de su irrupción en la política (yo lo ubicaría alrededor de 2012) y que, luego de presentaciones en 2019 (con Juan José Gómez Centurión y José Luis Espert) y en 2021 (con el propio Milei), ha cobrado fuerza mayúscula en las PASO 2023 con las fuerzas de Milei y Patricia Bullrich.

Esta referencia a la «batalla cultural» fue poco escuchada por los análisis que circulan, más interesados en la especulación política sobre los avatares del próximo voto en octubre.

Enfrascados en mesas de arena que se parecen a las de los economistas que vaticinan presagios que nunca se cumplen, los analistas políticos especulan sobre trasvasamientos de votos y comportamientos electorales. Al igual que los economistas, vuelven a pronosticar con sapiencia y seguridad fenómenos que luego no se constatan.

Quizás valga la pena dedicar algún minuto a reflexionar sobre las condiciones profundas que generan que un Milei o una Bullrich puedan usufructuar políticamente transformaciones de mediano plazo en el sentido común y conducir los malestares y/o las esperanzas del momento presente.

Los líderes políticos (Perón, Alfonsín, Menem, Kirchner) fueron tales por su capacidad de leer condiciones que ellos no producían. Parece que hemos renunciado a analizar dichas condiciones, enfrascados en la especulación meramente electoral.

La crisis de los progresismos realmente existentes

Hace ya unas décadas que los progresismos se han vuelto (en el mundo, en la región y en el país) cada vez más conservadores. Es significativo que en Argentina hayan ido cambiando sus significantes, aunque nunca en clave de transformación: victoria, todos, ahora patria. La voluntad de cambio fue apropiada hace tiempo por las fuerzas de la derecha, incluso en sus significantes.

La propuesta política de fondo de estos progresismos (en su programa y en la elección de sus representantes) es la de «mantener todo más o menos igual», sea por convicción, por posibilismo o porque «no da la correlación de fuerzas». Nada más conservador. La amenaza para convencer a su electorado de acompañarlos es, desde hace años, una campaña del miedo: «con el otro te va a ir peor».

Esto implica una minimización de los malestares reales que expresa la población: la inflación, la pérdida consecuente de poder adquisitivo del salario, los estragos de la inseguridad y el narco, la angustia proveniente de las transformaciones identitarias (en la masculinidad, en los lazos sociales, en las relaciones afectivas, en el ámbito de la educación o la salud, en el rol de las redes o la IA, etcétera).

Esa minimización viene acompañada de una limitación a la libertad de pensar. Quien ose apartarse de los dogmas (señalando el efecto nocivo de la inseguridad en barrios populares, el de la inflación en los salarios, el de la esencialización de las identidades o el de los escraches escolares en varones jóvenes) es rápidamente «cancelado» como «cómplice de la criminología mediática», como «quien le hace el juego a la derecha» o como arcaico representante del patriarcado o del colonialismo. El progresismo ya tiene todas las respuestas y no tolera que «la gente» no las comprenda.

Un conjunto de prácticas, otrora virtuosas, también han sido cuestionadas por el progresismo y fueron hegemonizadas por la derecha como la meritocracia (que aquel que se esfuerza más pueda acceder a una vida un poco mejor) o la necesidad de austeridad en los representantes políticos o la condena de la corrupción.

Los progresismos destacan la importancia de la salud y la educación públicas ante propuestas privatizadoras, al tiempo que continúan el ajuste en salud y educación (que ya lleva décadas). Mientras que la mayoría de los representantes políticos no conocen ni utilizan dichos espacios que luchan cotidianamente contra la degradación, solo con el amor y entrega de sus trabajadores mal pagos.

«Se nota mucho», dice el meme. Y eso que «se nota mucho» ha permitido el rápido y contundente avance de la derecha en la «batalla cultural», ya que le alcanza con iluminar las contradicciones.

Salir de la encerrona cortoplacista

Ocurra lo que ocurra en octubre, para incidir de modo real en el escenario político y en las correlaciones de fuerzas, se requiere disputar seriamente la batalla cultural. Y no hay modo de hacerlo sin comprender y revertir estas profundas contradicciones de los progresismos realmente existentes.

No se puede defender la salud y la educación públicas sin transformarlas y otorgarles presupuesto y calidad cuando se gobierna. No se puede pretender ser representante de los más humildes y excluidos viviendo con los lujos y privilegios de los más acomodados.

La apelación a la humana comprensión para quien decide resolver sus problemas apelando al delito común contra sus vecinos, igualmente pobres, se termina confundiendo con un mensaje en el que pareciera que da lo mismo el trabajo que el choreo, la solidaridad que el más cruel individualismo.

La derecha neofascista ha interpelado a tantas personas que sufren porque la mayoría de las otras fuerzas políticas no las están escuchando.

Los progresismos le piden paciencia a quien la está perdiendo. Porque las transformaciones nunca serían ahora, siempre quedan para mañana. Sea por la situación internacional, la pandemia, la sequía, la deuda o la culpa del adversario político. Del «ah, pero Macri» al «cuidado con Milei». Hoy no te toca, aguantá, defendé lo que tenemos.

La derecha neofascista vende odio, volar todo por los aires, vientos de cambio, «que se vayan todos y no quede ni uno solo», la misma consigna que las fuerzas de izquierda asumían con potencia en aquellos años que despedían al siglo XX y que reclamaban cambios, la consigna que alimentó la rebelión del 2001.

Si la derecha cosecha éxito tras éxito en la batalla cultural, quizás sea porque algunas de nuestras respuestas están equivocadas, algunos de nuestros presupuestos son erróneos, en algún momento debemos haber perdido el rumbo y abandonado la vocación por transformar la sociedad en una dirección de mayor justicia.

Para entender esto, necesitamos animarnos a pensar críticamente, a revisar aquellas verdades que damos por sentadas, a escuchar los malestares reales que nos está gritando este voto de protesta, a interpelar a quienes están sufriendo y darles una respuesta distinta a la manipulación del odio pero también distinta a la resignación posibilista.

Es difícil y requiere valentía identificar y reconocer los propios errores. Pero es condición de posibilidad de cualquier chance de dar una verdadera disputa cultural, de incidir en las vertiginosas transformaciones de la hegemonía que estamos viviendo.

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