Juanlu Gongález | REDH Argentina
Cuando Daniel Ortega volvió a la presidencia el 10 de enero de 2007, tras ganar las elecciones generales, encontró un país devastado por 16 años de gobiernos conservadores. Los servicios públicos estaban deteriorados por los sucesivos recortes presupuestarios o, simplemente habían desaparecido.
La sanidad, por ejemplo, se había privatizado, dejando indefensa y fuera del sistema a la inmensa mayoría de la población, especialmente a aquella con menos recursos. Las recetas neoliberales impulsadas desde Washington y puestas en práctica por sus pupilos locales al servicio del capital, habían despojado al estado de su papel como garante de la justicia social, como redistribuidor de riqueza y protector de la ciudadanía.
El Frente Sandinista de Liberación Nacional, con un programa basado en un drástico giro social, ganó claramente las elecciones ante una oposición fragmentada que, para el electorado, solo representaba el continuismo en beneficio de la clase oligárquica.
De inmediato, tras la victoria en las urnas, fue desplegando un ambicioso paquete de medidas para luchar contra la pobreza, coordinado por la entonces primera dama, Rosario Murillo. Las más conocidas fueron Vivienda Digna, Hambre Cero y Usura Cero que, poco a poco, fueron logrando sus objetivos y elevando la calidad de vida del pueblo nicaragüense, como jamás había ocurrido durante el periodo neoliberal.
Todo este escudo social forma parte de los distintos Ejes del Plan Nacional de Desarrollo Humano, muy ligado programáticamente a la doctrina del Frente Sandinista de Liberación Nacional y, a su vez, anclado en el ideario más profundo de Sandino, en una concatenación histórica que engarza desde los días del libertador hasta el presente más rabiosamente actual.
Así, en el último decenio, la pobreza se ha reducido 24 puntos, mientras que la pobreza extrema lo ha hecho en 14. Sin duda, las políticas solidarias implementadas por el sandinismo han sido especialmente exitosas y como tal lo reconoce el electorado en las prospecciones realizadas días atrás, que teme la vuelta al pasado si triunfase la oposición en las elecciones del 7 de noviembre.
Una crítica recurrente que suele hacerse a la izquierda desde las tribunas liberales es que no se ocupa de los guarismos macroeconómicos. Obviamente, las prioridades del buen gobierno han de estar focalizadas en las personas; sin embargo, los datos de crecimiento sostenido del país desmienten —una vez más— esta falaz acusación. La marcha de la economía desde 2007 hasta principios de 2018 fue realmente espectacular y única en la región.
No obstante, el intento de golpe de estado de abril de 2018 y la violencia desencadenada en las guarimbas (tranques), provocó un retraimiento de la economía que vino a solaparse con la crisis mundial creada por la pandemia del Covid-19. Pero, a pesar de todo, este año ya se pronostican crecimientos por encima del 5% (podría llegar al 7%) amparados en un Producto Interior Bruto que ha aumentado casi un 10% en el primer semestre del año, el mejor dato en 15 años.
Interpretando estos números, es normal que Estados Unidos sienta cómo sus planes de desestabilizar el país a través de la guerra económica, son absolutamente inútiles gracias a la perfecta imbricación entre el pueblo nicaragüense, sus instituciones y su gobierno.
Aun así, recientemente la administración Biden anunció lo que llamó «acciones de impacto» añadidas a la política de «máxima presión» impulsada desde la llegada del sandinismo al poder y admitió expresamente el fracaso de sus políticas coercitivas unilaterales. Tal es el respeto que la Casa Blanca demuestra por la democracia cuando no es funcional a sus intereses geopolíticos. Y es que el país centroamericano está bien pertrechado para resistir muchos tipos de sanciones externas, gracias a varias reformas emprendidas por el Frente en los últimos años.
Por un lado, dispone de una enorme tasa de soberanía alimentaria, que supone que más del 80% de los productos de los que se consumen en Nicaragua son originados dentro de su territorio, haciendo imposibles las hambrunas que EEUU gusta provocar en muchos de los países agredidos por no seguir sus designios o por utilizar los recursos naturales endógenos en beneficio de su población.
