Libertad de expresión y guerra psicológica

 

Stephen Sefton

Las imágenes de la feroz represión de las recientes protestas pacíficas en Norteamérica y Europa contra el genocidio sionista en Palestina, nos recuerdan de la infinita hipocresía de los gobiernos y medios occidentales en relación a la libertad de expresión. La semana pasada también vio el regreso a primer plano de la notoriamente injusta persecución de Julián Assange por haber demostrado de manera categórica la criminalidad de Estados Unidos y sus aliados en las invasiones y ocupaciones de Irak y Afganistán.

De hecho, las sociedades norteamericanas y europeas se ufanan por ser las campeonas de la libertad de expresión a pesar de sus terribles historias de despiadada represión, tanto en sus colonias como contra los movimientos de disidencia y protesta en sus propios países.

Históricamente, la libertad de expresión ha sido un elemento fundamental en el desarrollo de la mayoría de las sociedades en el mundo, sencillamente porque el libre intercambio de la información es esencial para el desarrollo humano de las naciones y sus pueblos. En nuestros tiempos un punto de referencia de mucha autoridad política y moral en relación al tema ha sido el Artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, lo cual afirma que “Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión”.

En la práctica, la gran mayoría de los países aceptan las restricciones a la libertad de expresión relacionadas con, entre otros temas, la incitación al odio o la violencia, la calumnia, la blasfemia o la obscenidad o con la sedición y la seguridad pública. Es notorio que el tema de la libertad de expresión ha sido un eje central en la guerra psicológica de las élites occidentales y los gobiernos y medios de comunicación que controlan, contra los gobiernos y movimientos políticos que resisten su voluntad.

La guerra psicológica contemporánea ha evolucionado mucho alrededor del tema del “manejo de percepciones” que fue central a la guerra contra Nicaragua en la década de los 1980s. Ahora, se trata de métodos y técnicas de manipulación psicológica altamente sofisticadas, desplegados por medio de tecnologías con un alcance a la vez mucho más extenso, pero también mucho más preciso que ni se imaginaba posible hace cincuenta años.

Estudios académicos identifican técnicas como la programación neurolinguística, o el uso de empujoncitos o sugerencias casi subliminales o el despliegue de los llamados conjuros a nivel público de parte de las autoridades. Todas estas técnicas se combinan con la propaganda de desinformación convencional para crear una especie de encanto capaz de mantener a poblaciones enteras prácticamente hipnotizadas.

La intención de estas técnicas es de impedir la aplicación de la razón y la inteligencia crítica para así poder atacar y controlar las poderosas emociones irracionales de las personas, especialmente el miedo. Algunos estudiosos de la materia hablan de una guerra de trance por medio de que se pastorean las percepciones de las personas de manera masiva hacia ciertos marcos conceptuales al servicio de los intereses de las élites occidentales.

Ya su ambición no es solamente de dominar las economías y sociedades de sus propios países o de mantener sus estructuras de dominio neocolonial sino de controlar las mentes de todo el mundo, literalmente. Hasta el momento, el problema fundamental para las élites occidentales es que la verdad sigue existiendo más allá de la dimensión virtual engañosa y mentirosa en que ellas quieren enredar a las poblaciones.

Tarde o temprano la realidad se impone. Se puede ver este proceso en marcha en diferentes conflictos ingeniados y fomentados por las elites occidentales, por ejemplo, la guerra de la OTAN contra Rusia en Ucrania o el genocidio sionista en Palestina facilitado por los gobiernos de los países de la OTAN. Desde Cuba, Nicaragua y Venezuela hasta países como Siria e Irán, entre muchos otros países más, la guerra psicológica occidental es interminable contra sus pueblos y gobiernos.

En la mayoría de los casos el tema de la libertad de expresión es un componente central de la manipulación. Pero el ámbito del concepto de la libertad de expresión es mucho más extenso que el derecho individual contemplado en el Artículo 19 de la Carta de la ONU. Hay una gran diversidad de las fuentes de información que se han desarrollado en las últimas décadas, igual que los usos y abusos que se han hecho de ellas. El caso más obvio es el sector de las organizaciones no gubernamentales y las organizaciones sin fines de lucro.

Con la cada vez más intrincada cooptación por las grandes empresas transnacionales de los gobiernos occidentales y las instituciones de la ONU, se ha concentrado también el control político e ideológico de todo el sector no gubernamental. Un ejemplo muy evidente de este control ha sido el sistemático y uniforme abuso de las normas básicas de la producción y presentación de reportes por la industria de los derechos humanos.

Si las ONGs son una fuente de la desinformación fundamental para las ofensivas de guerra psicológica occidentales contra los gobiernos y los pueblos, también lo son las universidades. Durante décadas, la cooptación corporativa y gubernamental de la investigación académica ha seguido este mismo patrón. En las universidades occidentales ahora, distinguidos académicos pierden sus puestos docentes si cuestionan la política exterior de sus gobiernos.

Esto ha ocurrido a nuestros compañeros solidarios Daniel Kovalik antes profesor de la Universidad de Pittsburgh y Daniel Shaw, antes profesor de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, entre varias otras personas académicas activistas en las universidades de Estados Unidos. Aparte de los numerosos casos individuales, existe todo un aparato represivo en el sistema de la educación superior en Norteamérica y Europa que tiende cada vez más a reprimir la libertad de pensamiento académica.

Es normal ahora el uso generalizado de contratos de corto plazo para aumentar la inseguridad del personal docente junto con la eliminación de puestos permanentes académicos, además del uso rutinario de los procedimientos administrativos y burocráticos para suprimir opiniones disidentes. En la mayoría de las universidades la libertad de pensamiento académico o de libertad de expresión dejaron de existir en la práctica desde hace mucho tiempo.

