Ociel Alí López | RT
Al enigma que siempre representa el presidente electo Donald Trump, y las dudas de hasta dónde llegará en su radical voluntad de poder, ahora se suma algo inédito en su carrera política, que es tener el control del Senado, muy probablemente de la Cámara de Representantes y a la vez tener un dominio dentro de su propio Partido Republicano, que ha venido siendo «saneado» de «antitrumpismo».
El pasado 5 de noviembre, el magnate logró un poder político que nunca tuvo mientras gobernó su primer período. Además de eso, Trump comenzará su gestión con una oposición claramente desorientada, totalmente eclipsada por el triste desempeño de la gestión Biden/Harris que provocó un deslave de más de diez millones de los electores demócratas, en comparación con las presidenciales de 2020.
Esa es la principal razón del triunfo de Trump, quien no aumentó su votación, pero mantuvo la misma cantidad de votos populares que cuando perdió en la elección de 2020. En esta ocasión, logró hacerse con la Presidencia y casi seguro con las dos cámaras del Congreso. Hecho que fue posible gracias a la abstención del electorado demócrata, producto sobre todo de la crisis económica que azotó a EE.UU. desde que comenzó el conflicto en Ucrania y que se fue profundizando durante el cuatrienio demócrata.
Es decir, una porción decisiva de electores dejó de apoyar al Partido Demócrata (PD), no se fue con la vicepresidenta Kamala Harris a pesar de todo lo que ella representa como mujer, afrodescendiente, trabajadora, hija de migrantes, pero tampoco se fue con Trump. Es una «masa crítica» que seguramente ya está siendo catalogada como «apática» y «alienada» por algunos dirigentes, más sin embargo es un sujeto que puede ser activo en el momento en que Trump comience a desarrollar políticas que interfieran sobre sus intereses.
Por esto, el líder conservador, quien posee cancha abierta para ejercer sus funciones, tendrá que tener mucho cuidado con no repetir sus errores del final de su primer mandato, especialmente de aquel fatídico 2020, cuando una rebelión popular develó a un EEUU prácticamente ingobernable, con saqueos por doquier y una situación de inestabilidad inédita llevada a cabo sobre todo por la minoría afrodescendiente, que se movilizó en rechazo de la represión policial. Eran los tiempos de la pandemia, y el negacionismo del entonces presidente trataba de desestimar los cientos de miles de muertes que el coronavirus infligía.
Ahora, en 2024, el segundo turno de Trump viene aderezado de una nueva situación que no solo sufre EEUU, sino el mundo y que tiene que ver con un descrédito del valor de la democracia. Digamos que, si después de los sucesos del Congreso en 2021 los seguidores de Trump no reconocieron el holgado triunfo demócrata, ahora, en la reciente contienda, han sido importantes bases demócratas las que han dejado de creer en la institucionalidad y no han asistido a las urnas.
El liderazgo del Partido Demócrata ha reconocido su derrota, pero las bases se han hastiado de la política y del funcionamiento de la democracia estadounidense. Esta inapetencia política de importantes sectores no quiere decir que los mismos han dejado de participar en la vida pública. De hecho, han castigado a su propio partido y como ya lo hicieron en 2020, podrían tener una actuación relevante y convertirse en sujetos activos que se enfrenten en las calles o de diferentes formas contra las medidas que quiera implementar Donald Trump, ahora ungido de un poder que nunca tuvo.
Es decir, si bien Trump disfrutará tranquilamente su «luna de miel” donde podrá hacer anuncios sin oposición institucional, también tiene enfrente una «masa crítica» que en estas elecciones demostró que no cree en el Partido Demócrata existente, pero que tampoco cree en Trump.
Por ende, el tacto político del presidente electo será fundamental para mantener estas bases en una reserva pasiva o, por el contrario, para avivar la resistencia a su gestión, lo que ya se demostró tremendamente peligroso cuando en 2020 llevó el caos a las calles estadounidenses y en alguna ocasión obligó al presidente a refugiarse en su búnker en medio de las crecientes protestas.
Por su parte, la oposición, representada por el Partido Demócrata, tendrá dos opciones para contrastar a Trump: o espera pacientemente de sus errores, ya que ha demostrado saberlos cometer, o rediseña su estrategia política para volver a hablarle a su amplio electorado y conseguir una victoria en el medio término (2026) que pueda frenar las ambiciones de Trump.
¿El partido demócrata podrá frenar a Trump?
El famoso modelo «neoliberalismo progresista», llamado así por la intelectual de izquierdas, Nancy Fraser, diseñado por el PD para gobernar junto con las minorías y desde un estilo de vida que llamaron ‘Woke’ (‘despierto’, en español), es justamente el esquema que se ha visto desencajado en estas elecciones en las que no pudo hacerse con ninguno de los estados bisagras.
El gran reto, no solo del Partido Demócrata sino de buena parte de la izquierda mundial y la socialdemocracia, en medio del auge de la extrema derecha, es ahora volver a cocinar un nuevo eje de articulación con la olvidada «clase obrera» que ha sido sustituida por la alianza con minorías raciales, sexuales, etc. Esta es quizá una buena oportunidad para los sectores de izquierda de ese partido, como Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez (quienes no tuvieron tanto protagonismo en esta campaña), para intentar refundar las líneas programáticas del partido y volver a entrar en el corazón de la clase trabajadora, que se ha deslizado hacia el trumpismo.
Esto quiere decir que el PD no se puede sentar a esperar solamente los errores de Trump (o el resurgimiento del miedo a sus actuaciones que ha sido superado por el malestar económico) sino que va a tener que empezar a rediseñar sus estrategias, una vez que el estilo de vida ‘woke’ no es suficiente para mantener la unidad de sus seguidores. Necesita hacer un viraje importante en las posturas más neoliberales que han cooptado a su partido.
Por su parte, el presidente tiene la oportunidad de hegemonizar los sectores trabajadores si logra realzar la industria nacional y recupera una narrativa del EEUU poderoso, que se ha venido diluyendo en medio de las diatribas internas y el desconocimiento mutuo, propias de un país débil e impotente. Algo que estuvo lejos de lograr en su primera administración.
El consenso general es sobre la imprevisibilidad del nuevo protagonista. No parece ser lo suficiente comedido y humilde, menos con todo el poder acumulado, para aceptar sus errores del pasado. Volver a repetirlos puede generar una espiral de violencia interna que pueda acercar a EEUU a un callejón sin salida.
Hablamos de una lucha agónica en medio de escenarios indeterminados. La historia apenas comienza y durará, cuando menos, cuatro años más.