Bolivia: El paso a paso de la insurrección de la oligarquía

De esta forma llegamos a la tercera semana del conflicto por el Censo, que deja entrever que el Gobierno ya no se enfrenta a una oposición política partidaria, sino a un movimiento insurreccional contrarrevolucionario que busca tomar el poder del Estado más allá de lo que pueda permitirse en un contexto democrático, teniendo como principal instrumento el uso de la fuerza, incluso armada. La oligarquía sabe que nunca podrá ganar una elección y que solo les queda el golpe de Estado.

Lo que comenzó como un problema aparentemente técnico está a punto de convertirse en una disputa abierta por el poder. Ya no se trata de si el Censo se realiza en 2023 o 2024, sino de quién tiene el control efectivo sobre la vida de los ciudadanos. Una conclusión puede extraerse a simple vista: más allá de la legitimidad dada por las elecciones de octubre de 2020, en las que el Movimiento Al Socialismo (MAS) logró vencer con más de la mitad de los votos, la oligarquía cruceña apuesta hoy, mediante sus fracciones radicales de ultraderecha, por un proyecto basado en el despliegue indisimulado de la fuerza, tanto a través de grupos de choque paramilitares como de la coerción que les permite la propiedad de uno de los negocios más rentables en la historia nacional: la tierra. No obstante, mientras las dirigencias de los bandos en disputa se esfuerzan por encabezar la crisis hacia sus propios objetivos, las masas populares parecen haber ido más allá, pidiendo no solo la destitución del principal líder de la oposición cívica, sino la expropiación de sus empresas, dejando patente la intensidad de la lucha de clases que se alcanza en el corazón de Latinoamérica.

Las posiciones maximalistas adoptadas por las élites cruceñas demostraron desde el principio que sus intereses iban más allá de la distribución de espacios de representación política y rentas provenientes de la explotación de los hidrocarburos a partir de los datos producidos por un Censo Nacional de Población y Vivienda, siendo en realidad un intento de tomar por la fuerza lo que no se pudo alcanzar por métodos democráticos: el control del Estado. Los recursos desplegados en esta campaña de la oligarquía oriental en contra del Gobierno no tienen como principal objetivo demostrar empíricamente la importancia del departamento de Santa Cruz en el escenario económico nacional, sino reactivar los clivajes políticos en orden de fortalecer un proyecto de clase que no puede convivir con la presencia de un Gobierno que representa a los sectores populares, y que se sostiene sobre la propiedad de un medio de producción fundamental en países no industrializados: la tierra.

Una nueva etapa

En esta lucha política, las élites agroindustriales ya no recurren a la interpelación de los actores subnacionales ni mucho menos a la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) ni a ningún espacio institucional para dirimir conflictos entre los sectores de la sociedad, sino a los mecanismos que se encuentran a su disposición a partir de su control sobre los principales negocios en el Oriente, que se basa en el actual régimen agrario en Bolivia. Esta prerrogativa no formal pero efectiva es aprovechada por estos actores organizados en la gobernación de Santa Cruz y el comité cívico de este departamento y blandida para paralizar el movimiento económico en Bolivia, así como para crear las condiciones para la especulación de los precios de los alimentos a nivel nacional, al mismo tiempo que movilizan a sus fuerzas represivas paramilitares, constituyendo un verdadero desafío a la legitimidad del gobierno legalmente establecido. El mensaje es imposible de malinterpretar: “No importa que hayan ganado elecciones, los dueños de los medios de producción somos nosotros”.

Su abierto desafío al Gobierno logró al principio la manifestación del descontento y el oportunismo sectorial, que fue desactivado oportunamente por el Ejecutivo vía negociación con uno de los sectores mejor organizados para el conflicto: el cooperativismo minero. El paro cívico en demanda de que se abrogara el DS 4.760, que postergaba la realización del Censo Nacional de 2022 a 2024, comenzó el sábado 22 de octubre y para el lunes 24 la coyuntura fue aprovechada por las cooperativas auríferas para arrancarle concesiones a un Gobierno que evidentemente se encontraba en aprietos, iniciando movilizaciones en el centro de La Paz en reclamo de una tasa de impuestos menor a la establecida de acuerdo a los requerimientos fiscales. A su movilización se sumaron sectores minoritarios, pero radicalmente opuestos al oficialismo, logrando paralizar las calles y produciendo zozobra en las autoridades, que debían lidiar simultáneamente con un paro cívico forzado violentamente en el Oriente. El Ejecutivo se vio obligado a ceder, aunque menos de lo que a la oposición le hubiera gustado, pasando de un gravamen de 5% por la onza de oro a 4,8%.

