Raúl Antonio Capote | Granma
* El odio es una herramienta política utilizada por los poderosos para dominar, es caldo de cultivo para la persecución y el genocidio.
Era octubre, comentarán las crónicas, y dirán que las principales ciudades del mundo amanecieron cubiertas de banderas israelíes; que las pantallas en las grandes avenidas presentaban imágenes de niños israelitas «secuestrados».
Las televisoras no se quedarán detrás en la avalancha de imágenes dantescas, sobre los acontecimientos en Israel y los «crímenes» de Hamás. Así le contarán los grandes medios al mundo lo que ha ocurrido en esa zona desde el pasado día 7.
No habrá una sola palabra de las causas del conflicto, que dura más de 75 años; ni una imagen de los niños palestinos asesinados ni de los bombardeos indiscriminados a la Franja de Gaza; nada del martirio de un pueblo condenado al exterminio, nada de los abusos de los ocupantes israelíes.
¿Quiénes levantan tantas oleadas de animadversión? ¿Cómo se logra que las personas aplaudan a los verdugos y condenen a las víctimas? Defender a Palestina significa ser acusado, de inmediato, de antisemita y terrorista.
Debemos tener en cuenta que el odio es una herramienta política utilizada por los poderosos para dominar, es caldo de cultivo para la persecución y el genocidio; el pueblo judío lo sufrió durante siglos, ese odio sembrado con habilidad en el inconsciente del pueblo alemán provocó el holocausto en el siglo XX.
Carlos Thiebaut, en su ensayo titulado Un odio que siempre nos acompañará, plantea: «El odio es una emoción, que puede ser manipulada –especialmente por demagogos–, y ha tenido históricamente gran poder movilizador».
Los nacionalsocialistas alemanes necesitaban un enemigo, el sionismo también. Ambos precisaban movilizar a sus pueblos contra un objetivo determinado, que justificara el uso de la fuerza, el despojo de los pueblos vecinos. Nada mejor que el odio para lograrlo.
Vivimos en un mundo en el que la libertad agoniza porque desaparece la verdad. Hemos sido testigos del accionar de los medios de desinformación masiva, perfectamente alineados con la narrativa del verdugo, o sería mejor afirmar de los verdugos, pues no debemos dejar solo a Israel en el banquillo de los acusados.
En esas condiciones el odio se convierte en algo tan cotidiano que parece natural. La rabia injustificada desfila y maldice, asesina con impunidad ante la mirada aterrada de unos pocos.
Todo vale. Las instituciones creadas para equilibrar los destinos del mundo callan o se comportan con timidez irresponsable.
Pero quienes guardan silencio cómplice deben saber que no hacer nada para defender a las víctimas del genocidio, los convierte en blancos de los homicidas: después vendrán por ellos.
El odio no es un sentimiento natural ni la verdad puede ser ocultada por mucho tiempo. Personas humildes, intelectuales, trabajadores, políticos honestos levantan sus voces para detener el nuevo holocausto.
Las imágenes de los niños, de las mujeres inmoladas al Moloch de la ambición, lograron romper el cerco comunicacional y llegaron al corazón de la gente.
Los abuelos contarán a sus nietos cómo el pueblo palestino hizo realidad sus sueños. Tenemos fe en que el amor moviliza más que el odio, es más profundo en los seres humanos; y tarde o temprano reverdece y se impone.