Fabrizio Casari
Normalmente, las noticias de Oriente Medio informan de ataques israelíes en territorio palestino. Esta vez, sorprendentemente para algunos, está ocurriendo lo contrario. Esta vez Gaza no se defiende, sino que ataca. Se cumplen 50 años de la guerra del Yom Kippur y los comandos de las brigadas Al Aqsa de Hamás entran por tierra y por aire, con misiles y con camionetas.
Es una operación repentina e inesperada, tanto que la vigilancia judía se ve desbordada y los comandos palestinos penetran profundamente y toman el control de algunas ciudades israelíes. En términos de amplitud, profundidad y eficacia, es probablemente la mayor operación militar palestina en territorio israelí.
La reacción de Tel Aviv es furibunda: aviones de combate despegan para el ataque terrestre y bombardean indiscriminadamente. Esto no es nada nuevo, por desgracia: les resulta habitual desencadenar ofensivas militares contra Gaza, dejando miles de palestinos muertos sobre el terreno cada vez.
El primer ministro israelí no se detendrá ahí; al contrario, aprovechará la oportunidad para asfixiar aún más a Gaza. Considera a Hamás y Palestina perdedores en un terreno virtual. Obnubilado por el acuerdo con Arabia Saudí, seguro por la condescendencia de la Casa Blanca y de la Unión Europea, confiando en la incapacidad de reacción de los palestinos, el gobierno ultraderechista de Tel Aviv cree haber cerrado para siempre la cuestión palestina e insiste en la ocupación militar y en la política de asentamientos judíos.
Desgraciadamente, no hay distinción, como en cualquier guerra, entre civiles y militares, entre oficinas gubernamentales y casas particulares, y la toma de rehenes da fe de ello. No tiene sentido contar agravios y muertes mutuas, porque la historia habla claro, pero la política sólo sabe contar entre vencedores y vencidos. Sin embargo, en esta lógica tan horrorosa como habitual, hay un hecho nuevo, a saber, el fin de la fantástica narración que veía a Israel impenetrable, a Tsahal imbatible, al Shin Beth implacable.
Tras las duras humillaciones militares proporcionadas por Hezbolá en el Líbano, ahora también Hamás se encarga de derribar por fin el mito de esta presumida Esparta del tercer milenio. Lo hace en el aniversario de la guerra perdida por los árabes y en vísperas de un acuerdo entre Ryad y Tel Aviv.
Uno se pregunta qué quiere conseguir Hamás, por qué lanza una operación militar que recibirá una durísima respuesta, dado que Netanyahu no espera otra cosa que acabar con Gaza de una vez por todas y, con la excusa de la guerra, distraer a los israelíes de la nefandad de su gobierno. Cabe preguntarse, como predice el método, cuál es el objetivo político que pretende alcanzar Hamás.
Son preguntas que en cualquier otro contexto internacional serían legítimas, inevitables incluso. Pero en Gaza, tras 75 años de guerra, ya no parecen tener mucho sentido. Porque uno se enfrenta a la desesperación por una situación intolerable que, como si estuviera sobre arenas movedizas, se hunde un poco más cada día que pasa.
El razonamiento político diría que los objetivos son políticos y todo el mundo se pregunta, ante este ataque, cuál podría ser la ventaja de los palestinos; es decir, de qué y cuánto apoyo podría gozar su causa. Se menciona el próximo acuerdo de paz entre Arabia Saudí e Israel en el que Gaza no tiene derecho a hablar o incluso a existir, como si la lectura suní-árabe de la cuestión palestina hubiera abdicado de las razones de buena vecindad con el Estado judío.
Se supone, por tanto, que la ofensiva militar palestina podría ser una demostración de que Gaza y los palestinos no son controlables por entendimientos políticos generados por encima de sus cabezas. Si éste era el objetivo de Hamas, puede decirse que se ha conseguido, porque la postura de Arabia Saudí contra Israel es muy dura: «Consideramos a Israel responsable de sus repetidas provocaciones y de la privación de derechos infligida a los palestinos». Lo que congela cualquier posible acuerdo entre el Estado sionista y la monarquía saudí.
En el ataque palestino, más allá de toda consideración política, existe una clara y fuerte responsabilidad política por parte del Occidente colectivo, que debe a Palestina 75 años de respuestas. Porque hay una cuestión profunda y no resuelta en la comunidad internacional, y se refiere a la libertad de maniobra del Estado de Israel.