La debilidad de las clases medias

Pero el repliegue minero no impidió que la alcaldía de la ciudad de La Paz, controlada por Iván Arias, iniciara sus propias movilizaciones el miércoles 26, aunque con muy poca convocatoria, por lo que fue fácilmente contrarrestada por la militancia del oficialismo, no sin provocar expresiones de tinte claramente racistas por parte del burgomaestre, quien calificó a sus oponentes como “orcos”, término utilizado en el golpe de Estado para designar a los simpatizantes del masismo, estigmatizados por su composición indígena, denigrada por las élites nacionales. En todo caso, sin la presencia de los mineros en las calles, y sin el acompañamiento de otros sectores populares circunstancialmente enfrentados con el Gobierno, como la Asociación de Productores de Hoja de Coca del Departamento de La Paz (Adepcoca), las clases medias urbanas del Occidente pudieron hacer poco para desestabilizar a Arce. Queda patente la debilidad de las clases medias y altas sin apoyo de sectores mayoritarios y populares, a quienes, por otro lado, desprecian en su quehacer cotidiano.

La victoria del oficialismo, al mismo tiempo, permitió implementar medidas de presión más decididas en contra de las élites agroindustriales cruceñas, decretando una prohibición a las exportaciones mientras se mantuviera un paro que amenazaba con generar desabastecimiento de productos esenciales para la canasta familiar, como carne y cereales. La oligarquía, a su vez, movilizó a los sectores del transporte internacional a través de la cual comercializan sus productos, que iniciaron un paro que duró no más de un día, cuando el Gobierno levantó su medida mientras trataba de desactivar el paro cívico cruceño. Y aunque los sectores del transporte también se replegaron, la insistencia de los sectores cívicos en mantener el paro llevó a que las organizaciones sociales que forman la base del MAS ejecutaran un cerco alrededor de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, subiendo las apuestas en esta disputa por el poder enmascarada como un conflicto por cuestiones técnicas.

Un cuarto intermedio se veía posible con la realización de una Cumbre por el Censo en Cochabamba el viernes 28, con la participación de los gobiernos subnacionales, con la excepción de la Gobernación cruceña, pero, además, con la de sectores sociales que se proponían como un contrapeso a los sectores cívicos. La cumbre, a pesar de ello, terminó siendo un fracaso en relación con el paro, aunque un éxito para demostrar la predisposición al entendimiento por parte del Gobierno. El paro continuó, sin embargo, y con cada vez más virulencia.

La respuesta popular al desafío golpista

Es acá donde la historia da un giro inesperado. El cerco de las clases populares en contra de la oligarquía fue respondido con la usual violencia de las clases acomodadas en contra de la población indígena, llegándose a dar actos de racismo en el municipio de La Concepción, donde el subgobernador de la provincia atacó físicamente a mujeres indígenas al tiempo que exclamaba consignas racistas y sus fuerzas paramilitares incendiaban sus hogares. El hecho guardaba reminiscencias con los tonos racistas que se dieron en el golpe de Estado de 2019. Queda por juzgarse judicialmente tales actos de odio. Pero la respuesta no tardó en llegar por parte de los sectores campesinos que mantenían el cerco en contra de la oligarquía, que derramó la última gota del vaso al reclamar que, a pesar de su paro en contra del Gobierno, este garantizara el abastecimiento de gas y energía para las empresas controladas por los empresarios insurrectos, evidenciando el carácter de clase del supuesto paro cívico, que obligaba a los sectores populares a hacer sacrificios cuando las clases altas seguían generando ganancias.

