Augusto Zamora Rodríguez
La visita de Xi Jinping a Moscú, en una fecha crepuscular para EEUU (se cumplían 20 años de la criminal invasión de Iraq), trajo a la memoria nuestra de pasados días una de las últimas reflexiones del exconsejero de Seguridad Nacional estadounidense, de impronunciable nombre, Zbigniew Brzezinski, poco tiempo antes de su muerte, en mayo de 2017. Trató sobre las relaciones entre Rusia y China. Recordaba el periodista Allison Graham una conversación con el ex consejero de seguridad, que recogió en estos términos: “Brzezinski decía que, al analizar las amenazas a los intereses de EEUU, el escenario más peligroso sería una gran coalición entre China y Rusia, unidas, no desde el punto de vista ideológico, sino por reclamos complementarios».
A esta reflexión se la llamó, andando el tiempo, «la pesadilla de Brzezinski”. Una coalición entre el país más extenso del mundo con el más poblado, ocupando ambos una extensión territorial que triplicaba la de EEUU, con una población que, entonces, quintuplicaba la de dicho país. Eso, en 2017. Si pudiera Brzezinski ver su preocupación con ojos de 2023, la pesadilla dejaría de serlo para convertirse en terror pánico (ese que sentían las ninfas al oír acercarse al lascivo dios Pan, que, además, gustaba aterrorizar a viajeros y necios).
En este año 2023 de Nuestro Señor (calendario gregoriano, de vigencia global), lo que era pesadilla se ha vuelto cruda realidad. Rusia y China, además de demostrar urbi et orbi su creciente alianza, lideran dos foros mundiales que están llamados a ser la espina dorsal del nuevo orden multipolar: la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y los BRICS, cuyo PIB -el de los BRICS-, supera ya al fementido G-7, haciendo ver con guarismos que lo multipolar ya está aquí. Además de esos guarismos (favor no confundir el significado del término, eh, pillines), el potencial industrial de China es superior a la suma de industrias de los miembros de la OTAN, mientras Rusia se ha erigido en la mayor potencia nuclear del planeta, por número de ojivas, pero, sobre todo, por sus nuevos armamentos, con los que EEUU ni siquiera sueña (hace escasos días se supo de los fallos en la prueba de un misil hipersónico estadounidense, mientras Rusia lleva años probándolos con éxito, y usándolos con más éxito en Ucrania).
Ciertamente, no hay una alianza militar oficial entre Rusia y China, pero tampoco es menester. Llegado el caso, imprudente sería excluir que ambas potencias decidan enfrentarse de consuno a EEUU y la OTAN+, es decir, la OTAN más Japón y Australia (y algunos otros que, de puro imbéciles, decidan morir por EEUU, caso de Filipinas o Corea del Sur). Demás está apuntar que, en Asia-Pacífico, la guerra sería, esencialmente, aeronaval, pues el territorio continental euroasiático está vetado a EEUU, tanto porque el peso de China es demoledor, como porque no habría forma de que EEUU pueda trasladar a millones de soldados (ni siquiera decenas de miles) desde su territorio a un teatro de operaciones terrestre en Asia.
A propósito del tema, el jefe del Cuerpo de Marines de EEUU, general David Berger, se quejaba, hace pocos días, en la revista Newsweek, de que el estado de preparación de la capacidad anfibia estadounidense “ha caído a su nivel más bajo en los últimos años, hasta un 35% menos de lo que se necesitaba para montar tres Grupos de Preparación Anfibios (ARG)” que puedan operar todo el tiempo. Para aclararnos, la capacidad anfibia se refiere al número de buques capaces de transportar fuerzas de apoyo y vehículos de mar a tierra, como las Unidades Expedicionarias de la Marina (MEU), imprescindibles para operaciones de desembarco y de comando. Según Berger, esta capacidad es crucial en el contexto del Pacífico, para poder enfrentar a China con éxito. El general de marines olvidó mencionar cómo esos buques podrían superar a los misiles chinos (y rusos), dada la lentitud de dichos buques.
Comprendiendo que el teatro de operaciones militares en Asia-Pacífico será esencialmente aeronaval, China, desde hace al menos una década, invierte el grueso de su presupuesto militar en crear una formidable flota -hoy por hoy, y mañana también, la más grande del mundo- y, por la misma razón, Rusia invierte masivamente en misiles y sistemas de misiles antimisiles, al punto que, hará un mes, el presidente Putin afirmó que Rusia fabrica más misiles que todo el resto del planeta junto, lo que son, no palabras mayores, sino lo siguiente. Si uno se toma la molestia de sumar el poder naval e industrial de China con el poder nuclear, misilístico y la capacidad del complejo militar-industrial de Rusia, puede predecir sin mayores dificultades quiénes ganarían una confrontación militar, sin necesidad de recurrir a los insalubres átomos. Las guerras las suelen ganar quienes más soldados y recursos tienen, y, en el presente caso, los guarismos -y no es invitación al vicio- cantan mejor que Farinelli.