Que es el único Estado del mundo sin fronteras definidas, porque son redibujadas cada año por la colonización forzosa de colonos judíos. Que ha convertido la Franja de Gaza en una inmensa prisión al aire libre, donde detiene a niños, lleva a cabo operaciones policiales arrasando edificios con bombardeos aéreos y cañones de tanques.
Es un Estado, el israelí, el que está exento de la obligación de respetar las normas y tratados que construyen los instrumentos jurídicos de la comunidad de naciones. Y no sólo hay Palestina en la conducta ilegal de Israel: invade a Líbano y bombardeando Siria, a la que ha robado los Altos del Golán.
Junto con su principal socio, Estados Unidos, viola en hecho y derecho todas las decisiones de Naciones Unidas, impide el acuerdo sobre el principio de dos pueblos y dos Estados porque no reconoce a Palestina, y mucho menos la soberanía sobre su territorio y cree que la solución al problema palestino es su extinción gradual.
A falta de aplicación del derecho internacional, sólo hay tres opciones para los palestinos: una ciudad-prisión al aire libre come Gaza, un campo de refugiados o la diáspora. Así prevalece la desolación de quienes ven que toda herramienta diplomática es siempre inútil, que aceptan muchos compromisos, pero nunca obtienen ni un metro de tierra ni un céntimo más en derechos, que ven alejarse cada vez más el sueño de un Estado que dé valor a la Nación Palestina.
Enfrentada a un destino sin esperanza, decide entonces tomar las armas, no importa cuál sea el precio a pagar, porque en el marco general que pone al justo bajo el talón de la fuerza y consigna el Derecho a la intimidación, está cansada de jugar siempre sólo el papel de blanco predeterminado. La idea de un reequilibrio militar, por limitado que sea, parece estar ganando terreno entre los palestinos; de querer indicar a Israel que el tiempo de los tanques contra los niños armados con tirachinas ha terminado.
Sobre el telón de fondo de una crisis que no empezó ayer, sino hace 75 años, y que cuenta por centenares de miles los muertos palestinos, emerge la manifiesta inutilidad de los organismos internacionales llamados a velar por el respeto de la ley. En primer lugar, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a estas alturas un simulacro de la comunidad internacional que se supone debe garantizar.
En su pomposa retórica, que pretende cubrir el vacío de la falta de iniciativa, las Naciones Unidas no sólo recuerdan la crisis de su papel, sino también la transición que tuvo lugar hace más de 20 años entre un mundo regido por el equilibrio de fuerzas y la disuasión mutua. Un mundo gobernado desde 1991 por un mando unipolar, dotado de un pensamiento único y con una lectura del derecho internacional como elemento caduco, desquiciado por el poderío militar y económico de un imperio global.
La nueva guerra no cambiará mucho los alineamientos internacionales, y menos aún las miserables vidas de quienes, como los palestinos, se ven obligados bajo un régimen humillante y opresivo a sobrevivir en un territorio que ahora está destinado a un papel de reclusión. La cuestión palestina está ahí, esperando a ser abordada y resuelta.
El sueño de todo palestino de poder llevar y exhibir un pasaporte con el Estado de Palestina escrito en él, es un punto de honor y un derecho, como por supuesto lo es la soberanía sobre su territorio. La paz no está ni puede estar en juego si uno está bajo ocupación militar, si uno es asesinado, bombardeado, detenido, si sus casas son destruidas y si se le niega el acceso al agua.
Es necesario un cambio de ritmo, es imperativo poner bajo la égida de un organismo internacional un plan de paz equilibrado y razonable, dando un alto a la violencia y que ponga bajo las alas protectoras de la comunidad internacional los derechos y deberes de cada protagonista. La paz no es una premisa, sino la consecuencia de un acuerdo que puede y debe ser defendido por toda la comunidad internacional.
Debe garantizarse el nacimiento del Estado palestino, imponer el reconocimiento mutuo, necesario para el establecimiento de relaciones de vecindad, y que se pueda contar con una fuerza de interposición militar de la ONU para garantizar el cumplimiento del acuerdo. De aquí, del reconocimiento mutuo y del derecho compartido, puede nacer la paz. Sin ello, como mucho cabe esperar una tregua, tan breve como inútil.