Empiezan los homenajes por medio siglo de ‘Cien años de soledad’, 70 de su primer cuento y 35 de la concesión del Nobel.
“¡Varón! ¡Varón! ¡Ron, que se ahoga!”, relampagueó la tía Francisca por el corredor de las begonias florecidas. Su voz angustiada se abrió paso entre el diluvio ensordecedor que caía sobre el techo de la casa. El cordón umbilical enredado en el cuello del recién nacido amenazaba su vida. Las mujeres revolotearon por el caserón con imploraciones a Dios y a la virgen. Cuando lo liberaron del cordón, y en espera de un milagro, no se arriesgaron a que el bebé muriera sin ser bautizado y corrieron a hacerlo con agua bendita. Nadie sabía qué día era, así es que le pusieron Gabriel, por el padre, y José, por el patrono de Aracataca. Era el domingo 6 de marzo de 1927. Eran las nueve la mañana pasadas como habían anunciado ahogadas, entre el aguacero, las campanas de la iglesia.
Hijo de Luisa Santiaga y Gabriel Eligio, aquel niño nació en casa de sus abuelos maternos Tranquilina Iguarán Cotes y el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía. Con ellos vivió hasta los ocho años. Con ella, tías y demás mujeres de la casa, creció rodeado de historias de ultratumba y con él, su abuelo, pasó la mayor parte del día, lo trataba y le hablaba como a un adulto, iba con él a todas partes y le contaba episodios trágicos del rosario de guerras de Colombia. Nació entre ellos una complicidad secreta que ayudó a crear en la cabeza y el corazón del niño un territorio nuevo entre el mundo real del abuelo y el imaginario de la abuela. Con él nacieron muchas cosas.
En las calles hechas polvo por el sol caribeño y las sombras de la noche de Aracataca jaspeadas de luciérnagas nacieron las principales historias de uno de los escritores más universales del siglo XX. Lo confirmó el propio García Márquez en Vivir para contarla (2002). Unas memorias en las que hay puertas y ventanas para apreciar la maestría de la sublimación de la realidad en ficción en las novelas La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1957), La mala hora (1961), Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1985), El general en su laberinto (1989), Del amor y otros demonios (1994) y Memorias de mis putas tristes (2004). Su mirada de periodista que funde rigor y relato se lee en grandes reportajes como Relato de un náufrago (1955) o Noticia de un secuestro (1996), mientras sus artículos de prensa, también piezas literarias, están recogidos en Obra periodística completa (1999). Pero todo ese universo de grandes títulos está desperdigado en sus cuentos. En esos relatos anidan esas historias en su forma y fondo, sobre todo en los primeros, agrupados bajo los títulos Ojos de perro azul (1955), Los funerales de la Mamá grande (1962) y La irresistible y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972). Luego, en 1992, publica Doce cuentos peregrinos. (La obra de García Márquez la edita en España y Sudamérica Literatura Random House, mientras en México, América Central y el Caribe la publica Diana, del Grupo Planeta).
Noventa años después de aquel nacimiento, más que hablar de su vida y trayectoria este es un recorrido por el rastro que dejaron en su obra literaria las características de su nacimiento: el día domingo, el duelo librado entre la vida y la muerte, los gritos de angustia y peticiones a Dios, la lluvia torrencial y las campanas de iglesia. Hechos reales que reviven en las palabras literarias de Gabriel García Márquez que todo lo pueden.
Nacimiento El espejo literario de su llegada al mundo lo escribió en Cien años de soledad:
“Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo: ‘Se va a caer’. La olla estaba bien puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su marido, pero este lo interpretó como un fenómeno natural”.
Un muerto vivo En septiembre de hace 70 años García Márquez publicó su primer cuento. Fue en el diario bogotano El Espectador. Un relato que parece capturar la angustia del instante de su nacimiento, bajo el incesante ruido diluvial en que en su ser se debatieron en duelo la vida y la muerte y todos pensaron que no viviría. Lo tituló La tercera resignación:
“Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía; pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él. (…) Había sentido ese ruido ‘las otras veces’, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando -ante la vista de un cadáver- se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. (…) Estaba en su ataúd, listo para ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. (…) Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente: -Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo -prosiguió-, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de la muerte. Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco)”.
Lluvia macondiana La lluvia con su estruendo tropical que acompañaron su llanto al nacer no amainaron en la memoria del Nobel colombiano. Su resonancia ocupa un lugar esencial en sus obras. En uno de los episodios fundacionales de su universo literario el escritor junta lluvia, domingo y ecos de iglesia, como el día en que nació. Es cuando Macondo, en 1955, se revela por primera vez en el cuento Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo:
“El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas”.
Domingos de toda estirpe Más allá del dominical big bang macondiano, el domingo es un día muy presente en los relatos de García Márquez. Si Dios, como dice la Biblia, descansó un domingo, en el mundo de García Márquez ese es el día en que bulle más la vida. Muchas cosas suceden en sus domingos. Buenas, malas, regulares… Nunca es un día quieto. Día de comienzos de historias, día de finales de historias. Como la que sucede al final de esa breve obra maestra El coronel no tiene quien le escriba:
“Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una sustancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un ‘instante después se sintió sacudido por el hombro. —Contéstame. El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez. —Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer. —Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde. —Si el gallo gana —dijo la mujer. —Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo pueda perder. —Es un gallo que no puede perder. —Pero suponte que pierda. —Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel. La mujer se desesperó. “Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía. —Dime, qué comemos. El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: —Mierda”.
Otras obras con el rastro de aquellos sucesos del nacimiento se reflejan en novelas como El amor en los tiempos del cólera y los cuentos La viuda de Montiel y Alguien desordena estas rosas. El eco de aquellos momentos Gabriel García Márquez los revivió con recuerdos reales y heredados para que el tiempo no los estancara y vivieran la eternidad en nosotros.