Javier Tolcachier
Desde hace algunos decenios viene creciendo el clamor por un ingreso básico garantizado, que permita asegurar condiciones suficientes de subsistencia a todo ser humano, con independencia de su condición y sin contraprestación alguna.
La idea encuentra sus lejanas raíces en los visionarios humanistas del Renacimiento Tomás Moro y Luis Vives, quienes plantearon la necesidad de prevenir el hurto y la carencia de sustento, aún para aquellos “que han disipado sus fortunas a través de un vivir disoluto, a través de los juegos, las rameras, el lujo excesivo, la gula y los juegos de azar… porque nadie debe morir de hambre”.
La justicia de tal afirmación continúa teniendo validez quinientos años después, en un mundo en el que más de 113 millones de personas experimentan inseguridad alimentaria aguda, 820 millones de personas pasan hambre y unos 2000 millones sufren su amenaza, según señala Naciones Unidas.
Tan sólo este hecho indudable justificaría el aserto sobre la imperiosa exigencia moral de instalar de inmediato un ingreso básico. Pero la idea de una vida digna, lejos de agotarse en la nuda necesidad del alimento, requiere la provisión de vestimenta, vivienda, salud, educación y múltiples servicios básicos. Todo lo cual se encuentra enumerado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la que no es trasladada sino muy lentamente por los Estados a derecho efectivo y continúa constituyendo un catálogo de aspiraciones colectivas.
El actual escenario de capitalismo especulativo y producción tecnologizada ha hecho desaparecer por completo la posibilidad de pleno empleo, llevando a amplias mayorías a la precarización laboral y a un entorno vital de incertidumbre y falta de derechos. “Más de 1400 millones de trabajadores viven en esa situación de precariedad”, señalaba la OIT ya en 2018, precisando que “Tres de cada cuatro personas en los países en desarrollo se ve afectada por el empleo vulnerable”.
La caída de la economía mundial generada por la pandemia virósica del COVID-19, hoy estimada en alrededor de un punto del PIB global afectará fuertemente a los países en desarrollo, en especial a aquellos dependientes del turismo y el comercio con China, los Estados Unidos y la Unión Europea.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) “estima una contracción del orden del 1,8% del producto interno bruto regional, lo que podría llevar a que el desempleo en la región suba en diez puntos porcentuales. Esto llevaría a que, de un total de 620 millones de habitantes, el número de pobres en la región suba de 185 a 220 millones de personas; en tanto que las personas en pobreza extrema podrían aumentar de 67,4 a 90 millones”.
Más allá de lo que demuestra el marco estructural y la urgencia coyuntural en relación a las necesidades de los sectores más postergados, una Renta Básica Universal sin distinciones conlleva otros adelantos difícilmente refutables.
Uno de ellos es brindar una mayor libertad de decisión a personas dependientes económicamente dentro de cada hogar, en su inmensa mayoría mujeres, pero también niños, ancianos o personas con alguna discapacidad.
Otro aspecto relevante es la posibilidad de reducir enormemente o acaso terminar con el trabajo infantil – que afecta en la actualidad a más de 150 millones de niños, de los cuales 73 millones realizan tareas peligrosas. Casi la mitad de estos niños tienen entre 5 y 11 años, según el informe “Estimaciones mundiales sobre el trabajo infantil” de la Organización Internacional del Trabajo.
Un ingreso asegurado permitiría fortalecer la formación personal y el despliegue de las capacidades creativas y vocacionales, colaborando no sólo con el desarrollo individual, sino potenciando el avance colectivo en numerosos campos.
El sudor de la frente propia… y ajena
El concepto de recibir una transferencia directa de carácter individual, suficiente, para todos y por el sólo hecho de existir, choca con prejuicios de fuerte arraigo, tales como el de suponer que uno debe hacer algo a cambio, es decir, ofrecer alguna contraprestación de carácter privado o social para poder hacerse acreedor a ello.
Habría que animarse a reflexionar si esta venta o alquiler de la propia vida a cambio de un salario, modalidad surgida en el transcurso de la Revolución Industrial y en la mayor parte de los casos insuficiente para vivir dignamente, no volatiliza en gran medida la posibilidad de ocupar este tiempo finito – recurso escaso de la vida humana- en otras tareas, impidiendo muchas veces seguir la propia vocación -nunca dictada por las leyes de la oferta y la demanda laboral- y si no dificulta incluso la posibilidad de actuar de manera voluntaria y desprendida, aun ejerciendo la misma ocupación.
La explotación de la mano de obra ajena sirvió en el período industrial para la formación de capital que luego se independizó parcialmente de la plusvalía extraída a los trabajadores/as (sudor de la frente ajena) para construir un planeta usurero, inexpugnable para las almas sensibles.
La idea de equiparar un trabajo individual (el sudor de la frente propia con el cual debe ganarse el diario pan) a una remuneración, no se sostiene estrictamente frente a la apreciación del quantum colectivo y la acumulación histórica en la creación de valor.
Mucho menos puede aceptarse que alguien deba trabajar creando riqueza, mientras los especuladores crean agujeros negros de pobreza, que engullen por completo todo el trabajo y con él, la existencia invertidas.
La dificultad en aceptar que todo ser humano, por el sólo hecho de estar vivo tiene derecho a existir dignamente y que es una responsabilidad colectiva asegurarlo, es heredada de creencias y momentos anteriores de la historia humana y aprovechada ayer como hoy por mezquinos intereses de apropiación para impedir una redistribución justa del bienestar material.
¿Dónde está el dinero para repartir?
En el debate actual, los activistas de la Renta Básica Universal señalan como posibles fuentes efectivas de financiación, la necesidad de gravar con mayores impuestos a las grandes fortunas, impedir la evasión, elusión y fuga a paraísos fiscales o derivar partidas presupuestarias hoy despilfarradas en armamento.
Tan sólo un breve repaso del dinero escamoteado a los fiscos nacionales a través de maniobras –alrededor de un tercio del PBI mundial según un informe en 2012 de Expertos de la Red por la Justicia Fiscal (Tax Justice Network) o la revisión del gasto armamentista mundial, que representó en 2018 “un 2,1% del PIB mundial o 239 dólares por persona” hace balbucear a cualquier argumentación que niegue la posibilidad de garantizar una renta individual a todos los habitantes del planeta.
Más allá de su exigibilidad como derecho humano, las múltiples experiencias realizadas hasta ahora, aún bajo presupuestos y perspectivas disímiles, hablan de la viabilidad y las ventajas de instalar de inmediato un ingreso universal.
La única certeza es que los tiempos de crisis invitan a pensar, sentir y actuar de manera revolucionaria, el único modo de hacer avanzar la historia humana.