Jorge Elbaum
El injerencismo judicial desplegado por diferentes agencias estadounidenses en América Latina y el Caribe (ALC) es uno de los dispositivos desplegados por el Departamento de Estado para contribuir al doble objetivo de favorecer a las empresas estadounidenses y al mismo tiempo socavar los proyectos políticos que proponen modelos de desarrollo endógeno, autónomos e independientes de la tutela de Washington.
El marco regulatorio sobre el que se monta este despliegue persecutorio se encuentra sustentado en la denominada Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (Foreign Corrupt Practices Act, FCPA) aprobada en 1977, que autoriza al Departamento de Justicia (DOJ) a investigar y sancionar los actos de corrupción ocurridos fuera del territorio estadounidense.
El origen de esta normativa se vincula al escándalo de Watergate y al financiamiento irregular a los opositores del gobierno popular de Salvador Allende por parte de empresas multinacionales, que devino en el golpe de Augusto Pinochet en 1973.
La FCPA motorizó pocas investigaciones durante sus primeros tres decenios pero se reactivó con el triple objetivo de criminalizar la política en ALC, perseguir a dirigentes populares opuestos a las lógicas neoliberales y combatir a las empresas locales capaces de competir con las trasnacionales estadounidenses.
En los últimos quince años, la FCPA diversificó los procesos de fiscalización, de formación de operadores judiciales y de persecución directa de empresas y agentes gubernamentales. Dichas tareas se llevan a cabo bajo un criterio unilateral de extraterritorialidad, legitimado en la pretendida superioridad del sistema legal de Washington.
Las sanciones que habilita la FCPA están dirigidas contra individuos, empresas, organizaciones de la sociedad civil e incluso contra economías soberanas (como son Cuba, Venezuela y Nicaragua). La FCPA es una normativa aprobada por el Congreso de los Estados Unidos que se atribuye una jurisdicción global, sin respetar los plexos jurídicos del resto de los países miembros de la comunidad internacional.
Desde este enfoque, Washington se arroga el derecho de judicializar cualquier actividad que considere lesiva de sus intereses, en cualquier lugar del mundo. La FCPA opera de varias formas diferentes pero convergentes. Algunas de sus iniciativas aceptan las regulaciones de los países. Otras, directamente, violan sus marcos normativos.
Sus iniciativas se ejecutan mediante acuerdos bilaterales luego de presionar desde las delegaciones
diplomáticas de Washington. Se despliegan, además, a través de la mediación de organismos multilaterales que suelen funcionar como mascarones de proa de los intereses del Departamento de Estado en la región. También irrumpen por interpósitos operadores judiciales previamente cooptados, educados en la validez de los criterios funcionales a esos mismos intereses trasnacionales.
En todos esos casos, los diversos think tanks y centros de formación –como las Academias Internacionales para el Cumplimiento de la Ley (ILEA)– suministran los manuales de procedimiento que operan como sugerencia o condicionamiento de posibles ascensos futuros. A los alumnos no sólo se los capacita en doctrinas judiciales extranjeras. También se les ofrece un marco de referencia social apto para transitar los pasillos del privilegio.
Este es el espacio de capacitación en el que participó el juez Sergio Moro cuando asistió en 2009 al Proyecto Puentes, cuyos instructores eran provistos por el DOJ, el FBI y el Departamento del Tesoro. Los objetivos del entrenamiento, divulgado por el programa, consistían en “consolidar el entrenamiento bilateral para la aplicación de leyes y las habilidades prácticas de contraterrorismo”.
En un documento filtrado por WikiLeaks, los capacitadores de la delegación brasileña se congratularon de que Moro hubiese adoptado en sus documentos posteriores el término terrorismo–impuesto por docentes estadounidenses– para nominar las problemáticas ligadas al crimen trasnacional y a la corrupción política.
El entramado de investigaciones y persecuciones, operadas por las diversas agencias que transgreden las jurisdicciones soberanas, se ha desplegado con absoluto desprecio de los marcos regulatorios locales. De hecho, varias de las iniciativas amparadas por el FCPA han violado de forma expresa la Convención Interamaricana contra la Corrupción, aprobada en 1997, que dispone estrategias soberanas para el abordaje de ese tipo de delitos.
Uno de los ejemplos más flagrantes de esta vulneración soberana fue el episodio protagonizado por la agente del FBI Leslie Backschies, quien participó del entramado de criminalización del PT en Brasil que derivó en el golpe institucional contra Dilma Rousseff y la detención del ex presidente Lula Da Silva.
En octubre de 2015, un año antes del juicio político que echó a Rousseff de la presidencia, Backschies formó parte de una delegación de 17 agentes estadounidenses de diferentes agencias que participaron de encuentros con integrantes del Ministerio Público de Curitiba, refugio del juez Sergio Moro.
De la comitiva estadounidense participaron fiscales del DOJ, agentes del FBI e integrantes del Departamento del Tesoro. Según conversaciones filtradas por el portal The Intercept, el cometido de las reuniones fue el armado de la acusación contra Lula, con el claro objetivo de desprestigiar al PT y, al mismo tiempo, evitar que Lula se convirtiera en candidato presidencial. La visita se organizó sin el conocimiento del Ministerio de Justicia brasileño, de la Cancillería ni de la Jefatura de Gobierno Federal, disposiciones que debían cumplirse en todos los asuntos de asistencia legal con Estados Unidos, según un acuerdo bilateral firmado en 1997.
