Fabrizio Casari
* Es obvio que Rusia no aceptará una suspensión de los combates con el objetivo de reforzar la logística y el armamento de Kiev, si así fuera, la guerra continuaría con una posible ampliación de la penetración rusa en Ucrania, cuyo objetivo sería destruir ese país para provocar su rendición incondicional.
El inicio de las negociaciones directas entre Ucrania y Rusia en Estambul, no parece desviarse de lo que era un guion claramente previsible. Entre anuncios y rechazos y, en segundo plano, las actuaciones del derrotado que cree poder imponer la agenda, el lugar y los presentes como si fuera el vencedor – convoca sin haber sido convocado y pretende decidir sin poder decidir nada- la realidad avanza con paso firme sobre los pies de las fantasías políticas.
El estado de las negociaciones entre Rusia y la OTAN está, de hecho, en el punto en el que era previsible que estuvieran en la primera reunión meramente operativa, es decir, en la decisión de liberar recíprocamente mil prisioneros de guerra e intercambiarlos como primer gesto de deshielo. Se puede objetar que el intercambio de prisioneros entre Rusia y Ucrania siempre ha existido, y es cierto, pero no en esta dimensión ni de forma pública. En resumen, se puede definir esta decisión como un regalo de bienvenida que, aunque tenga poco impacto en las dinámicas de la guerra, ciertamente favorece la construcción de una posible desescalada.
En cuanto al fondo de las negociaciones, conviene recordar algunas cosas. La reunión de Estambul solo fue posible porque Putin, el pasado 9 de mayo, reiteró a Occidente la invitación a volver a la mesa de la que se había levantado hace tres años, y a reanudar la discusión justo donde se detuvo por orden de Biden, transmitido por Johnson. Que luego Zelensky haya intentado aprovechar la ocasión para aparentar que era él quien ofrecía a Putin sentarse a negociar, o que califique de insuficiente la delegación rusa (mucho más preparada que la ucraniana), forma parte del circo mediático en el que el payaso de Kiev suele actuar.
Se presenció la declaración de objetivos recíprocos, aunque con una diferencia sustancial: uno, Ucrania, intenta mitigar hasta el absurdo su derrota, y otro, Rusia, recuerda a todos que es la vencedora. Y que el quién, el dónde, el cómo y el cuándo de una negociación lo determina quien ha ganado, no quien ha perdido. Sin embargo, hay dos cuestiones que deben abordarse de entrada si se desea una negociación que pueda llegar a una “paz seria y duradera”, como les gusta repetir a los europeos que no pueden decir abiertamente que desean una especie de guerra permanente entre el Cáucaso y la zona asiática de la ex URSS.
Una es de orden jurídico y concierne a Ucrania, que sufre dos obstáculos objetivos, incluso para participar en las negociaciones: el primero es una ley aprobada por Zelensky que prohíbe cualquier diálogo con Rusia; el segundo es de carácter constitucional: el presidente ya no está en funciones porque su mandato expiró hace un año. En consecuencia, su firma bajo cualquier acto o tratado internacional podría mañana no ser reconocida por los órganos constitucionales o por futuros gobernantes ucranianos, debido a dos diferentes vicios de legitimidad.
Es obvio que Rusia no aceptará una suspensión de los combates con el objetivo de reforzar la logística y el armamento de Kiev; el simple hecho de pensarlo demuestra cómo la propaganda oscurece la realidad. Si así fuera, la guerra continuaría con una posible ampliación de la penetración rusa en Ucrania y el cambio de las reglas de enfrentamiento por parte de Rusia, con una posible escalada hacia una guerra no ya de posicionamiento, sino destructiva, con la aniquilación de las infraestructuras generales del país. Se pasaría de una operación militar destinada a crear condiciones para una negociación política, a una guerra cuyo objetivo sería destruir el país para provocar su rendición incondicional.
Tranquiliza el realismo que abunda en las cabezas de los militares occidentales, claramente mayor que el que habita en los cerebros de los políticos y en su desenfrenada ambición, cuando se trata de jugar con las vidas y los bienes de los demás, nunca con los propios. Los llamados “voluntarios” aparecen por lo que son: un intento de ganar algo de fama y de obedecer a los fondos que controlan sus respectivas economías y que ven en la reconstrucción de Ucrania el negocio del siglo. Pero para tener presencia en la reconstrucción hay que estar presentes en el ciclo final de la guerra, del que sin embargo Estados Unidos tiende a mantener alejados a los europeos, que corren el riesgo de haberse suicidado sin obtener ni siquiera los contratos de reconstrucción ni la autoridad política para decidir la futura estructura de Ucrania.
En el posible recorrido de las negociaciones, antes de entrar en su contenido, hay que resolver una premisa fundamental: ¿realmente la OTAN ha decidido cerrar la guerra en Ucrania? ¿Existe realmente una línea política única, pese a las evidentes diferencias entre EEUU y la UE, y dentro de la UE entre los “voluntarios” y los que no lo son? Porque al final, de eso se trata: de cómo poner fin a una aventura militar y política del occidente colectivo que, desde principios de los años 2000 y con mayor intensidad desde 2014, había decidido utilizar a Ucrania como ariete para romper las defensas de Rusia.
La idea era obligar a Moscú a ir a la guerra para luego empantanarla y derrotarla mediante presión económica y aislamiento internacional, contando incluso con un distanciamiento de China, que supuestamente preferiría alejarse de Moscú antes que romper con Occidente. El plan, como se sabe, fracasó estrepitosamente y, con él, se acabó para siempre la idea de poder expandir la presencia de la OTAN hacia el Este.
Por lo tanto, nos encontramos ante una negociación que oficialmente trata sobre la guerra en Ucrania pero que, bajo la mesa, trata la cuestión estratégica del mundo post-1989: el fin de la expansión del dominio político y militar occidental hacia el Este, la ruptura de la ofensiva que pretendía conducir al desmembramiento de la Federación Rusa, al colapso de su acuerdo de asociación estratégica con China y a la apertura hacia Asia de la red occidental liderada por EEUU.
Por otra parte, Rusia ha demostrado no solo que fue capaz de derrotar militarmente a la OTAN, sino también de extender su influencia política y económica a través de los BRICS, consolidar y reforzar los acuerdos de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y ampliar su red de protección e influencia hacia Asia mediante su acuerdo estratégico con Irán, del cual se habla poco precisamente porque pone el sello de fracaso sobre la operación de la OTAN.
Existe además otro efecto de esta derrota estratégica que afecta a la solidez y al peso político de la Unión Europea, cuya unidad está minada y cuya credibilidad como sujeto “fuerte” ha quedado sepultada bajo los escombros de Kiev. Incapaz de asegurar la victoria de Ucrania, ahora intenta favorecer la continuación de la guerra, con la esperanza de poder desempeñar algún papel en un contexto bélico, manteniéndose en el puente de mando político de Kiev, pero en la retaguardia militar debido a su incapacidad de enfrentarse a Rusia. Pero la verdad es que la UE es hoy un cadáver político. No ha logrado doblegar a Rusia con sus sanciones, ni aislarla diplomáticamente ni golpearla políticamente.
En cambio, se ha suicidado, cayendo en una total irrelevancia política y en una desastrosa situación económica como resultado del efecto boomerang de sus ridículas sanciones, que parece seguir amenazando en un acto de desprecio por el ridículo. Debajo, encima, delante y detrás de esa mesa en Estambul se juega, en definitiva, una de las partidas geopolíticas más importantes de los últimos 40 años, decisiva para los equilibrios estratégicos y para la determinación del modelo de Orden Mundial. Que, al final, era y es la verdadera cuestión en juego.