Rafael Cuevas Molina
Posiblemente más que en cualquier otra región de América Latina, Centroamérica y el Caribe se encuentran en la órbita de los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos. El interés histórico por Centroamérica ha estado atravesado por la posibilidad de construir pasos interoceánicos a través de su territorio, lo cual se concretó en Panamá y existe como una posibilidad real en Nicaragua.
Con el paso del tiempo, la cercanía al gran mercado estadounidense también se constituyó en una ventaja para las empresas maquiladoras interesadas en exportar a él.
Las condiciones económicas y las consecuencias sociales de tales guerras no solo mantuvieron, sino que incrementaron tales flujos de fuerza de trabajo barata, que ha sido capitalizada en la economía norteamericana. La crisis de decadencia imperial que traviesa los EEUU hace, sin embargo, que sectores sociales estadounidenses pauperizados vean a esta fuerza de trabajo como una amenaza, de donde se explica la política agresiva de la administración Trump en este sentido.
Este constituye, por lo tanto, uno de los puntos nodales a los que deberá prestarle atención la administración Biden. En función del protagonismo que este tuvo en el impulso de ciertas políticas migratorias en su calidad de vicepresidente en la administración Obama, podemos deducir que retomará algunas de las propuestas que ya había impulsado.
La más importante giró en torno a la llamada Alianza para la Prosperidad, que perseguía crear las condiciones económicas que evitaran la expulsión masiva de población hacia el norte.
La corrupción y la impunidad reinantes
Uno de los problemas centrales que impiden que estas políticas norteamericanas, o cualquier otra que se quiera impulsar para resolver los acuciantes problemas que tiene Centroamérica, es la debilidad del Estado de derecho y la corrupción.
Estando la región en la principal ruta de tránsito de la droga que proviene de América del Sur y se dirige a su principal mercado (el 90 por ciento de la droga que se consume en EEUU pasa por aquí), los Estados Unidos, hay una presencia importantísima del crimen organizado, el cual ha penetrado todos los estamentos sociales, incluyendo el aparato de Estado.
Tal situación fue detectada como uno de los problemas principales que afrontaban los países de la región desde la firma de los acuerdos de paz en la década de los 90, y para eso se crearon mecanismos desde las Naciones Unidas que permitieran coadyuvar en su solución.
Tal fue el caso de la CICIG (Comisión Contra la Impunidad en Guatemala), que se destacó por la identificación y persecución de sonados casos de corrupción estatal, y en el juzgamiento de perpetradores de crímenes de lesa humanidad en los años de la guerra.
La corrupta clase política trató de quitarse de encima tan molesto estorbo, sobre todo cuando vieron que figuras emblemáticas como el exdictador Efraín Ríos Montt era procesado y condenado por genocidio, y lo lograron con los vientos favorables que les llegaron con la administración Trump. Así que el retorno de Biden abre las posibilidades de que el proceso que se había abierto de construcción de los Estados de derecho pueda continuarse.
Con quien seguramente no habrá mayores variaciones es con Nicaragua que, al igual que con Venezuela, existe una política de Estado de cercarla cada vez más limitando sus fuentes de financiamiento, sancionando a funcionarios gubernamentales y hostigándola permanentemente usando como punta de lanza a países vecinos, en primer lugar a Costa Rica.
Para Centroamérica las políticas norteamericanas hacia ella son de suma importancia. Lo que se avizora es la continuidad de algunas de ellas, especialmente en relación con Nicaragua, y la reversión de otras, especialmente en el Triángulo Norte, en donde los temas de la migración, la corrupción, el crimen organizado y el tráfico de drogas seguramente se ubicará bajo una versión de la Alianza para la Prosperidad que se impulsó en la administración Obama.