Mujeres de ISIS: “Un día salí a la calle, vi gente colgada y lo entendí todo”

Cientos de viudas del Estado Islámico esperan su destino en campos de Siria.

 

Sonia Jeidari se describe como una chica de casa que conoció el verdadero islam con los amigos y en las redes sociales. Tenía 17 años cuando abandonó Treviso, una población italiana cerca de Venecia, y tomó un vuelo a Estambul, donde la esperaba su futuro marido: un tunecino que había conocido en Facebook. Meses más tarde vivía en Raqa, donde quedó embarazada de dos hijos. Su esposo fue asesinado hace un año por un dron, y a ella la delataron los contrabandistas, a quienes había pagado 4.000 dólares para huir a Turquía.

“Pensábamos que el Estado Islámico (EI) era el verdadero islam. Que era como en los vídeos, que ayudaba a la gente y a los niños. Pero después de tres meses nos dimos cuenta de que era lo contrario. Lo único igual era la manera de vestir y el niqab (velo integral)”, cuenta Sonia, hoy con 21 años, dentro de una de las tiendas que se levantan en un sector reservado para cientos de mujeres relacionadas con el EI y sus hijos en el campo de Ain Isa, a 40 kilómetros al norte de la ciudad de Raqa, liberada del EI en octubre pasado después de estar bajo su control durante cuatro años.

El campo del Estado Islámico, como se le conoce, está apartado del resto de los refugiados de este campo administrado con apoyo de la ONU donde viven al menos 5.000 desplazados. La mayoría tuvieron que huir de sus casas en Siria y en Irak a consecuencia de las persecuciones, de la violencia y de la destrucción que ocasionó el llamado califato, al que ellas apoyan. O apoyaban, según sea quien cuente la historia. “Querían que mi marido peleara con ellos, y si no peleas, te matan”, justifica Sonia para explicar por qué se decepcionó con el Estado Islámico.

“Matan porque sí”, reitera. Como muchas otras mujeres que aceptaron hablar para este reportaje, niega haber visto las matanzas y los asesinatos del EI antes de venir hasta aquí. Nunca las vio en televisión, al menos no hasta llegar a Siria. Y las que sí lo vieron pensaron que era propaganda de Occidente en su contra.

“Habíamos visto muchas cosas en la tele, pero no las creíamos. Queríamos nuestra religión en Siria”, argumenta Naual Hasani, francesa de 22 años que llegó a Siria en el 2016 en compañía de su marido y que, como Sonia, forma parte del grupo de europeas que han terminado en manos de las autoridades en los últimos meses, en un momento en que se estrecha el cerco al EI. También hay alemanas, danesas, rusas, turcas, azeríes, chechenas, saudíes, marroquíes, egipcias…

La única parte del cuerpo de Sonia que no está cubierta de negro son sus manos y sus ojos, que apenas se ven a través de las gafas que lleva puestas. No dispone de tiempo suficiente para atender a sus dos hijos, el último de un mes y medio, al que tuvo cuando ya se encontraba bajo la autoridad de las Fuerzas Democráticas Sirias, que con el apoyo de Estados Unidos y las fuerzas aliadas han liderado la batalla contra el Estado Islámico en esta parte de Siria. Las SDF, por sus siglas en inglés, están formadas por árabes y fuerzas kurdas que llevan años pe­lean­do en esta región.

Por el momento, sus gobiernos no las quieren. Están en estos campos mientras se decide su situación”, explica el portavoz del SDF en esta zona de Rojava, nombre que dan los kurdos a la región siria donde ellos son mayoría. La situación de estas mujeres, que no tienen cargos en su contra, es diferente a la de los hombres, que están en prisión mientras son investigados.

“Con la única persona que he hablado es con los kurdos; ellos fueron los que me hicieron preguntas, pero no he visto a ningún alemán”, explica Elina Frizler, una de las dos alemanas de este campo que, a diferencia de muchas otras que viajaron atraídas por la idea del EI, llegó a Siria en el 2012, antes de la expansión de este grupo en el escenario local. Su esposo, un alemán de origen turco, la convenció de viajar a Siria para ayudar a los huérfanos y luchar contra Bashar el Asad. Pero nada salió como lo planearon: ambos terminaron prisioneros y fueron pasando de grupo en grupo hasta acabar en Raqa. “Tengo miedo de que se lleven a mis ­niños a la cárcel y a que yo también termine en prisión”, dice Elina, que comparte esta preocupación con la mayoría de estas mujeres, asustadas por el futuro de sus hijos.

Muchos de estos niños y niñas que corren por las callejuelas de tierra, y que tratan de aliviar el calor en un pequeño lago, nacieron en Siria y no tienen nada que los identifique más allá del registro del califato. Sus padres, bajo la ley siria, son quienes les transfieren la nacionalidad. “¿Usted sabe qué van a hacer con nosotras? ¿Usted sabe qué va pasar con nuestros hijos?”, son las preguntas que repiten a los visitantes que se les acercan.

También es el interrogante habitual que les hacen a sus familias de origen, con las que se comunican por mensajes de texto a través de un celular que una asistente social les lleva cada cierto tiempo. Entre quienes quieren saber sobre su destino está una egipcia de 30 años, madre de cinco hijos, que pide casi llorando que no se publique su foto o su nombre. “Por Alá”, dice al explicar que su segundo esposo, tunecino, podría matarla si se entera. Fueron capturados cuando intentaban llegar a la provincia de Idlib. “No queríamos dejar Siria”, dice esta mujer que viajó hasta el país con su marido egipcio y tres de sus niños.

