Fabrizio Casari
La reciente aprobación del proyecto Adelante, por parte del comandante Daniel Ortega, es un paso más para la economía familiar nicaragüense. Dedicado al sector agropecuario, el programa contará con una inversión de 80 millones de dólares en tres años y beneficiará a 181 mil 500 protagonistas. Más allá del compromiso financiero, el programa tiene en sí mismo un significado paradigmático.
El sentido general de la medida, de hecho, es apoyar con créditos blandos las iniciativas empresariales de quienes presenten proyectos útiles para aumentar la producción agropecuaria, agregando así valor a los productos y servicios al mejorar su calidad y competitividad, dando así más fuerza al crecimiento de las exportaciones, ya consolidadas desde que el país volvió a manos del gobierno sandinista.
De hecho, es lo que, en otros lugares, con sumisión lingüística al anglicismo imperial, se denomina apoyo a las start-up, y que en Nicaragua adquiere un valor de continuidad con otros programas de economía social que han sido el buque insignia de las políticas gubernamentales implementadas desde 2007 y dirigidas a atacar la pobreza extrema.
Esta financiación tiene además el mérito de eludir la lógica puramente especulativa de acceso al crédito que imponen los bancos, porque certifica su viabilidad en función del valor del proyecto y de su inserción en la economía general, y no de la sola solvencia del solicitante.
Con la aprobación de Adelante, se confirma la centralidad de la economía familiar, vista como el pivote del crecimiento horizontal de la sociedad y como el acceso a las oportunidades para aquellos que nunca han podido tenerlas en el pasado.
Se trata de una medida en continuidad con las políticas sociales y productivas que han garantizado sistemáticamente un crecimiento económico de alrededor del 5 por ciento anual en el país, logrando el aumento del PIB a través del crecimiento general de la población.
La brecha social se ha reducido drásticamente gracias a la creación de empleo, lo que ha hecho posible el crecimiento del consumo interno, al tiempo que se ha conseguido mantener la espiral inflacionista bajo control.
En la misma dirección se encuentra el esfuerzo financiero realizado por el gobierno, que ha asumido en el presupuesto público el incremento de los costes energéticos, que de haberse trasladado a toda la cadena de transporte y de consumo de energía habría perjudicado gravemente el desarrollo empresarial de las familias, las cooperativas y las pequeñas y medianas empresas.
En estas medidas se mide la coherencia del proyecto de modernización del país, que conjuga la consolidación de la economía productiva de tipo agropecuario, con el nacimiento de una Nicaragua capaz en términos de servicios, comercio y tecnología, de proyectarse más allá de la dimensión de la economía rural.
El resultado es que la importante autosuficiencia alimentaria y energética del país ha protegido a Nicaragua del chantaje, las amenazas y las sanciones, la mayor parte de ellas procedentes de las políticas hostiles de Estados Unidos y la UE. La otra palanca para asegurar el país es la diversificación de las asociaciones internacionales con las que Managua intercambia bienes y servicios y que hacen irrelevantes los caprichos imperiales.
La economía del sandinismo
En la búsqueda constante de la inclusión socioeconómica, se encuentra el núcleo de la apuesta económica del sandinismo, que cree que el crecimiento del PIB debe lograrse creciendo vertical y horizontalmente. Es decir, con una buena gestión del presupuesto público, el crecimiento de los índices de producción, el ahorro privado, el estímulo de la inversión privada y el aumento de las reservas de divisas.
Y el estado de bienestar se financia con el aumento de la base impositiva y de las contribuciones, generado a través de nuevos empleos y una mayor adhesión de los servicios financieros a la generación de riqueza desde abajo.
Es una idea de desarrollo posible, de alcance histórico y universal, porque denuncia el error (y el horror) de las doctrinas económicas liberales, que ven en la mera reducción del gasto público y de los salarios la manera de contener la inflación, mientras imaginan el crecimiento de la riqueza gracias al furor del capital volátil y especulativo al que entregan las privatizaciones de todos los ganglios de la sociedad.