Comentábamos en nuestro anterior escrito que EEUU es un caso único de imperio, pues llegó a donde ha llegado -hoy en vías de desalojo-, sin haber combatido nunca contra otra potencia equivalente. Señalaba también que esa inexperiencia ha marcado profundamente el modus operandi de EEUU, pues ignora totalmente los costos que conlleva ser y mantenerse como potencia imperial. Una de las tantas cosas que se aprenden de esos costos es medir la fuerza del adversario y el precio a pagar por una guerra. Los balances que se hacían determinaban las decisiones políticas de ir o no ir a una guerra. EEUU desconoce lo que es eso y esa misma ignorancia le ha llevado a otro hecho singular en una potencia de su magnitud: desde 1945, EEUU nunca ha ganado una guerra, por más empeños y recursos que pusiera en los envites. Empeño y recursos materiales, repetimos, porque no se prodiga en cuanto al recurso humano.
No es necesario hurgar en el fondo de los zapatos para encontrar el denominador común de ese rosario de derrotas. Para entender lo que queremos decir hay que recordar algunos episodios históricos, pretéritos y recientes, porque las cosas humanas se repiten como ecos de una pesadilla interminable (el mito del eterno retorno, en este caso, el no mito del retorno de la eterna estupidez). Roma construyó su imperio de 800 años con guerras interminables y múltiples tratados de alianza. En esos siglos tuvo victorias resonantes y también catastróficas derrotas, como la sufrida en el bosque de Teotoburgo, actual Alemania, en la que una coalición de tribus germanas masacró a tres legiones y cinco cohortes romanas, al mando de Publio Quintilio Varo. Se calcula que, en Teotoburgo, perecieron entre 20.000 y 30.000 soldados romanos. Aquel desastre determinó que Roma impusiera como límite a su expansión el río Rin y renunciara para siempre a extenderse hacia el este europeo. Al recibir la noticia, el emperador Augusto rasgó sus vestiduras y, cuentan, había noches en que deambulaba en palacio gritando “Varo, devuélveme mis legiones”. Napoleón, en la campaña de Rusia, malgastó casi medio millón de soldados, lo que fue el principio del fin de su imperio. En la batalla del Somme, en la Primera Guerra Mundial, los británicos perdieron a 50.000 hombres en un solo día de combates. En Kursk, en 1943, se enfrentaron cuatro millones de soldados, casi a partes iguales, soviéticos y alemanes. Esa batalla decidió el curso de la guerra y, a partir de la resonante victoria en Kursk, el Ejército Rojo fue una aplanadora camino a Berlín.
Retomemos ahora el hilo (y no el de Ariadna). No hay, en la historia de EEUU, ninguna gloria bélica que pueda parecerse a los episodios citados. Nada, nada, nada. No tiene, EEUU, batallas memoriosas que merezcan ser estudiadas en las escuelas militares (excepto las suyas, claro). Ninguna hazaña bélica de esas que marcan épocas, producen héroes y se hacen leyenda (como Aníbal cruzando los Alpes; Cortés y sus tlascaltecas en Tenochtitlán o el general Kutúzov arrastrando a Napoleón al pantano de Borodinó). El único episodio que se le podría aproximar es el inflado desembarco de Normandía, pero, bombos y propaganda aparte, dicho desembarco tuvo escaso impacto en el final de la II Guerra Mundial, pues, para entonces, el Ejército Rojo había desguazado al ejército alemán y avanzaba a marchas forzadas hacia Berlín. Por demás, EEUU, en Normandía, sufrió 6.500 bajas, cifra insignificante comparada con las bajas sufridas por los contendientes en las grandes batallas de esa guerra (Leningrado, Stalingrado, Kursk, Berlín…), que sumaban decenas de miles en una sola y aciaga jornada. Del papel de EEUU en la II Guerra Mundial dan fe las cifras de bajas militares. China tuvo 2.200.000 muertos; Alemania: 3.500.000; Japón: 1.219.000; la Unión Soviética, 7.500.000. EEUU, 405.399 muertos, de los cuales únicamente 291.557 soldados perecieron en los campos de batalla.
¿A dónde querremos llegar? A un hecho siempre determinante en las guerras, tan pródigas en la historia humana: las guerras las gana quien ocupa los territorios, no quienes simplemente los destruyen. Y los territorios solo pueden ser ocupados por soldados. Pero EEUU es un país profundamente reacio a sufrir grandes cantidades de bajas en las guerras, por lo cual no está dispuesto nunca a pagar el precio que exige una ocupación. Esa es la razón determinante de por qué no ha ganado ninguna guerra desde 1945. No hablamos de su tradición ‘gloriosa’ de invasiones a Granada (1983, 300 kilómetros cuadrados y 95.000 habitantes) o Panamá (1989, 75.500 kilómetros cuadrados y 2,4 millones de habitantes). Hablamos de guerras de verdad, en las que hay que poner vidas y más vidas.