Los sectores campesinos y populares pasaron así de cercar a la ciudad de Santa Cruz de la Sierra a pedir la renuncia del gobernador Luis Fernando Camacho, conocido por sus amenazas al estilo gansteril y su prepotencia, pero, además, y esto es lo central, a considerar la toma de las empresas de la oligarquía relacionadas con el paro, lo que en los hechos era una propuesta de socialización de los medios de producción de la oligarquía. Una posibilidad que va más allá de las tradicionales nacionalizaciones de los gobiernos progresistas y que, ciertamente, no se encuentra ni siquiera en los cálculos del gobierno de izquierda de Luis Arce. Las masas terminan por radicalizarse más allá de las expectativas de sus dirigencias, quedando por delante de estas, aunque sin una dirección que haga posibles sus aspiraciones. Así, aunque la idea de expropiar a la oligarquía de sus principales empresas no es descabellada, se mantiene como una consigna mientras no se contemple su realización desde el Gobierno, que cada vez se ve más empujado a asumir con mayor firmeza su rol de vanguardia de las clases populares.

La desesperación de las élites se manifestó bajo la forma de rupturas y claudicaciones en su interior, con una parte del comité cívico, y el Comité Interinstitucional dirigido por el rector de la conservadora Universidad Mayor Gabriel René Moreno, Vicente Cuéllar, abriéndose al diálogo, mientras el sector hasta hace poco radical dirigido por Rómulo Calvo también abriéndose a la negociación, dejando ambos en la soledad al gobernador Camacho, quien solo pudo aferrarse aún con más ahínco a su posición maximalista de no consensuar con el Gobierno. No obstante, el brazo paramilitar del comité cívico, la Unión Juvenil Cruceñista, continuó en las calles más allá de la posición de su dirigente Calvo, llegando al extremo de asaltar una comisaría en el municipio de La Guardia, pasando de la protesta a la sedición y el terrorismo. Extremos que pueden parecer poco probables si se toma en cuenta que las elecciones generales están a solo tres años, pero que tienen sentido cuando se toma en cuenta que la estrategia de la oposición al Gobierno, encabezada por las élites agroindustriales a través de los comités cívicos, ya no es la de la lucha política, sino la del despliegue de la fuerza y la coerción, tanto con sus bandas paramilitares como de su control sobre las oportunidades económicas que les da su propiedad sobre los medios de producción, siendo la tierra el principal de ellos.

Los 17 días de paro cívico enfrentaron no solo al Gobierno y a las organizaciones sociales afines al oficialismo, sino a su propio accionar desmedido, que juega un papel más nocivo para ellos que para su oponente. Ante la falta de acompañamiento de otros sectores detractores del Gobierno en el resto del país, y con posiciones cada vez más indefendibles, una parte del comité cívico aceptó participar en un segundo intento de negociación del Gobierno, esta vez realizado en la ciudad oriental de Trinidad, mientras el gobernador cruceño se aferra a no ceder en su enfrentamiento, arriesgándose a aislarse aún más, hasta el punto de perder el apoyo social que lo sostiene como autoridad electa. En Trinidad ya se ha instalado la Mesa Técnica, lo que debería llevar a levantar el paro cívico indefinido. Si eso no ocurre quedará demostrado que el plan de Camacho es un nuevo golpe de Estado por la vía de un insurrección contrarrevolucionaria.

De esta forma llegamos a la tercera semana del conflicto por el Censo, que deja entrever que el Gobierno ya no se enfrenta a una oposición política partidaria, sino a un movimiento insurreccional que busca tomar el poder del Estado más allá de lo que pueda darse en un contexto democrático, teniendo como principal instrumento el uso de la fuerza, incluso armada.

Esto plantea un desafío a los sectores populares y el Gobierno, que es el de organizarse para encarar picos cada vez más altos en la lucha de clases, que no se superarán solo mediante la medición de fuerza y potencia de movilización, que es y será fundamental los siguientes días, sino en la generación de un programa a la altura de las circunstancias, que deberá ser, al parecer, revolucionario.

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