Es intolerable para la oligarquía que las políticas sociales concreten derechos universales como la sanidad, la educación, el transporte, la vivienda, la seguridad, la energía y el apoyo directo e indirecto a la economía familiar; que, por tanto, importantes recursos de la riqueza generada por el trabajo y la inversión se inviertan en la reducción de la pobreza y la modernización del país y no vayan, en cambio, a incrementar la riqueza de las voraces familias oligárquicas.
La derecha no acepta la idea de la reducción de la diferencia social, es decir, que los recursos de un país se utilicen para reducir la desigualdad. Porque no cree que sea un freno a la mejora general del país, que sea una fuente de convivencia distorsionada, por ser un desequilibrio que genera desviaciones, sino una premisa y consecuencia de un desarrollo correcto, es decir, el de las élites que deben gobernar el país.
El afán privatizador corresponde precisamente a la idea de que el Estado no debe financiar el bienestar y las obras públicas, sino limitarse exclusivamente a sustraer toda preocupación pública a los asuntos privados de las clases acomodadas, cuyo aumento de riqueza se considera el termómetro de la salud de la economía.
La idea de que sólo los poseedores de limosnas puedan convertirse en sujetos de derecho, de que la mano de obra designada para enriquecer el latifundio pueda convertirse en clase trabajadora e incluso en empresaria, de que los receptores de las migajas que caen de las mesas pródigamente dispuestas de las familias propietarias del despilfarro puedan convertirse en consumidores, asusta y horroriza a la burguesía parasitaria nacional.
El racismo del latifundio pinta la versión tropical de la división entre Keynes y Friedman. El sandinismo aplicado refuta precisamente esta teoría, demostrando que la armonización del crecimiento de la microeconomía con la macroeconomía es posible, incluso deseable, y que encuentra su razón en el apoyo directo e indirecto a la economía familiar, piedra angular de la organización social del país.
En el esquema general de la economía sandinista, se genera el movimiento contrario al del liberalismo: una transferencia neta de recursos e inversiones públicas generadas por la base tributaria privada, que se vuelca a través de la prestación gratuita o subsidiada de servicios generales a la ciudadanía. Esto reduce el importe de los gastos en los hogares y, por tanto, permite el ahorro y el acceso al consumo, lo que desencadena una espiral virtuosa para la economía en general.
Sí, si se quiere leer la particularidad y el valor estratégico del sandinismo de forma completa, no hay que limitarse sólo al ámbito de la identidad política, socialista, independentista y solidaria. En efecto, en la política socioeconómica, así como en su dimensión soberana e independiente, radica el arraigado odio del gigante del Norte y sus empleados de la oligarquía nacional hacia el gobierno encabezado por el comandante y la vicepresidenta.
Otra Nicaragua se ha dibujado
En la prefiguración del modelo económico del sandinismo, no sólo hubo la voluntad de acabar con el absurdo de un país rico en alimentos, donde una parte de la población no podía alimentarse. Hubo y hay un deseo de llevar a Nicaragua más allá de su identidad socioeconómica, de mantener su alma, pero cambiar en parte su cuerpo.
La apuesta (ganada) fue mantener una identidad productiva concebida sobre el modelo rural, pero con una proyección hacia el desarrollo comercial y turístico. Un país que decidió crecer pronto, bien y con justicia, reequilibrando lo que estaba desequilibrado. Que eligió marcar la línea entre una democracia popular y una elitista con aquellos derechos para todos que, de haber quedado sólo para unos pocos, se habrían confirmado como privilegios.
Desde 2007, el sandinismo es la base de estos ideales. Ha sido el ensamblaje de los sueños y del horizonte con la política del día a día. Nació un modelo de gobierno concebido sobre la necesidad de derribar por completo lo designado por el poderoso enemigo del Norte, cambiando un destino tan indigesto como injusto. Nicaragua dejó de ser un lugar para convertirse en una nación. Una vez y para siempre.