Fabián Escalante*
En abril del año en curso, los cintillos de los periódicos y medios informativos mundiales reportaron el estallido de una “revolución” en Nicaragua contra el gobierno del Frente Sandinista encabezado por el comandante Daniel Ortega.
Hasta entonces y por 11 años, el gobierno de ese país, legítimamente electo, en sufragios supervisados por organismos regionales, había ejecutado un amplio proyecto para reducir la pobreza, insalubridad y analfabetismo existente, también numerosos programas sociales en beneficio de la población rural y urbana. Carreteras, caminos, acueductos y un amplio sistema eléctrico fueron construidos y un sólido frente social, con la participación de los sindicatos, los empresarios y el Estado reguló las relaciones económicas y políticas entre ellos, priorizando el beneficio de los sectores pobres y desprotegidos del país.
La seguridad ciudadana proporcionada por una policía y un ejército (formados en la guerra librada contra el Imperio) han combatido sistemáticamente al tráfico de drogas y a las maras regionales, proporcionado una seguridad no existente en ninguno de los países del aérea y probablemente de otros confines del continente.
La diversidad de corrientes políticas y religiosas y una libertad de palabra y reunión, expresada en numerosos medios de prensa, televisivos y radiales, caracterizaron estos años de gobierno. En la Asamblea Nacional están representadas todas las corrientes políticas que obtuvieron el voto popular, las que aportaron al periodo trascurrido un balance necesario para el desarrollo económico sostenido que el país experimentó, materializado en el crecimiento del 4% anual del PIB.
Su pecado original, consistía en haber realizado una Revolución y defenderla victoriosamente. Estados Unidos y los reaccionarios locales jamás lo olvidarían. A finales del pasado siglo, una feroz y dramática guerra, asoló ese país de entonces solo 3,5 millones de habitantes, a un costo de 50 mil víctimas mortales y decenas de miles de heridos junto a la destrucción de su infraestructura socioeconómica. Tres gobiernos liberales arruinaron su economía y se robaron hasta los clavos y en el 2006 el FSLN ganó las elecciones con Daniel como Presidente y entonces los contrarrevolucionarios se replegaron, pero permanecieron en sus guaridas esperando cualquier oportunidad.
Por su parte, el Imperio trabajaba sigilosamente. Desde hacía varios años, la CIA y su brazo “legal” la Agencia Internacional para el Desarrollo, USAID por sus siglas en inglés, a través de organizaciones como la Fundación Nacional para la Democracia, NED, Freedom House, Fundación Heritage y el Instituto Albert Einstein, capacitaba cuadros y organizaba grupos dentro de varios sectores disidentes en la sociedad nicaragüense, con el objetivo de agredir, desacreditar y derrocar al gobierno sandinista, para mostrar al mundo y particularmente a nuestra América, que ser revolucionario es un pecado venial, al igual que actuar en beneficio de las grandes mayorías es un delito de lesa Humanidad.
En abril, el gobierno de Nicaragua, junto a la empresa privada y los sindicatos, a exigencias del Fondo Monetario Internacional, FMI, negociaba reformas al seguro social. La propuesta del FMI era elevar la edad jubilatoria, en una población cuyas expectativas de vida no alcanzan los 70 años, aumentar los aportes de trabajadores, empleadores, rebajar drásticamente las pensiones a los jubilados y eliminar los programas sociales.
La negociación dirigida por el gobierno y con la participación de los sindicatos y la empresa privada fue tensa, en tanto Nicaragua recibe numerosas ayudas de organismos internacionales y ello estaba amenazado. Finalmente, gracias a la habilidad empleada, se acordó con el FMI no cambiar la edad jubilatoria y realizar algunos ajustes a las contribuciones de la seguridad social. De manera que los trabajadores tendrían que contribuir al seguro con el 7% de su salario frente a un 6.25 actual, los empresarios con el 22.5%, sobrepasando el 19% anterior y a los jubilados se le rebajaría un 5% de sus pensiones para sus gastos médicos, que les serían compensados con bonos monetarios entregados por el gobierno para su beneficio.
Poco después, al publicarse el decreto correspondiente, estallaron los disturbios, que originalmente se concentrarían en Universidades y centros docentes, muchos de ellos privados, donde los subversivos aguardaban. Al percatarse del curso que tomaban los acontecimientos, el gobierno anuló el decreto y expresó su voluntad de negociar para encontrar otra alternativa, en tanto el mismo había sido el resultado de una negociación impuesta por el FMI, y Nicaragua recibe importantes financiamientos de organismos internacionales relacionados con la electricidad, el agua, la salud, la educación etc. que podía perder debido a la decisiva influencia del FMI en aquellas entidades.
