* El supremacismo estadounidense, que cada cuanto debe sacar el extremismo de su país, opera contra Venezuela bajo la creencia de que el chavismo debe ser exterminado física y políticamente. Una lata de aceite o una galleta es el correlato cultural del modelo de país que buscan imponer a los tiros.
Introducción y contexto
Durante la última semana, la «ayuda humanitaria» prometida por Estados Unidos en la figura de la USAID ha sido el eje central de la agenda política y de medios. Múltiples posicionamientos han derivado de esta última maniobra de Washington, la cual es planteada como el punto de inflexión definitivo del golpe de Estado en marcha que persigue la destrucción de la República Bolivariana de Venezuela.
El distanciamiento de la Cruz Roja Internacional por interpretar en esta acción rasgos de politización, pasando por el freno de mano de Elliott Abrams y el salto atrás posterior de Juan Guaidó, dejan sobre la mesa varios matices que obligan a pensar en un replanteamiento en caliente.
La retórica bélica impresa al principio ha dado paso a un relajamiento de las expectativas que se insuflaron al principio. Muestra de ello es la posición cambiante de Guaidó, que pasando de la narrativa de un nuevo «Día D» a una planificación por etapas y fases para una «ayuda selectiva» intenta calibrar los ánimos de la brigada de acoso del Team Bolton-Almagro.
Pero para quienes operan los controles del golpe en Washington, en la trama general del cambio de régimen contra Venezuela se van develando rasgos contradictorios que requieren de un reajuste. La «ayuda humanitaria» como elemento de ofensiva psicológica hacia la FANB a su vez converge, en una paradoja, con el trabajo de seducción y oferta de incentivos, como por ejemplo eliminar las sanciones, para lograr el desmembramiento de la FANB.
Dos estrategias, una marcada por el poder inteligente y otra por el paradigma de la diplomacia de las cañoneras, colisionan generando el efecto inverso al quiebre de la Unión Cívico-Militar. El primer balance de esta maniobra da puntos a favor de Venezuela, en tanto los obliga a repensar el próximo paso. Esta batalla contabiliza su puntaje en días y horas, no lo olvidemos.
Por instinto táctico parecieran haber optado por un cambio en las prioridades, jugando a la recomposición de su ofensiva política utilizando las cartas más pesadas. Sacando el tema humanitario del primer puesto en cartelera por unos días, Mike Pompeo reorientó las prioridades narrativas del conflicto hacia la necesidad de intervenir por la «presencia de Hezbolá» en suelo venezolano, en una abierta preparación emocional del público estadounidense para justificar una acción militar.
Acto seguido se trasladó esa retórica al Senado de Estados Unidos mediante Marco Rubio, el gestor del mes, donde republicanos y demócratas se enfrentaron por una resolución a favor del golpe en Venezuela que contemplara la «opción militar». Lo que culminó con un veto a esa variante por el lado demócrata, hizo necesario movilizar a Juan Guaidó para que impusiera una opinión a favor de los cuatros jinetes de la guerra contra Venezuela: Rubio, Pompeo, Bolton, Pence.
El «Obama bananero» llamó a una intervención directa, colocando los camiones humanitarios de Cúcuta en una escala de importancia inferior a la de la confrontación bélica total.
El progreso de estos movimientos indica, en primer lugar, que la opción militar se empuja con la misma fuerza con la que sus patrocinantes en el establishment estadounidense la desean aplicar; también, que a medida que aumente la cota de la resistencia venezolana, Washington llevará al límite sus recursos de fuerza, y en consecuencia, sus costos políticos y económicos.
Voluntad Popular C.A.
Pero mientras Rubio, Pompeo y Bolton en la esfera de los medios suben y bajan los decibeles, cambian los ritmos y rotan las vocerías de acuerdo a un reajuste estratégico de la agresión, en la frontera la maniobra de la intervención humanitaria sigue ensamblándose con ribetes de revolución de color a escala fronteriza y «humanitaria».
Un reaparecido Lester Toledo tomó la palabra en un evento en Cúcuta hace pocos días, con cajas de la USAID detrás de él, para ratificar que es Voluntad Popular el nombre de aquel fideicomiso que oficializó John Bolton, donde deberá caer el dinero que emana del saqueo petrolero y las futuras deudas.
El Diario La Opinión de Cúcuta pasa revista al detalle de los últimos movimientos en Cúcuta. Toledo, utilizando un lenguaje con tintes pornográficos, afirmaba a nombre de la USAID: «Esto lo vamos a meter pase lo que pase y cueste lo que cueste, porque Venezuela es un pueblo que está dispuesto a ser libre». Queda a la interpretación de los expertos en lingüística si algo que te meten coincide con sentirse libre.