No hablamos de esos países indefensos y atropellados, sino de guerras prolongadas en el tiempo, aunque los contendientes fueran inferiores en todo, menos en su capacidad de sacrificar vidas con tal de alzarse con la victoria: Corea, Vietnam, Afganistán, Iraq. Si nos vamos a las cifras (dejaremos los guarismos fuera, que más de algún lector, presumo, estará ya fuera de combate), se entenderá mejor la idea. En la guerra contra España, en 1898, EEUU tuvo 2.446 muertos y 1.662 heridos. En la guerra de Corea murieron 54.246 soldados, con 103.284 heridos. En Vietnam fue más duro: 90.220 muertos y 153.303 heridos. La Primera Guerra del Golfo fue casi anecdótica: 1.948 muertes y 467 heridos. La Segunda guerra del Golfo tampoco fue para llenar ríos de lágrimas: 4.431 soldados muertos. En Afganistán, tras veinte años de guerra, murieron 2.442 soldados estadounidenses. ¿Han agarrado la seña? A EEUU les hacen un puñado -pequeño, mediado, grande- de bajas y agarra su descomunal impedimenta bélica y desaparece del escenario. Si medimos su capacidad de aguante partiendo del número de bajas que puede resistir, diríamos que es boxeador de un round. Le meten seis y, como Charlot boxeador, se escuda detrás del juez y busca bajarse del ring.
Esta característica psicológica y social está profundamente imbuida en la psiquis del pueblo estadounidense, que, excepción hecha de la lejanísima guerra civil (1860-1865), ha visto las guerras de su país como películas de Hollywood, en escenarios lejanos y exóticos y, dato fundamental, eran guerras que nunca afectaban su territorio ni alteraban mayormente su andar cotidiano. Los estadounidenses carecen de memoria sobre los estragos terribles de las guerras porque nunca han padecido una y, por tanto, no tienen idea de lo que implicaría meter al país a un conflicto con China y Rusia. Ni siquiera la clase política ni la militar parecen capaces de hacerse una idea mínima de las consecuencias demoledoras de una guerra abierta con dos potencias, ya no equivalentes, sino superiores en ámbitos determinantes de la cosa militar.
Al carecer de memoria colectiva sobre los efectos de una guerra, la población estadounidense vive, en lo general, al margen de los debates políticos sobre ése y otros mil temas, algo más que comprensible en una sociedad atrozmente despolitizada y que, por su lejanía geográfica del resto del mundo, desconoce hasta la fatalidad lo que ocurre en este planeta. Ciertas cifras ayudan a aclarar esta no-visión del mundo. Sólo la mitad de estadounidenses ha viajado alguna vez al extranjero. La Oficina Nacional de Viajes y Turismo de EEUU indicó que, en 2016, el porcentaje de estadounidenses que viajó al exterior fue apenas un 3.5% de viajeros. De ellos, el 32% de turistas optaron por México, seguido de Canadá, Costa Rica y República Dominicana.
Pues bien, mis atlántidas y palinuros. Las guerras tienen causas externas y también internas y suelen generar debates en los países con memoria colectiva de guerras. En EEUU tal no hay. El establishment dominante decide por sí y ante sí, sin sentirse obligado a concurrir a debates públicos fuera de las paredes del Congreso; se mueven a su antojo sin temer manifestaciones callejeras -como las que ahora agitan Francia-, de forma que son fuerza ciega sin freno ni ataduras. Si las cosas siguen la deriva que llevan, las bombas empezarán a caer a un pueblo que no entenderá cómo y dónde se rompió el guion de Hollywood.
El 28 de junio de 1914, un extremista serbio asesinó al archiduque de Austria y a su esposa en Sarajevo. La noticia no causó mayor impacto en la población, tan así que el historiador Zbyněk Zeman escribió que el atentado «no provocó ninguna impresión en absoluto. El domingo y el lunes (días 28 y 29 de junio) las multitudes en Viena escucharon música y bebieron vino, como si nada hubiera sucedido». Los gobiernos, en cambio, se movieron de lleno a la colisión, que llevaban décadas preparando. El llamado periodo de “la paz armada” terminó en una guerra feroz e implacable entre cinco imperios europeos que nos han vendido como primera guerra mundial. Pero empezó sin que nadie fuera capaz de imaginar lo que provocaría. En fin. Estamos ya en Semana Santa y hay que llegar en condiciones adecuadas para los guarismos y algoritmos. Que la disfruten en olor a lo que toque, que, estamos seguros, no será a santidad. Pillines.