Al comienzo, la vida fue “normal”, explica Sonia Jeidari al reconstruir su vida. Los dos primeros meses fue separada de su esposo, tal como tenían que hacer todos los recién llegados. Él fue enviado a recibir entrenamiento, y a ella la destinaron a una casa donde vivían muchas mujeres llegadas de diferentes partes del mundo junto con sus hijos. “Francesas, americanas, alemanas, británicas, ma­rroquíes, belgas…”, enumera.

Más tarde los reunieron y les dieron un apartamento. Los dos trabajaban, rezaban y en el tiempo libre iban al parque o a restaurantes por la noche. “Estas eran cosas que todos podían hacer en Raqa, incluidos los locales”, justifica Sonia. Pero su versión es contradicha por la de muchos habitantes de esa ciudad, que aseguran que estas actividades sólo estaban permitidas a los integrantes del EI, los únicos que podían disfrutar de los pocos espacios de esparcimiento que había en la ciudad.

Su esposo administraba una escuela, hasta que un día le ordenaron unirse al frente. Y se negó. Desde entonces nada fue igual. Se quedaba siempre en casa, tenía miedo de que lo asesinaran, pero huir era casi imposible porque cada movimiento estaba controlado. Al final logró enviarlas a ella y a su hija a otra ciudad. Meses más tarde fue asesinado por un dron, una noche que se dejó el wifi encendido. Nunca ­supo que ella esperaba un segundo hijo.

Su historia y la versión que da de los hechos –siempre evitando las preguntas difíciles, tal como hacen el resto de las entrevistadas– no son diferentes a las de otras mujeres que se amontonan en estos campos. “Mi madre me dijo que cuando tuviera un hijo vería la vida diferente. Y tenía razón”, dice Naual, que explica que sólo se dio cuenta de que las cosas no eran como esperaba cuando nació su hijo.

Hasta entonces había sabido de los ataques terroristas de París, que sucedieron cuando ella estaba todavía en Francia, había visto morir gente en Idlib, la región por donde entró a Siria, y había pasado por muchas circunstancias difíciles junto con su esposo, pero fue el nacimiento de su hijo hace seis meses lo que la hizo ver las cosas de una manera diferente. “No era lo que queríamos, no queríamos un islam así. Allí vivía gente muy extraña, tenían un comportamiento extraño”, asegura.

Desde las pequeñas colinas que rodean el campo, varios hombres de las Fuerzas Democráticas Sirias las vigilan. Más que un ataque, temen revueltas entre ellas, que están divididas. Hay varios grupos, dicen, especialmente aquellas que todavía apoyan al Estado Islámico y las que dicen haberse distanciado. “Ellas dicen que soy apóstata, que no soy musulmana porque no llevo el niqab. Pero ser musulmana no es sólo eso”, explica Elina, la refugiada alemana, que cuenta cómo muchas veces hay enfrentamientos entre ellas. Elina forma parte del grupo que cubre su cabeza sólo con un hiyab o pañuelo. Fátima, como quiere hacerse llamar una marroquí que nos aborda, también pertenece al grupo que las que se han distanciado del EI. “Yo les digo a las otras que si creen tanto en lo que enseña Al Bagdadi, ¿por qué querían huir?”, dice. Huyó de casa a los 16 años y entró en Siria sola, convencida del islam verdadero que promovía el Estado Islámico y de las enseñanzas de su líder, Abu Bakr al Bagdadi. “Yo no me arrepiento de nada, no estoy pidiendo que nadie haga nada por mí, pero sólo puedo decir que fui naif, muy naif”, dice esta joven que reconoce que viene de una familia educada de Marruecos. Además del árabe y el francés, habla un inglés perfecto.

Su marido, otro marroquí al que conoció en Raqa en uno de esos salones comunales que habilitaban para que sus integrantes departieran, fue el que le abrió los ojos. Le contaba los asesinatos que le obligaban a cometer. Le mostraba vídeos. Pero al principio ella no le creía, estuvo a punto de denunciarlo y separarse de él. “Pero un día que salí a la calle y vi gente colgada lo entendí todo. Eso no tenía nada que ver con las enseñanzas del profeta Mahoma”.

Lo dice mirando seriamente a través del pequeño espacio que le deja el niqab. Habla claro, y desde el comienzo es fácil descubrir que es una mujer fuerte: se negó a tener hijos –“no era el lugar para tenerlos”– y a casarse por segunda vez después de quedar viuda. Algo que sólo muy pocos lograron hacer. “Si tengo la oportunidad, me dedicaré a contar la verdad de lo que son. Fui muy naif”, repite, al tiempo que se refiere a las mujeres que se han distanciado del Estado Islámico como “mi grupo”.

“Ellos decían que estaba bien dormir con una mujer a la fuerza. Nunca pude entender que tomaran esclavas sexuales”, explica Elina, que dice que una de las cosas que no comprendía del califato era el trato dado a las mujeres. Ella fue víctima de la violencia de su segundo esposo, un afgano con el que la engañaron para que se casara. Con él podría dejar Siria y viajar a Afganistán, le dijeron. “Querían premiarlo”, confiesa. Todo fue un infierno, la pegaba, la maltrataba. Espera no tener que verlo nunca más y poder separarse de él. “Esa vida no era para mí. Yo sé que el islam es diferente”, concluye.

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