En el evento lo acompañó el embajador de Estados Unidos en Colombia, Kevin Whitaker, quien afirmó en su derecho de palabra que «el alivio ya llegó», en coincidencia con la narrativa falsamente compasiva de sus mejores amigos en Venezuela: la ultraderecha representada en María Corina Machado y el Leopoldo Fútbol Club de Voluntad Popular.
La presencia de Míster Kevin allí narra que la alianza entre los cuatro jinetes de Washington y Voluntad Popular se encuentra en un nivel de compromiso gerencial sellado por la plata. Para ellos dos, el juego es también de suma cero. Demasiados millones en juego como para pensar en cambiar las relaciones de lealtad.
Dicha actividad, en la que también coincidió Juan Manuel Olivares de Primero Justicia y Gabriela Arellano de Voluntad Popular, se desarrolló en un galpón en Cúcuta cerca del puente Tienditas, donde la siguiente imagen describe el próximo movimiento en el frente de la intervención: bomberos y policías de Cúcuta, junto a personas vestidas de blanco bajo el nombre de «Coalición de Ayuda y Libertad», componen el acto performativo de un movimiento civil de laboratorio en proceso de formación. Básicamente, para que haga de escudero a un probable movimiento más pesado en cuanto a violencia profesional.
Esto lo confirma el tratamiento simbólico. Varios portales colombianos y venezolanos reseñaron «la protesta» de un grupo reducido de venezolanos cerca del puente Tienditas, quienes levantando pancartas pidiendo «Trump no nos abandones», complementaban el llamado a movilización social que hacía Lester Toledo más temprano junto al embajador estadounidense.
Continuando con la misma línea de acción que en la preparación del fallido magnicidio del pasado 4 de agosto, Colombia asume un rol de coordinación logística, esta vez con la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), que se hizo cargo de recibir la «ayuda humanitaria» y de ofrecer las condiciones para que Voluntad Popular opere del otro lado de la frontera. La maniobra va tomando la forma de una intervención multinacional.
Así, la sobreexposición informativa del puente Tienditas, entre otros, va configurando el paisaje de la próxima agresión contra Venezuela, la cual probablemente buscará provocar situaciones de violencia que desencadene lo que la Administración Trump desea. Las ventajas de la frontera colombo-venezolana como base de desestabilización, por su fragilidad y dependencia a las economías sumergidas, son las ventajas operacionales del plan de la intervención militar.
De acuerdo al grado de improvisación que delata la estrategia estadounidense, es difícil proyectar el disparador del gran momento «anti-muro de Berlín» en el puente Tienditas, una imagen de ambición civilizatoria en el que los neocons Bolton, Abrams y Brownfield quieren protagonizar el papel Superman. El disenso de la Unión Europea a la política de asfixia financiera y pillaje sobre Venezuela que encabeza Washington podría dar paso a ese hecho de conmoción tan buscado en la frontera.
Racismo y humillación: la construcción ideológica de la «ayuda humanitaria»
El presidente Nicolás Maduro ha tildado a la «ayuda humanitaria» como un show. Y es que la cartelización y magnificación propagandística, al ser contrastada con las estadísticas que se comienzan a exponer, no se corresponde con las expectativas generadas al principio.
Según la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo, el acopio de productos en Cúcuta alcanza para cubrir la alimentación de 5 mil venezolanos por 10 días. Entre otros insumos alimenticios y farmacéuticos aún no especificados ni verificados por ningún ente multilateral de confianza, el rango de atención no supera la cifra anterior de venezolanos, aunque aseguran que las «raciones» serán suficientes para 90 días.
Una rápida comparación con el programa de protección social del gobierno venezolano, el cual atiende a 18 millones de personas mensualmente entre cajas CLAP y bonos del Carnet de la Patria, deja la operación de marketing de la USAID en desventaja en términos de su presentación como «salvadores» ante la opinión pública.
Hace algunos días el infomercenario Casto Ocando le presentaba a Leopoldo Castillo en su programa de televisión en Miami, los productos deshidratados que envía la USAID a zonas en conflicto y que también se trasladarían a Venezuela. La imagen generó el efecto adverso al que perseguía en tanto la solución prometida se ve peor al actual estado de cosas en el país.
Pero los productos USAID son también el correlato simbólico de la intervención contra Venezuela y de la retórica asesina de los jinetes de Washington. Es el uso del arma de destrucción masiva de las sanciones económicas (que empezaron en 2015) como paso previo para erigir una nación dependiente a la «ayuda humanitaria».
Así remarcan la supuesta superioridad biológica y cultural que le da sustento a la «raza elegida» estadounidense por sobre «razas inferiores» en los países que deciden atacar, donde las raciones de la USAID y la compasión estadounidense se vuelven un mecanismo para consolidar la esclavitud del «Tercer Mundo».
