El pasado al que regresa Bolivia: Un país gobernado por EU, neonazis y narcos

Misión Verdad

Los últimos días del golpe en Bolivia están dejando ver, en buena parte gracias a la mediocridad de sus ejecutores, la costura del traje confeccionado para encubrir intereses de actores foráneos. El diseño sugiere que el cambio de régimen fue inspirado en patrones políticos de décadas anteriores.

Habría que remontarse a los años de los 70-80, cuando militares formados bajo la doctrina estadounidense, asaltaban el poder y se dedicaban a hacer sus negocios particulares bajo la fachada de las instituciones estatales.

De los hilos que hicieron el amarre, existe uno relacionado a las mafias del narcotráfico. No puede interpretarse de otra manera el intento de los medios internacionales por relacionar al depuesto presidente Evo Morales con el comercio ilegal de la cocaína.

Es un procedimiento de criminalización que guarda similitudes con acusaciones contra el gobierno de Venezuela, por colocar un ejemplo destacado de los países asediados en América Latina por una narrativa hecha a medida de los intereses geopolíticos de Washington. Ambos casos parecen partir de un mismo formato.

La persecución de los dirigentes políticos afines al Movimiento Al Socialismo (MAS), encontró buen suelo con el argumento del narcotráfico. Caso tras caso, el régimen golpista de Jeanine Áñez está armando un expediente contra la oposición política al golpe, incriminándolos en negocios ilícitos con la hoja de coca, en un país permeado cultural y económicamente por el uso de la planta.

El mito de «Evo narcotraficante»

En la Constitución del Estado Plurinacional, la hoja de coca está protegida como patrimonio, reconociéndole su uso ancestral y medicinal. Se permite el cultivo en las zonas del trópico de Cochabamba y los Yungas, en las estribaciones de La Paz.

Desde el ascenso de Evo Morales a la presidencia del país, el gobierno asumió una política de defensa al consumo de la hoja y lucha contra el tráfico para fines ilícitos.

Morales, quién en sus inicios fue dirigente cocalero del Chapare, asumió la tarea de extirpar la asistencia extranjera en el control de los cultivos. Esencialmente, la presencia de la Oficina para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) y de las políticas policiales y militares impuestas por Washington para atacar las plantaciones y perseguir a los productores, no afectaban el negocio de la cocaína.

Para muestra, las cifras. Según los datos de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (Unodc), en el régimen de Luis García Meza (1980), la superficie de cultivos de coca creció de 10 mil 806 hectáreas a 29 mil 582. Fue el inicio del incremento acelerado de la producción de cocaína.

Con la llegada de Hernán Siles Suazo en 1982, el cultivo se expandió a 39 mil 834 hectáreas. Durante el último mandato de Víctor Paz Estensoro (1985), se superaron las 65 mil hectáreas.

Al entrar en vigencia la Ley 1008, en el marco internacional de un aumento al presupuesto del Pentágono para pelear la «guerra contra las drogas» durante el mandato de Ronald Reagan, los esfuerzos se concentraron en la erradicación de manera forzosa del cultivo y no en la desarticulación de las redes de narcotráfico.

Es harto conocido que las instituciones estadounidenses de la droga conocen las rutas de envío, encubren la movilización hacia los países demandantes y, a manera de espectáculo, hacen incautaciones puntuales para el consumo de la opinión pública.

En 2005, los números bajaron a 25 mil 500 hectáreas de las 38 mil que se alcanzaron en 1998, pero la drástica medida le proporcionó una base legal a la violencia y al asesinato de cocaleros.

Estados Unidos orientó en el país andino la criminalización de las prácticas culturales del indígena y el campesino boliviano alrededor de la coca, mientras que regulaba el flujo del narcotráfico a su conveniencia.

Sumó plazas para la instalación de bases militares que cubrieron la ruta Bolivia-Colombia para eliminar movimientos subversivos y garantizar el control geopolítico de la cara amazónica y andina del continente.

¿De qué manera contrastan los años de control estadounidense con el abordaje del gobierno de Evo Morales? La administración Morales reconoció la identidad cultural de la hoja de coca y la separó de la maquinaria del narcotráfico, como quién separa lo soberano de la intervención extranjera.

Igualmente, reivindicó al productor y estableció una política consensuada para reducir los cultivos ilícitos. La promulgación de la Ley General de la Coca en 2017 reflejó estos elementos, aunque fue duramente atacada por las potencias occidentales, por la ampliación del cultivo legal de la planta a 22 mil hectáreas.

El reclamo es absurdo, si se compara con las 209 mil hectáreas sembradas en ese mismo año en Colombia, todas con el objeto de producir cocaína.

Pero el atrevimiento fue más allá:

Durante los últimos años, Bolivia asistía a los foros multilaterales de lucha contra el narcotráfico con la determinación de defender la producción de coca como parte de sus actividades económicas.

Propuso la industrialización del sector para exportar sus derivados al mercado internacional.

Al contrario del relato dominante, el país se planteó la lucha antidroga sin abandonar el dato cultural de la siembra y consumo de hoja de coca. El enfoque estuvo dirigido a desmantelar los traficantes de estupefacientes y denunciar la constante demanda en las grandes urbes del mundo, con Estados Unidos a la cabeza.

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