Tadeo Casterglione | PIA
Acabamos de presenciar la extinción de un estado moderno, laico y funcional a manos del injerencismo occidental. Siria, que alguna vez representó un faro de soberanía nacional en Oriente Medio, ha sido desgarrada por intereses foráneos, dando lugar a una fragmentación sin precedentes. El gobierno popular liderado por Bashar al-Asad, que integraba mayorías populares y protegía a las minorías étnicas y religiosas, ha caído tras años de guerra, dejando al país sumido en el caos.
La situación de los cristianos en Siria es un testimonio doloroso del desastre que se desarrolla. Desesperados y sin opciones, miles buscan refugio en las ciudades costeras de Latakia y Tartús, las últimas fortalezas libres de los grupos armados yihadistas que ahora dominan gran parte del país. Estas comunidades, que gozaron de protección bajo el gobierno de al-Asad, ahora enfrentan una amenaza existencial. Las iglesias, que alguna vez simbolizaron la rica diversidad religiosa de Siria, se han convertido en últimos bastiones de resistencia y esperanza para una población que lo ha perdido todo.
El caso de los cristianos sirios refleja un patrón repetido en otras partes de Oriente Medio. La caída de gobiernos populares que protegían a las minorías religiosas, como el de Saddam Hussein en Irak, ha llevado al éxodo masivo de comunidades enteras. En el Valle del Nínive, los cristianos caldeos pasaron de ser una población de más de 2 millones antes de 2003 a menos de 300,000 en la actualidad. Este drástico declive no solo representa una tragedia humana, sino también la pérdida de una herencia cultural milenaria que conectaba el presente con las raíces más antiguas del cristianismo.
La supervivencia de los cristianos en Siria depende en gran medida de la protección que puedan encontrar en regiones relativamente seguras como Latakia y Tartús. Sin embargo, estas ciudades están al borde del colapso debido a la presión de miles de desplazados internos que buscan refugio. La infraestructura está desbordada, los recursos son escasos y las comunidades locales, aunque solidarias, luchan por mantener un equilibrio entre la acogida y la sostenibilidad.
Los líderes eclesiásticos han hecho llamados urgentes a la comunidad internacional para proporcionar asistencia humanitaria y garantizar que estas poblaciones vulnerables no sean abandonadas. Defender el cristianismo en Siria no es solo una cuestión de fe, sino también de preservar una parte fundamental de la historia y la identidad del país. Los cristianos, al igual que los alauitas y chiíes, han sido un pilar en la diversidad cultural y religiosa que definió a Siria durante décadas.
Su desaparición sería una victoria para las fuerzas extremistas que buscan imponer una visión monolítica y excluyente de la sociedad. La comunidad internacional, y particularmente las naciones con raíces cristianas, tienen la responsabilidad moral de intervenir para evitar que Siria siga el camino de Irak, donde las comunidades cristianas fueron prácticamente aniquiladas tras la caída de su protector.
En un contexto global, la situación de los cristianos en Siria pone de relieve la fragilidad de las minorías en zonas de conflicto y la importancia de gobiernos fuertes y laicos que garanticen la igualdad de derechos para todos los ciudadanos. La destrucción del tejido social en Siria no solo afecta a los cristianos, sino también a todas las comunidades que alguna vez coexistieron pacíficamente bajo un gobierno que valoraba la diversidad. La fragmentación del país ha permitido que las fuerzas extremistas llenen el vacío, atacando deliberadamente a las minorías para consolidar su poder.
Además, el éxodo de cristianos y otras minorías hacia Latakia y Tartús plantea interrogantes sobre el futuro de Siria como nación. ¿Es posible reconstruir un estado funcional y cohesionado cuando tantas de sus comunidades han sido desplazadas o eliminadas? ¿Qué papel jugarán las zonas relativamente estables como Latakia y Tartús en el rediseño del mapa político y social de Siria? Estas preguntas no tienen respuestas fáciles, pero subrayan la urgencia del panorama actual y las consecuencias del mismo.
Ante este panorama de balcanización y el colapso del tejido estatal, la hipótesis de un estado alauita libre y popular emerge como una posible válvula de escape. Esta idea plantea la formación de un territorio autónomo en las regiones costeras de Siria, específicamente en Latakia y Tartús, que sirva como refugio para las comunidades alauitas, cristianas y chiíes.
Estas regiones, tradicionalmente bastiones del gobierno de Bashar al-Asad, no solo cuentan con una geografía estratégica que facilita su defensa, sino también con una población que comparte valores comunes de diversidad religiosa y resistencia al extremismo. El concepto de un estado alauita no es nuevo; ya en los años posteriores a la independencia de Siria, surgieron propuestas similares para proteger a esta minoría ante la hegemonía de las élites suníes. Sin embargo, el contexto actual lo convierte en una opción más realista y, quizás, inevitable.
