Carmen Parejo Rendón | RT
En 1992, Francis Fukuyama exponía su teoría sobre el fin de la historia y el triunfo definitivo del modelo liberal y de la hegemonía estadounidense tras su victoria en la Guerra Fría. Sin embargo, solo seis años después, a finales de 1998, vencía en las elecciones presidenciales de Venezuela Hugo Chávez Frías, reiniciándose con ello el ciclo de las luchas y del cuestionamiento de este modelo a nivel global.
El 14 de diciembre de 2004, auspiciado por Cuba y Venezuela, surgía la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), cuyo objetivo inicial era una alternativa a la integración regional dominada por los acuerdos de libre comercio bajo el auspicio y el control de Washington, en específico contra la implementación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) promovida por EEUU.
El ALCA fue una propuesta estadounidense en la Cumbre de las Américas de 1994 —en medio del apogeo de las tesis del ‘Fin de la historia’— y su objetivo era una zona de libre comercio entre todos los países americanos (excluyendo a Cuba), para eliminar todas las barreras comerciales y arancelarias. Buscaba la integración comercial sin control entre economías muy diferentes, reforzando el beneficio estadounidense y las relaciones de dependencia del resto de naciones hacia EEUU.
En esos años se integraron en el ALBA distintos gobiernos populares latinoamericanos como el de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua y Manuel Zelaya en Honduras.
Así, América Latina se convirtió en referente de una nueva pugna internacional que apuesta por la multipolaridad y se enfrenta de forma abierta al discurso triunfalista posguerra fría. Al mismo tiempo se destacaban los gobiernos progresistas de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, en Brasil o de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina. Y la creación de nuevos foros bajo estas nuevas premisas, incluyendo la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), formalizada en Caracas en 2011.
Sin embargo, este fenómeno no es exclusivo de América Latina. En 1993 se llevaron a cabo los Acuerdos de Oslo, que reflejaban este triunfalismo de la posguerra fría en el escenario de Asia occidental, fruto del éxito de las estrategias de división implementadas por EE.UU. en la región en la etapa final de la Guerra Fría.
De hecho, desde décadas antes estas estrategias habían buscado realinear los intereses de actores locales con los intereses estadounidenses. Así deben interpretarse la guerra impuesta Irak-Irán (1980-1988), que supuso la devastación de ambas naciones tanto a nivel demográfico como económico; o los Acuerdos de Camp David de 1978, que rompieron la unidad árabe en torno al apoyo a la causa palestina, subordinando a naciones destacadas como Egipto a los intereses y a las directrices estadounidenses.
Recién iniciado el siglo XXI, y en pleno furor de la supuesta «guerra contra el terrorismo», EEUU intervino militarmente tanto en Afganistán (2001-2021) como en Irak (2003), lo que le permitió instalar bases en esta región estratégica, el corazón continental que permitiría controlar el mundo, según las tesis de Halford John Mackinder. Esta región rica en hidrocarburos es, además, el punto central de conexión entre Europa y Asia.
El escenario de división inducida empezó a revertirse con el desarrollo del llamado Eje de la Resistencia que, aunque tiene su origen en torno a la década de los 80 del siglo XX, se consolidó sobre todo tras la guerra de 2006 en Líbano, en el contexto del conflicto armado en Siria en 2011 y la guerra por delegación de la coalición liderada por Arabia Saudita en Yemen en 2014.
Esta alianza —política, pero sobre todo militar— está siendo clave en el actual desarrollo de escalada en el conflicto palestino-israelí, dejando obsoletos todos los acuerdos triunfalistas posteriores a la Guerra Fría y estableciendo nuevos equilibrios en la región; cuestionando así, de nuevo, tanto el fin de la historia como la supuesta consolidación sin límites de la hegemonía estadounidense.
Situándonos en el escenario surgido de la desintegración de la URSS, en ese momento se produjeron tensiones regionales e incluso se habían favorecido choques fronterizos. Es ante este escenario que se conforma una nueva alianza regional y, en 1996, se crea el grupo de los Cinco de Shanghái (China, Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán), base sobre la que se fundará la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) en junio de 2001.
Inicialmente compuesta por China, Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán. A partir de 2017 se incluyeron India y Pakistán; y en 2023, se integró también la República Islámica de Irán. Este foro aborda tanto cuestiones de seguridad como de desarrollo y favorece un espacio sin interferencias que facilitan herramientas para sofocar posibles crisis regionales, generando una alternativa real al poder de influencia de los EEUU.
En este artículo he mencionado solo algunas de las alianzas que se están desarrollando a nivel internacional. Pero, además de Latinoamérica y Asia occidental, recientemente hemos asistido a la emergencia de un tercer escenario que se suma a la lucha por una segunda y verdadera independencia. En 2023, las autoridades de Burkina Faso, Níger y Mali anunciaron la creación de la Alianza de Estados del Sahel; y menos de un año después, el 6 de julio de 2024, se creó la Confederación de Estados del Sahel.
Su objetivo principal es la cooperación en defensa y seguridad: una alianza, en principio, de carácter militar, para hacer frente a una serie de amenazas a la seguridad compartidas, sobre todo por la presencia de elementos terroristas y desestabilizadores en la región; pero que, a su vez, comparte un sólido rechazo a la injerencia extranjera de las potencias occidentales.
Tanto al rechazo de estrategias específicas como la Alianza para el Sahel de 2017, auspiciada por Francia, Alemania y la Unión Europea, junto a otros socios como el Banco Mundial, el Banco Africano de Desarrollo y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), como de organizaciones teóricamente regionales como el G5-Sahel o la CEDEAO, que consideran son herramientas para la injerencia, el expolio de recursos y la condena al subdesarrollo de sus naciones.
Todas estas alianzas existentes, aunque heterogéneas a nivel organizativo o ideológico y pese a que reflejan en muchas ocasiones coyunturas regionales, comparten este cuestionamiento generalizado del orden global, que sin duda se ha cristalizado de una forma más amplia en la propuesta llevada a cabo por el grupo BRICS+, que para constituir una verdadera alternativa, deberá estar atento a los diversos focos de resistencia que afloran en el escenario. Una cosa está clara: la pugna geopolítica avanza y el Sur Global tiene cada vez más un protagonismo incuestionable.