Esto es más cierto todavía en el caso de los medios de comunicación tradicionales y las grandes empresas del internet. En Estados Unidos al inicio de la década de los 1980s más de 50 diferentes empresas controlaban 90% de los medios de comunicación tradicionales. 30 años después ese mismo porcentaje se controlaba por solamente 6 corporaciones. En el sector de las redes sociales y la tecnología del internet son cinco corporaciones que dominan el mercado del hemisferio occidental, Google, Facebook, X, Apple y Amazon.

En los principales países de la Unión Europea más de 50% de los medios de periodismo pertenecen a un pequeño puñado de empresas y la concentración de poder es todavía mayor en los medios de televisión del sector privado, aparte de los pocos canales del sector público. Corporaciones transnacionales europeas como Bertelsmann, Lagadère y Springer dominan prácticamente toda la producción y distribución de la información imprenta y audiovisual en Europa.

Esta tremenda concentración por las élites occidentales del control de la producción y distribución de la información elimina la independencia de los medios de comunicación occidentales. Porque difunde un consenso impuesto por sus dueños corporativos que son las mismas élites que financian la clase política occidental que lideran los gobiernos de Norte América y Europa. Se ha demostrado esto de la manera más clara en la obsesionada persecución desproporcionada de innumerables personas que desafían el consenso oficial en relación a temas muy diversas, desde el Covid-19 hasta el conflicto en Ucrania.

Otra expresión de la misma tendencia hacia el oligopolio, pero unida a la censura oficial, ha sido la supresión de medios rusos e iraníes como RT y Sputnik o Press TV en Europa y Estados Unidos. Desde el fin del siglo pasado ha habido una relación inversa entre el estancamiento y declive del poder global de sistema occidental y las medidas de control y represión aplicadas por sus gobiernos a nivel interno.

Se puede distinguir diferentes etapas de la progresiva intensificación de la censura tanto en Norte América como en los países de la Unión Europea. Pero en general las medidas para limitar la libertad de expresión aplicadas por los gobiernos occidentales han acompañado las crecientes diferencias políticas y económicas entre éstos y los gobiernos de la Federación Rusa y la República Popular China. Los gobiernos norteamericanos y europeos reclaman que Rusia y China se caracterizan por la falta de democracia, un comportamiento comercial desleal y una postura agresiva en su política externa.

Es un caso clásico de la proyección psicológica al adversario de las fallas fundamentales de las propias sociedades occidentales. El presidente Xi Jinping ha escrito, “En cuanto a qué doctrina debe aplicar un país, la clave consiste en ver si puede o no resolver los temas históricos con que aquel se enfrenta.” Estados Unidos y sus aliados no pueden enfrentar esta profunda verdad.

Son incapaces de resolver el tema histórico fundamental que enfrentan, que es el fracaso de su capitalismo basado en siglos de crímenes de genocida conquista y esclavitud contra los pueblos del mundo mayoritario. No tienen la capacidad productiva económica, el sentido de civilización ni la tecnología militar para poder competir con la potencia económica, militar y civilizacional del bloque eurasiático liderado por la Federación Rusa y la República Popular China.

En este sentido, el caso de Julián Assange significa mucho más que otro terrible ejemplo de la hipocresía y sadismo de los gobiernos occidentales y el repugnante cinismo de sus sistemas de justicia. No es necesario admirar sin reservas a Julián Assange o confiar ciegamente en su organización Wikileaks para reconocer el heroísmo personal de su desafío al colosal sistema de guerra psicológica occidental.

Sus revelaciones de los crímenes de Estados Unidos y sus aliados en Irak y Afganistán sirvieron más que todo para confirmar la criminalidad de las agresiones occidentales, que ya se sabía ampliamente. El motivo más profundo para el montaje de la persecución injusta, confeccionada y despiadada contra Julian Assange por las autoridades en Suecia, Reino Unido y Estados Unidos es la discapacidad moral, intelectual y cultural de ellas.

Su minusvalía civilizacional les impide reconocer sus crímenes históricos y sus propias profundas contradicciones, lo cual hace imposible que rectifiquen. Por ese motivo, el enorme aparato de guerra psicológica occidental encubre o minimiza de manera sistemática los deliberados ataques asesinos contra las y los reporteros y escritores que informan de los crímenes de Estados Unidos y sus aliados. Ahora algunas fuentes calculan que son más de 170 compañeras y compañeros periodistas, camarógrafos y trabajadores de la radio asesinados en Palestina por Israel.

En el Donbass son docenas de hermanas y hermanos periodistas que han sido asesinados por las fuerzas armadas de Ucrania apoyadas por la OTAN. En Nicaragua, nuestras hermanas y hermanos de la Nueva Radio Ya, por estar reportando la verdad de los crímenes golpistas, escaparon por muy poco de morir en el ataque por incendio y armas de fuego contra la radio en 2018.

La misma discapacidad moral y cultural impulsa las agresiones de todo tipo contra todos los países y pueblos dignos que resisten la despiadada guerra occidental para frenar el declive de su dominio mundial. Es que en nuestros países, los pueblos y nuestros gobiernos sí tienen la capacidad civilizacional revolucionara de poder resolver los temas históricas con que se enfrentan.

Lo hacen para avanzar de manera decidida y exitosa hacia un futuro libre y digno, de paz, prosperidad y seguridad. Pero en Norte América, Europa y sus países aliados, la libertad para pensar y expresar estas realidades está cercenada, restringida y censurada.

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