Fabrizio Casari
Aunque aún no ha asumido el cargo en la Casa Blanca, Donald Trump comunica diariamente decisiones, movimientos y nombramientos para su próximo gabinete presidencial. Ya sea por su obsesión con la comunicación o por su voluntad de tomar el pulso del país y enviar mensajes a esa parte del «establishment» que no lo apoya, cada día su inminente llegada dicta la agenda informativa, salvo cuando a Biden –un hombre que ya tiene dificultades para entender quién es y qué hace– se le ocurre celebrar la transición con gestos venenosos.
En los últimos días, se han filtrado posibles decisiones relacionadas con aranceles aduaneros y sanciones contra China, México, Canadá y la UE. Bruselas, en particular, debe prepararse para un cambio radical en la actitud de Washington a partir de 2025, en un escenario que parece plausible o incluso probable.
Los analistas coinciden en que la tarifa universal del 10 % propuesta por Trump sobre todas las importaciones estadounidenses, podría perjudicar significativamente el ya asfixiante crecimiento europeo, intensificar las divergencias en la política monetaria y poner en jaque a sectores clave como el automotriz y el químico, que dependen del comercio con Estados Unidos.
El presidente electo ya ha anunciado en su red social Truth, que impondrá un impuesto del 25 % a todos los productos que ingresen desde Canadá y México, y un arancel adicional del 10 % a los productos procedentes de China. El impacto en la economía estadounidense sería notable, ya que Estados Unidos es el mayor importador de bienes del mundo, y México, China y Canadá son sus principales proveedores.
En el caso de Europa, los aranceles generales podrían oscilar entre el 10 % y el 20 %, mientras que para China se prevén tarifas de hasta el 60 por ciento. Lo que Trump propone es una declaración de guerra comercial cuya magnitud afectará significativamente el comercio exterior de Canadá, cuya economía depende en gran medida del mercado estadounidense.
Para la UE, el impacto también sería severo debido a su alta exposición y la importancia del mercado norteamericano para su economía. Los analistas del banco holandés ABN AMOR, estiman que los aranceles provocarían una caída en las exportaciones hacia Estados Unidos, afectando particularmente a las economías de Alemania y los Países Bajos.
En términos generales, los aranceles de Trump reducirían el crecimiento de la UE en aproximadamente 1,5 puntos porcentuales, con una pérdida de 260.000 millones de euros sobre un PIB europeo estimado en 17,4 billones de euros para 2024. En otras palabras, los países europeos deben prepararse para una transformación sin precedentes en las fuentes de su prosperidad y un agravamiento de su situación económica.
Bruselas podría responder mediante medidas monetarias, como reducir los tipos de interés a casi cero para 2025, debilitando al dólar y favoreciendo al euro. También podría decidir aplicar aranceles equivalentes a los productos estadounidenses, lo que tendría un impacto considerable en la economía de EEUU.
Sin embargo, estas son solo hipótesis técnicas. Es poco probable que la Comisión Europea, liderada por Von der Leyen, reaccione con medidas de reciprocidad debido a la subordinación política de la UE hacia EEUU. Incluso en el ámbito monetario, la presidenta del BCE, Christine Lagarde, parece inclinarse hacia los intereses de Trump, debilitando de antemano cualquier reacción europea. En lugar de amenazar a la Reserva Federal, sugiere que la UE presente ofertas atractivas a Trump para persuadirlo de renunciar a los aranceles.
Para Europa, la única opción sería buscar nuevos mercados, aunque compensar las pérdidas tomaría años: se estima que 5 para Alemania y 12 para Francia, Reino Unido e Italia. Este cambio en el eje de importación/exportación no sería ni indoloro ni rápido, implicando cierres de empresas, mayor desempleo y una disminución de los ingresos familiares en países ya en dificultades económicas.
El capítulo de los aranceles contra Europa y Canadá podría ser visto académicamente como una expresión de contradicciones entre capitalismos, pero, más allá de eso, refleja la ideología autoritaria de EE. UU., que considera cualquier disidencia, diversificación o interés que no sea propio, como una amenaza a su dominio imperial.
