Al cerebro de los escuadrones de la muerte no le gustaban los haraganes ni los aprovechados. Siempre quiso montar máquinas de muerte como parte de una intensa «guerra sucia».
Randy Capister pasaba buenas temporadas en Guatemala. Ahí asesoraba al Ejército de ese país en asuntos de “guerra sucia” y en las operaciones de los escuadrones de la muerte.
En Guatemala el esquema era el mismo: fortalecer el papel de la inteligencia en una guerra de exterminio cada vez más cruel.
A Randy le gustaba pasar su tiempo en Antigua, Guatemala. Sin embargo, un día decidió viajar en su jeep Cherokee a Río Dulce, una zona turística localizada en el atlántico guatemalteco.
Randy decidió moverse temprano. Estaba ebrio, ya que había pasado una prolongada noche de juerga.
Le gustaba la cerveza, la mandaba a traer a su país porque la local no le gustaba. De pronto se le ocurrió encargar una prostituta joven y de buena figura para que lo acompañara a Río Dulce. Contratar mujeres de ese tipo era habitual en él, tanto en Guatemala como en El Salvador.
Cuando todo estuvo listo, se marcharon temprano hacia Río Dulce. En el jeep lo acompañaban, además de la prostituta, un amigo suyo y un motorista.
Su amigo viajaba en el asiento de atrás. En un momento este comenzó a hablar mal de Barry Sadler, un médico exBoina Verde muy famoso, también amigo de Capister.
Sadler era de los cronistas más famosos de la guerra de Vietnam. Escribió libros sobre ese grupo de combatientes, pero lo que le dio relevancia mundial fue el hecho de haber sido el hombre que escribió y musicalizó la “Balada de los Boinas Verdes”. Esa canción la grabó la RCA Víctor y fue un éxito en todo el planeta.
Capister era amigo de Sadler. Eran buenos amigos desde los tiempos que ambos pasaron en Vietnam. El músico, escritor y además médico, se desempeñaba en el país asiático con mucha eficiencia y éxito.
Sadler vivía cerca de Antigua, Guatemala y Capister frecuentaba su casa.
El día en que viajaban a Río Dulce, el amigo de Capister que iba en el jeep comenzó a hablar sandeces contra el médico “Boina Verde”. Capister no toleró esto.
Entre otras cosas aseguró que la canción de los “boinas verdes” era un “robo” de Sadler a los alemanes que participaron en la Segunda Guerra Mundial.
A Capister le cambió la mirada, su cara se enrojeció y le advirtió a su acompañante que no hablara así de su amigo “boina verde”.
La advertencia no calló al hombre. Entonces, el jefe de operaciones de la CIA en Centroamérica sacó su pistola de nueve milímetros y le vació, en su pecho, todo el cargador.
La prostituta gritó asustada al ver aquello, como lo diría días después a la policía en un expediente oculto en Guatemala. Randy estaba fuera de control. Tomó al muerto de las piernas y con su motorista lo escondió a la orilla de la carretera para que pasara como una víctima más de la violencia guatemalteca.
Cuando el cuerpo estuvo afuera, Capister se hincó frente al cadáver, sacó su navaja, y comenzó a hacerle cortes lentos y precisos en la cara, como si tuviese en sus manos un bisturí. Mientras cumplía ese rito, le preguntaba al muerto: “¿Por qué tenías que hablar así de mis amigos militares?”.
No paraba de llorar. Enseguida gritaba y balbuceaba: “Tienes que respetar a los militares”.
Con voz y mando
Randy era la figura más importante de los escuadrones de la muerte que operaban de la mano de algunos mandos militares, durante la guerra salvadoreña.
Él coordinaba sus tareas con cada comandante de los diferentes destacamentos militares. Con ellos hablaba y hasta entregaba manuales sobre cómo debía ejecutarse la guerra sucia.