La creación de un estado alauita podría garantizar la supervivencia de estas comunidades, proporcionando un espacio seguro donde puedan reconstruir sus vidas lejos del caos que domina el resto del país. Desde una perspectiva geopolítica, un estado alauita también podría convertirse en un baluarte contra la expansión de grupos extremistas en la región. Latakia y Tartús, con su acceso al Mediterráneo, ofrecen una ventaja estratégica no solo para la defensa, sino también para el comercio y la proyección de influencia.
Esto podría atraer el interés de potencias como Rusia, que ya mantiene una presencia militar significativa en Tartús, y busca estabilizar la región como parte de su estrategia para contrarrestar la influencia occidental. Sin embargo, la creación de un estado alauita no está exenta de desafíos. En primer lugar, la legitimidad de este nuevo estado sería cuestionada tanto a nivel interno como internacional.
Los grupos opositores podrían verlo como una continuación del gobierno de al-Asad, mientras que los actores internacionales, particularmente las potencias occidentales, podrían resistirse a cualquier cambio que fortalezca la posición de Rusia en la región.
Por otro lado, la creación de un estado alauita también podría tener implicaciones simbólicas profundas. Representaría un desafío directo al proceso de balcanización impulsado por las potencias occidentales y sus aliados en la región. En lugar de un territorio fragmentado y dominado por facciones extremistas, un estado alauita podría convertirse en un modelo de resistencia y reconstrucción, demostrando que es posible mantener la diversidad y la soberanía en medio del caos.
La desaparición del estado sirio bajo el liderazgo de Bashar al-Asad marca el fin de un legado que representaba uno de los últimos bastiones del socialismo baazista en Oriente Medio. Fundado sobre la ideología del Baaz, un movimiento político que combinaba elementos de socialismo, nacionalismo árabe y secularismo, Siria había logrado mantener durante décadas una posición de resistencia frente al imperialismo occidental y sus aliados regionales.
El partido Baaz, desde su fundación en los años 1940, se había propuesto construir estados árabes fuertes y autónomos, libres de la influencia colonial y neocolonial. Bajo esta premisa, Siria desarrolló un sistema económico mixto que nacionalizó sectores clave como la energía y la agricultura, promovió la educación y la salud públicas, y defendió los derechos de las minorías dentro de un marco secular.
Este modelo de gobernanza, aunque criticado por su centralización, permitió a Siria alcanzar niveles significativos de desarrollo humano y estabilidad interna en comparación con muchos de sus vecinos. Sin embargo, la estabilidad del estado baazista comenzó a erosionarse con la creciente presión internacional y los desafíos internos. La invasión ilegal de los Estados Unidos en contra de Irak en 2003 y la posterior destrucción del gobierno popular baazista de Saddam Hussein enviaron una señal clara a Damasco: Siria estaba en la mira de las potencias occidentales.
El ascenso de Bashar al-Asad al poder en el año 2000 trajo consigo intentos de reformas económicas y políticas, pero estas se vieron rápidamente socavadas por la injerencia extranjera, las sanciones económicas y la creciente influencia de actores regionales como Arabia Saudita y Turquía, interesados en desestabilizar del gobierno. Con el estallido de la guerra civil impuesta por occidente en 2011, el modelo baazista enfrentó su prueba más dura.
Las políticas de redistribución de riqueza, la defensa de la soberanía nacional y el carácter laico del estado se convirtieron en objetivos principales de los grupos armados respaldados por Occidente. La narrativa global promovida por los medios internacionales pintó al gobierno de al-Asad como un régimen opresivo, ignorando deliberadamente los logros sociales y la estabilidad que había proporcionado durante décadas.
A medida que el conflicto se intensificaba, el gobierno baazista perdió el control de grandes partes del territorio nacional, y con ello, el acceso a recursos vitales para la economía. Las regiones ricas en petróleo y agricultura, que alguna vez fueron el motor económico de Siria, cayeron en manos de grupos yihadistas y facciones kurdas, desangrando aún más al estado. Mientras tanto, las sanciones internacionales paralizaron las capacidades del gobierno para importar bienes esenciales, desde alimentos hasta medicinas, exacerbando la crisis humanitaria.
El colapso del estado baazista no solo representa la caída de un modelo político, sino también un cambio de era en Oriente Medio. Con Siria fragmentada y debilitada, el panorama geopolítico de la región se ha transformado radicalmente. Irán, Rusia y China como actores importantes en la región tendrán que recomponer sus posiciones y sus jugadas a nivel local.