Gracias a la labor realizada en Curitiba, la agenteBackschies fue promovida dentro de la estructura del FBI y dirige –desde marzo de 2019– la Unidad de Corrupción Internacional (UCI) del FBI, con sede en Miami. Uno de los departamentos a su cargo es Escuadrón Internacional contra la Corrpción (EIC), dedicado exclusivamente a investigar casos de corrupción en ALC.
En julio de 2020, el expresidente brasileño declaró que detrás de la persecución a su persona había “intereses del Departamento de Justicia de Estados Unidos, de las petroleras norteamericanas y de las compañías de ingeniería de ese país, que querían destruir nuestra industria del petróleo y del gas”. En otra declaración más reciente, de abril de 2021, detalló que “la Policía Federal, más el Ministerio Público, más el juez Moro eran servidores del Departamento de Justicia de Estados Unidos y del FBI (Buró Federal de Investigaciones)”.
Investigaciones ilegales
En agosto de 2019 trece congresistas estadounidenses enviaron una carta al titular del Departamento de Justicia, Bill Barr, en la que le exigían una “aclaración sobre su rol en la operación Lava Jato”. “Estamos preocupados –consigna la misiva– por los indicios de la participación del Departamento de Justicia en los recientes procesos judiciales en Brasil que han generado una significativa controversia, pasible de desestabilizar la democracia de ese país”.
Una de las primeras medidas tomadas por Sergio Moro cuando asumió como ministro de Justicia, en marzo de 2019, fue firmar acuerdos de cooperación con el FBI y con el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (DHS).
Dichos protocolos tenían como objeto compartir información sobre las actividades de grupos criminales y terroristas en la región, permitiendo el intercambio de oficiales para facilitar el intercambio de datos sobre amenazas en las fronteras respectivas de Brasil y los Estados Unidos. Sin embargo, las actuales investigaciones de la Justicia brasileña acusan a Moro de haber cedido documentos críticos soberanos sin haber previsto contraprestaciones.
Una vez que Washington logró su cometido de proscribir a Lula, y empezó a desmoronarse la imagen del ex juez Moro –como producto de la filtración de mil 297 documentos y mensajes de Telegram–, la EIC anunció la finalización del seguimiento de la causa conocida como Lava Jato ante “los acuerdos alcanzados con la empresa Odebrecht”.
Las agencias que aplican las normativas de la FCPA son el DOJ, el FBI, la SEC (Comisión de Mercados y Valores) y el Departamento del Tesoro. De forma implícita, influyen en los operadores judiciales a través de la capacitación y la cooptación de bufetes de abogados que instituyen modelos de aplicación de leyes acordes a las exigencias de las agencias. A estos últimos se les solicita que se conviertan en informantes claves de potenciales conductas lesivas a los intereses estadounidenses en la región.
En mayo de 2016, pocos meses después del inicio de la gestión de Mauricio Macri, el DOJ y el FBI anunciaron en forma conjunta la capacitación de magistrados federales en el Sheraton Hotel de Buenos Aires. A dicho entrenamiento asistieron jueces de la Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay. Uno de los organismos auspiciantes fue la Organización de los Estados Americanos (OEA). La financiación total del evento corrió por cuenta de la embajada local y el único condicionamiento impuesto por la delegación diplomática fue que los partícipes fueran jueces federales.
El sistema de intervención estadounidense en ALC exhibe tres modelos yuxtapuestos:
o Invasiones militares: República Dominicana (1904 y 1916), Cuba (1906), Nicaragua (1909, 1912 y 1926) y Haití (1915), Granada (1983), Panamá (1989).
o Golpes de Estado militares avalados por la Doctrina de la Seguridad Nacional: Cuba (1952), Guatemala (1954), Brasil (1964), Uruguay (1973), Chile (1973), Argentina (1976), Granada (1983), Panamá (1989), Venezuela (2002) y Haití (2004).
o Injerencia corporativa institucional (ICI), con componentes de índole jurídico-mediáticos: Honduras (2009), Paraguay (2012), Argentina (2015), Brasil (2016), Bolivia (2019).
Los nuevos modelos de intrusión se despliegan a través de lógicas radiales, articuladas por varias agencias estadounidenses en forma simultánea y convergente. Todas ellas dan lugar a una sujeción normativa orientada a descomponer las jurisdicciones tribunalicias y –al mismo tiempo– condicionar a los jueces y fiscales. El modelo no sólo interfiere directamente en la soberanía nacional sino que incursiona en la cooptación de abogados, periodistas y dirigentes corporativos que terminan interpretando las leyes locales con criterios ajenos al propio plexo normativo nacional.
En febrero de 2018, el entonces secretario de Estado, Rex Tillerson, aseguró que la Doctrina Monroe “es tan relevante hoy como el día en que fue escrita”. El llamado “Corolario Roosevelt”, anunciado el 6 de diciembre de 1904, brindaba a Washington la potestad de intervenir en Latinoamérica y el Caribe.
“Todo lo que este Estados Unidos desea es ver a sus vecinos estables, organizados y prósperos […] pero los comportamientos incorrectos crónicos […] requieren la intervención de alguna nación civilizada, y en el Hemisferio Occidental el apego de Estados Unidos a la Doctrina Monroe nos obliga […] a ejercer un poder internacional policial”. Los modelos de intervención o injerencia pueden mutar. La doctrina no cambia.