Bebiendo cerveza era cuando más insensateces decía. Advertía que había que teñirse las botas de sangre para que El Salvador “se bañe con las lágrimas de las madres de tanto comunista hijo de puta”. Consideraba que sólo así se limpiaría el país.
Muchas veces manifestaba que cada buen escuadronero llevaba su nombre con tinta.
Él había logrado que muchos hombres de inteligencia de los cuarteles se volvieran escuadroneros. Estos trabajaban con información clasificada, aunque jamás confió en la eficiencia y honradez de los militares.
También sabía que el funcionamiento de esas organizaciones requería de mucho dinero. Por eso él manejaba grandes cantidades que llegaban desde el exterior, aunque sus colaboradores juran que nunca se robó un dólar.
A Randy le enojaba que en el país existiesen algunos extranjeros aprovechados, como exmiembros de la Mossad, que se servían de las estructuras que él creaba para matar a aquellos que amenazaran las haciendas de los empresarios ricos. Y le daba más rabia que por eso cobraran mucho dinero.
A quienes le ayudaban a interrogar y obtener información de los candidatos a morir en manos de los escuadrones, siempre les decía: “No deben distinguir entre el bien y el mal. Aquí no hay bien. Lo único que tienes que saber es sacar información del mal”.
Relación con militares
Randy había estructurado y dado fuerza orgánica a los escuadrones, aunque sabía reconocer que desde finales de los sesenta ya se aplicaban muchos principios de la “guerra sucia”.
Siempre se relacionaba con militares de todos los rangos, sobre todo con los encargados de tareas de inteligencia. Sus contactos iban desde Domingo Monterrosa o el general Rafael Bustillo, hasta tenientes a quienes llamaba “infierno” o “satanás”. Con este último nombre apelaba al perro que mantenía en su casa.
Apenas podía, estallaba contra los militares salvadoreños. “Ya me cansé de estos. Un día roban, otro se quedan con armas y dinero. No tienen ideología firme. Solo les interesa el dinero”, decía.
De igual forma se expresaba de personajes como el anticastrista Luis Posada Carriles o el hombre que manejaba, en el aeropuerto de Ilopango, la operación de armas y drogas de la CIA. Decía que ambos eran unos aprovechados porque solo andaban detrás del dinero.
En esos arranques de furia probó e informó cómo algunos comandantes de la época les descontaban mensualmente a los soldados algunos implementos de los equipos, tales como los arneses, el jabón, las toallas, los calcetines y hasta la pasta y los cepillos de dientes.
Capister sabía que él estaba en el país para matar guerrilleros, familiares y colaboradores.
A Capister tampoco le agradaba Roberto D’Abuisson.
Lo que más le disgustaba era su teatralidad y hasta reía porque algunos le atribuían más muertos de la cuenta en asuntos de resultados de los escuadrones de la muerte.
Pero también mantuvo comportamientos extraños cuando en Ilopango se afincaron pilotos y aviones claramente identificados con el tráfico de drogas.
Por eso es que Celerino Castillo, agente de la DEA en El Salvador, a mediados de los años ochenta, le dijo en una ocasión a Capister que todo lo que hacían junto a narcotraficantes internacionales les reventaría en el “trasero”.
Tal vez por eso Capister ordenaba, en ocasiones, que sus allegados viajaran en aviones Hércules C-130 hacia Estados Unidos, para impedir que abrieran las cajas que enviaban dentro de las inmensas aeronaves.
Aunque guardaba secretos sobre los asesinatos que conmovieron a El Salvador, como el de monseñor Romero, los jesuitas y hasta el de las monjas, Capister nunca dijo nada a nadie. Hay que recordar que era un pulido agente de la CIA.
A veces decía cosas reveladoras, como que al coronel Monterrosa Barrios lo “entregaron como cordero a los buitres”, pero de ahí no pasaba.
Eso sí: su mente nunca se apartó de la gran idea de crear máquinas de muerte cada vez más eficientes.
Fuente: diario1.com