Hugo Moldiz y Ernesto Reyes
Con la luz verde de la Casa Blanca, que no hace más que asegurar el rápido y buen traslado de su estrategia político-militar hacia territorio boliviano, el Gobierno de facto de Jeanine Añez se prepara con todo para responder con el recurso desproporcional de la fuerza represora a los más mínimos movimientos de resistencia popular que se den en ese país sudamericano, particularmente en los núcleos indígena campesinos leales a Evo Morales, quien fue desalojado del poder mediante un golpe de Estado el 10 de noviembre.
El modo como los golpistas bolivianos se han propuesto mantenerse en el gobierno, evitar la protesta social contra sus medidas anti-nacionales y seguir contando con el apoyo de amplias capas fascistizadas de la clase media, es por la vía de la represión concentrada y selectiva a la vez del movimiento campesino-indígena, que es el “sujeto histórico” que lideró el Proceso de Cambio.
Hay tres hechos –uno interno y dos externos- que confirman el modo de cómo el gobierno ilegítimo pretende avanzar en la línea estratégica de desmontar las bases materiales y simbólicas del Proceso de Cambio, así como las conquistas sociales logradas en el Estado Plurinacional.
El primero, de ninguna manera sorpresivo y el más importante respecto de los otros dos, es el pronunciamiento del presidente estadounidense Donald Trump, quién a través de su cuenta en Twitter, sostuvo en la tarde del martes 17: «Apoyamos a @JeanineAnez en Bolivia mientras trabaja para garantizar una transición democrática pacífica a través de elecciones libres. Denunciamos la violencia en curso y las que la provocan tanto en Bolivia como desde lejos. ¡Estados Unidos apoya a la gente de la región por la paz y la democracia!».
No es nada sorpresiva la posición del presidente estadounidense. Para decirlo claro, no es que Añez recibe el apoyo de EEUU a una línea propia, autónoma y nacional, sino es Trump quién respalda la política general de los golpistas que, a través de una senadora desconocida hasta antes de ser colocada como presidente, solo están materializando la estrategia estadounidense para América Latina en un país importante desde el punto de vista geopolítico en la subregión.
La estrategia, que recupera los aspectos positivos para los intereses imperiales de la Doctrina la Seguridad Nacional y de la Guerra de Baja Intensidad –desarrolladas en la región entre las décadas de los 60 y 80-, consiste en el despliegue de la “guerra total y permanente” contra todos los gobiernos y movimientos de izquierda y progresistas de América Latina, con el objetivo estratégico de “cerrarles el paso a todos los espacios legales e institucionales” que amenacen la hegemonía estadounidense y el orden establecido.
Esta estrategia se opera mediante la combinación de viejos y nuevos métodos de desestabilización, intervención y dominación conocidos en la historia de América Latina.
A diferencia de algunas interpretaciones parciales y erróneas de algunos ingenuos políticos e intelectuales progresistas, que llegaron a suponer que el poder duro (Hard power) había sido sustituido por el poder blando (Soft power), sobre todo en la llamada “era Obama”, la combinación de lo empleado antes y de lo incorporado en los últimos años, es la principal característica de la estrategia en curso.
Esos métodos van desde el uso, directo e indirecto, del componente militar (golpes de Estado e intervenciones directas) hasta los novedosos juicios políticos (lawfare) y noticias falsas (fake news), pasando por las ya conocidas sanciones y acciones internacionales a través de organismos como la OEA.
El segundo hecho es la promulgación del decreto supremo 4116 que hizo hace pocos días la auto-nombrada presidenta Añez, por el cual se autoriza al Ministerio de Defensa la adquisición, en el extranjero, de material bélico de uso militar. ¿Cómo justifica la compra el ministro de facto de Defensa?
La respuesta es como escuchar al mismo Trump: ““El país está amenazado, y el boliviano y la boliviana están amenazados permanentemente por gente del exterior armada, por narcoterroristas y por un expresidente (Evo Morales) que permanentemente está incitando al odio y la violencia, el terrorismo y la sedición. Debemos estar preparados para eso”.
Quiere decir, para no equivocarse, que la represión será la política general de este gobierno y se basará no en el uso legítimo de la fuerza policial, como encargada de mantener el orden público, a veces con excesos, sino en la participación de las Fuerzas Armadas.
Esto implica, al mismo tiempo, que las masacres de Sacaba y El Alto no habrán sido un hecho aislado, sino que se tiene previsto otras masacres donde sea necesario, para evitar la organización del descontento popular.
Ya las masacres de Sacaba (15 de noviembre) y Senkata, El Alto (21 de noviembre) se registraron producto de la acción combinada de policías y militares (a estos últimos se les garantizó mediante decreto estar exentos de procesos penales), con un saldo de más de 32 muertes y centenas de heridos, según da cuenta un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que visitó Bolivia en la segunda quincena del mismo mes.
Como ocurrió desde la mitad de la década de los 80 hasta fines de 2005, la represión como política general se concentrará, principalmente, en la región del Chapare y en base al discurso, característico de la estrategia estadounidense desde la caída de la URSS, del “terrorismo y el narcoterrorismo” con presencia externa.
El tercer hecho, en el que no vamos a profundizar ahora, es la peligrosa militarización de la política de defensa y seguridad de América Latina, como ya se aprecia en los casos de Ecuador, Colombia, Brasil y Bolivia. Este “retorno” de los militares a la escena política es uno de los efectos de la “guerra permanente y total” que EEUU impulsa hacia la región.