Así, cualquier economía del mundo puede convertirse en objeto de medidas políticas y administrativas: aranceles, sanciones, embargos o bloqueos. Estas herramientas son el mecanismo clásico de una respuesta automática que se activa contra todos.
En el fondo, se busca la revitalización de la grandeza económica de EE UU a través de la contracción de otras economías, ya sean consolidadas o emergentes. Es decir, más que hacer crecer a EEUU, se trata de frenar el crecimiento ajeno. Lo que importa no son los números absolutos, sino los relativos; el dominio de los mercados, obtenido por la fuerza, es el único escenario donde EE UU ve aplicable su poder económico y comercial, y donde la ausencia de reacciones confirma su liderazgo político.
Sin embargo, si EE. UU. importa demasiado, es porque la demanda interna es alta y diversa en tipología y precios, algo que su producción no logra satisfacer.
Sobre todo, el segmento de consumidores con menos recursos no encuentra en los productos nacionales precios accesibles y, en términos generales, el auge de la economía financiera y virtual a expensas de la industrial, ha reducido drásticamente las capacidades productivas estadounidenses, mientras la demanda interna ha seguido creciendo.
Imponer aranceles a los productos extranjeros solo resultará en un mayor costo para los consumidores, y la respuesta afectará aún más a un sector exportador ya deficitario. No se escapa el amargo destino que le espera a Europa, que se ha suicidado económicamente, políticamente y militarmente en su confrontación con Rusia, beneficiando exclusivamente a los Estados Unidos y sus recursos energéticos.
Esto es una clara demostración de la falta de liderazgo político en el viejo continente, agravada por la fuerte capacidad de penetración estadounidense en los núcleos vitales de las decisiones políticas y una notable capacidad de chantaje hacia algunos de sus principales representantes. Hoy, Europa ya no es percibida como una potencia política y comercial, sino que, debido a su progresiva erosión, es relegada a ser un interlocutor poco fiable y sin capacidad decisoria, lejos de ser un referente estratégico.
Resulta peculiar el capítulo dedicado a los aranceles contra China, a la que se le culpa de la producción de fentanilo, responsable de una catástrofe entre los drogadictos estadounidenses. Sin embargo, culpar a China por este fenómeno es absurdo, ya que Estados Unidos representa el mayor mercado del mundo para el consumo de drogas, y la demanda de fentanilo es altísima.
Las drogas son un producto, por despreciable que sea, y como cualquier mercancía, no se rige por categorías morales, sino por su sostenibilidad como negocio. Tal como enseñan los propios EE UU, la ley de la oferta y la demanda regula el mercado, y mientras exista una demanda sólida, siempre habrá una oferta igualmente robusta. Por lo tanto, si no se quiere que esta droga circule en EE UU, se debería combatir su propagación reduciendo la demanda y reprimiendo su distribución interna.
Si Estados Unidos realmente quisiera detener o al menos frenar el tráfico de drogas, debería dejar de culpar a los cárteles mexicanos y colombianos y centrarse en los propios cárteles estadounidenses, más poderosos y nunca mencionados. La base del intercambio es armas por droga. Aunque el acceso a EE. UU. es facilitado por los narcotraficantes latinoamericanos que producen y exportan estas sustancias, es igualmente crucial entender qué ocurre con los estupefacientes una vez que llegan al territorio estadounidense.
Su descarga, distribución por cada rincón de este vasto país, la recolección de las ganancias y su redistribución solo pueden realizarse mediante una o más estructuras operativas presentes en todo Estados Unidos. La extensión de esta inmensa red de tráfico de drogas dentro del país garantiza que la droga llegue a los consumidores y cuenta con capacidades militares, administrativas y logísticas, que encuentran su fuerza también en las conexiones entre el crimen organizado, el poder local e incluso la DEA.
La intención de sancionar a China no tiene nada que ver con la salud de los estadounidenses y mucho que ver con los negocios de las empresas estadounidenses que carecen de innovación en procesos, inversiones e infraestructuras. Doblados por la financiación de la economía, que ha debilitado enormemente su fortaleza industrial, los Estados Unidos se ven obligados a importar lo que antes producían y exportaban. Es una certificación de la creciente impotencia en el ejercicio de su dominio imperial.