El paradigma de esta operación en curso contra Venezuela es Irak; 10 años antes de la intervención estadounidense había pasado por el castigo de sanciones económicas que destruyeron su aparato productivo, la moneda y un sistema de seguridad social referencia para los países de Medio Oriente. En Venezuela intentan aplicar este mismo razonamiento, en el que las sanciones, los embargos, el bloqueo a la importación de productos básicos para una subsistencia mínima, provocan casi la misma carga destructiva que una campaña de bombardeos.
Asciende a 23 mil millones de dólares el robo a los activos petroleros de la nación y el bloqueo a las cuentas en el extranjero para adquirir medicinas y alimentos por parte del gobierno venezolano, colocando en peligro miles de vidas y agudizando la descomposición de un sistema de abastecimiento local que sólo funciona bajo el esquema Cadivi de dólares subsidiados.
En tal sentido, la «ayuda humanitaria» es, al mismo tiempo, la culminación de un proceso de destrucción sistemática de la economía venezolana y un premio de consolación que sólo reafirma la dependencia como economía periférica de Estados Unidos.
Una mirada de sus productos, especificados en su página web, da cuenta de que la política de ocupación estadounidense persigue la consolidación de patrones de consumo dependientes del agronegocio gringo, como también un cambio en el imaginario colectivo donde el acto de comer implique competir por raciones.
El paisaje de estos productos va desde barras energéticas, latas de aceite vegetal, sacos de papas deshidratadas y habas de soya, entre otros productos ajenos a la mesa del venezolano, que simulan la dieta de un campo de concentración alimentado por Monsanto.
Igualmente, cada producto reúne aspectos simbólicos que dibujan la «ayuda humanitaria» como una práctica racista. No sólo porque son niños africanos quienes componen todo marketing publicitario de la USAID, sino porque en la propia presentación de los productos está presente la animalización cultural del consumo de alimentos.
La forma en la que están dibujados es suficiente evidencia para examinar cómo Occidente tira sus sobras en los países periféricos que han sido asfixiados por el neoliberalismo, define su línea de vida en meses mientras exista la «ayuda» y construye una sociedad basada en la dependencia, despojándola de los medios propios para garantizar su existencia.
La construcción ideológica de la «República Bananera» retorna en el siglo XXI para reeditar una estratificación de la sociedad latinoamericana basada en el prejucio de que hay países inviables que deben ser tutelados en todos los ámbitos.
Haití, Somalia e Irak son casos testigos de cómo la «ayuda humanitaria» se potencia el canibalismo social, refuerza la dependencia, incentiva el saqueo y pone a funcionar a la sociedad en una lógica de sálvese quien pueda.
Por esa razón, mantener al Estado en debilidad mediante sanciones y conflictos armados importados es una maniobra consciente para gerenciar, con el instrumento de la «ayuda humanitaria», el saqueo de los recursos y el control cultural, alimentario y económico de sus poblaciones. Imponer el neoliberalismo y el individualismo como única relación social ante la destrucción de la soberanía y de la condición de ciudadanía. Lo que justifica el supremacismo estadounidense es justamente ese poder destructivo que entrelaza la destrucción de la guerra con la humillación del humanitarismo.
Esa es la doctrina que se aplica contra Venezuela empleando un severo bloqueo financiero que desarticula la vida económica en su totalidad, y al mismo tiempo, buscando la administración directa de todos los asuntos de la sociedad venezolana con un gobierno paralelo artificial.
Desde ahí, el metamensaje de la «ayuda humanitaria» radica en que la decisión de qué come la población y cuántos recursos petroleros puede administrar Venezuela autónomamente, lo decide Estados Unidos.
Pero esta lógica racista choca con sectores de la clase media venezolana que, al pedir intervención desde las redes sociales y acompañar a Juan Guaidó, creen estar un escalón por encima del chavismo.
Y justamente es lo contrario: mientras piensan que la intervención es el paso previo para convertirnos en la segunda Panamá del continente, Estados Unidos promete, en realidad, unas cuantas galletas, latas de aceite y sacos de soya como contrapartida a la entrega de los recursos naturales de la nación.
Para Trump y la doctrina de la «ayuda humanitaria», los sectores acomodados venezolanos merecen el mismo trato racista y humillante que dan en África y regiones precarizadas de Latinoamérica. Y está decidido a construir un muro para hacer física esa diferencia entre «ganadores» y «perdedores», entre «una raza superior» y otras «inferiores».
El supremacismo estadounidense, que cada cuanto debe sacar el extremismo de su país, opera contra Venezuela bajo la creencia de que el chavismo debe ser exterminado física y políticamente. Una lata de aceite o una galleta es el correlato cultural del modelo de país que buscan imponer a los tiros.