Por otro lado, conseguir un abastecimiento energético usando un 70% de energías renovables con fuentes internas, que proporciona al estado una capa de invulnerabilidad realmente apreciable en un contexto donde las guerras de IV generación, son la tónica más habitual en los ataques del imperio.
La amplia aceptación de las políticas en estos diez años de gobierno sandinista es otro factor a considerar y que trae de cabeza a los enemigos de Nicaragua. Pero no puede ser de otra manera. Daniel Ortega ha construido más de 20 hospitales, algunos de ellos verdaderas ciudades sanitarias, equipadas con la más moderna tecnología, en varios departamentos del país donde jamás habían contado con ningún equipamiento sanitario de calidad y donde su gente tenía que depender de Managua para cualquier tipo de intervención compleja.
Gratuidad y universalidad están ahora en el ADN del nuevo sistema de salud nicaragüense, para vergüenza de la ominosa etapa conservadora, cuando los recursos del país acababan ineludiblemente en cuentas norteamericanas. En educación la tendencia es similar. El estado, bajo la guía del sandinismo, ha recuperado la gratuidad en todos los niveles, desde el infantil al universitario. Se han construido centenares de nuevos centros educativos, dignificado la figura del profesorado y trabajado con ahínco en la mejora de su preparación. También se ha instaurado la merienda escolar para mejorar la nutrición infantil, combatir el absentismo y aumentar el rendimiento del alumnado.
Muchas regiones aisladas han visto cómo se incorporaban a las dinámicas del resto del país gracias a una notable actualización de la red eléctrica y viaria. Hoy Nicaragua puede presumir, así lo reconocen organismos internacionales independientes, de poseer el mejor sistema de carreteras de toda Centroamérica.
Sucede algo parecido con la seguridad ciudadana. Partiendo de situaciones de violencia endémica derivadas de la guerra de agresión contra Nicaragua, financiada y liderada por Estados Unidos en los años 80-90 del siglo pasado, las políticas de reconciliación nacional han convertido a la República en el país más seguro de toda la región, libre de narcotráfico y delincuencia organizada.
Y seguridad es sinónimo de progreso, bienestar y calidad de vida, porque crea las condiciones de estabilidad necesarias para que puedan ponerse en práctica exitosamente los proyectos económicos y sociales asumidos por la Revolución Sandinista.
Los logros conseguidos por el FSLN durante los recientes mandatos de Daniel Ortega, son innegables e incontestables. Las estadísticas oficiales de todo tipo de organismos internacionales están ahí para quien quiera verlas. Y no provienen precisamente de instituciones proclives a gobiernos revolucionarios y antiimperialistas como el sandinista, sino más bien al contrario.
El próximo día 7 se confrontarán dos formas de entender la cosa pública en Nicaragua. De un lado, tenemos a los partidos liberales, que pretenden poner el estado al servicio de las clases dominantes y las riquezas del país en manos de los intereses estadounidenses.
Por otro, tenemos al sandinismo, quienes creen que la política es un servicio al pueblo y van a seguir volcando todos los esfuerzos en lograr mayores cotas de justicia social, equidad y redistribución de la riqueza, sin dejar a nadie atrás y blindando un estado de bienestar que ningún gobierno posterior se atreva a desmantelar. En suma, tendremos en liza a un modelo neoliberal exclusivo frente a otro revolucionario inclusivo.
Durante los próximos días, seguramente oiremos auténticas barbaridades contra el presidente Ortega y el Frente Sandinista en los medios de comunicación corporativos más importantes del mundo. Los políticos de Estados Unidos y la Unión Europea harán lo propio. Como siempre, practican la injerencia en los asuntos internos de otros países y se inmiscuyen en todas las elecciones que pueden, intentando movilizar el voto —casi siempre con chantajes— hacia sus propios intereses.
Su plan es manchar unas elecciones plurales, transparentes y democráticas, para manchar un resultado que saben con seguridad que va a ser contrario a sus propósitos coloniales e imperiales. Pero los pueblos son soberanos y tienen la última palabra. Y, por si fuera poco, el pueblo nicaragüense posee una gran virtud muy temida por sus enemigos: la memoria.