Así fue como estallaron los disturbios, para los cuales ya estaban preparados la CIA y sus acólitos de la USAID. La asonada, con la ayuda de la contrarrevolución y alentada por sus medios informativos, sumado a una hábil manipulación de las redes sociales, se extendió rápidamente por el resto de la geografía, al igual que una epidemia. En tales circunstancias, la policía reaccionó en cumplimiento de sus deberes y los enfrentamientos iniciales se recrudecieron al aparecer armas caseras y otras convencionales, en manos de los “sublevados” que, como si se tratase de un plan maestro, comenzaron a colocar “tranques” de carreteras y vías de acceso en todo el país, para colapsar su economía.
Extrañamente, las exigencias opositoras nunca fueron sacar del poder con inmediatez a las autoridades establecidas, sino solicitar el adelanto de las elecciones presidenciales para el 2019, algo que movía a la reflexión. ¿Cuáles eran las razones?, podía preguntarse un observador. Solo una, la contrarrevolución no estaba preparada para asumir el poder, además, deseaba desgastar a las autoridades y desacreditarlos. No tenían programa, cohesión ni líderes capaces de gobernar.
Entonces, el gobierno apeló a la Iglesia Católica para que mediara, como “garante y testigo”, suponiendo que ellos actuarían de buena fe. La primera reunión, con la participación de Daniel y su ejecutivo fue el 23 de mayo y devino en show mediático armado bajo la mirada cómplice de los jerarcas de la Iglesia. Jóvenes desconocidos, empresarios adustos y renegados de vieja data, se lanzaron sobre la delegación gubernamental en una provocación monumental. El presidente Daniel tuvo que resistir insultos de todo tipo y con su conocida presencia de ánimo, capeó el temporal, para lograr en los días subsiguientes que la negociación no fracasara, acordándose la retirada de los tranques, imprescindible para el abastecimiento, propuesta por las autoridades y la retirada de la policía, acusada de abusos, exigida por la oposición, en todas las localidades, reclamo por cierto algo inaudito y sin precedentes.
El gobierno accedió a tal demanda tratando de evitar la confrontación y en la confianza de que la Iglesia, con su pretendida autoridad moral y sus aliados, reaccionarían positivamente, en tanto pensaban que ellos también deseaban una salida pacífica al conflicto creado, algo que no sucedió y los enfrentamientos escalaron, tal y como tenía previsto el “estado mayor” contrarrevolucionario.
Imaginémonos por un momento lo que significa retirar la policía en una ciudad cualquiera, en medio de pasiones desbordadas y estimuladas por todos los medios informativos y las redes sociales. Las confrontaciones se iniciaron y multiplicaron, las maras contratadas por los opositores y por interés propio se hicieron presentes en las calles y tranques, con el conocido saldo de muertos y heridos, de ambos lados.
Ataques a edificios públicos, estaciones radiales gubernamentales o sandinistas, asesinatos de militantes y policías, personas enardecidas bailando danzas de muerte sobre arboles de la vida, hombres quemados vivos y luego “subido” su suplicio a las redes, en fin, la sociedad se caotizó, mientras los “opositores” gritaban auxilio, como supuestas víctimas, con un fusil en las manos que disparaba a diestra y siniestra, invocando a la OEA, la ONU el “cartel de Lima” y todas las organizaciones internacionales, que entonces se consternaron, elevando el “grito al cielo” exigiendo medidas condenatorias contra los gobernantes nicaragüenses y hoy miran con indiferencia la crisis humanitaria provocada por el éxodo hondureño en pos del “sueño americano”.
El ambiente de la guerra de los años 80 rondaba las barricadas levantadas. El dinero corría a manos llenas para comprar mercenarios y asesinar y secuestrar a policías, sandinistas o simplemente sospechosos. No recuerdo haber visto o vivido circunstancias tan dramáticas en el seno de un pueblo noble, amable, afectuoso y cordial.
Al percatarse las autoridades que la Iglesia no era neutral, ni garante de nada, que varias de sus iglesias devinieron en cuarteles contrarrevolucionarios y que el objetivo perseguido por la oposición era un golpe de estado blando, recobraron las calles e impusieron el orden, deteniendo a los principales dirigentes y terroristas, que fueron puestos a la orden de los tribunales. Todo ello dentro de los marcos legales existentes y sin sacar al ejército de sus cuarteles.
Las calles volvieron lentamente a la normalidad y el pueblo sandinista en demostraciones populares masivas, apoyó a su gobierno y a sus dirigentes.
En el fragor de los enfrentamientos y el humo de los disparos, surgió la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, compuesta, según ellos mismos, por los principales grupos opositores, encabezados por el COSEP, es decir el Consejo de la Empresa Privada y la cúpula católica, y después, allá detrás, grupitos formados a última hora como el Movimiento 19 de abril, los anti canal y otros. Aquello era asombroso. Por primera vez en la historia de la humanidad los ricos y sus obispos, pretendían dirigir una “revolución popular”, qué paradoja.
*General de División(r) y ex Jefe de Servicios de Inteligencia de Cuba.