Francisco Fernández Buey
Por lo general la humanidad sólo está con David post festum, cuando los hechos han pasado ya y los avatares de la batalla son parte de la memoria que conviene conservar; mientras los hechos transcurren la humanidad está casi siempre con Goliat, con el Poder que se supone que va a ganar en la desigual batalla con el débil, con el siervo (con el pobre, con el proletario).
Es verdad que a veces las opiniones se dividen durante los hechos, mientras transcurre la batalla entre David y Goliat. Pero esto ocurre si y sólo si existe alguna expectativa razonable de que también David es un poder o está a punto de serlo. Así en los tiempos de Espartaco. Así en los tiempos de Münzer. Así en la época del proletariado industrial europeo de 1870 a 1930. Así en la época de Mao. Así en la época de Castro.
David es un recuerdo en las mentes de los pobres y oprimidos que no le conocieron. Quiere decir: podríamos hacerlo, podríamos volver a intentarlo. Por eso es tan importante en la mitología popular del “volver a empezar” la forma en que acabaron sus héroes: no suicidándose, sino resistiendo hasta el final (y, si es posible, como víctimas de un gran engaño, de una gran traición). El que casi nadie crea en David al empezar la batalla es algo que la mitología popular tiende a ocultar. Con la mejor de las intenciones, eso sí. Pues el teórico o el doctrinario del “volver a empezar” de los de abajo sospecha que esta unilateralidad es lo único que la visión de los vencidos puede oponer a la historia oficial, a la historia de los hechos reconstruida por los vencedores.
No deja de ser curioso que las visiones populares de la historia hayan dado siempre tanta importancia al comportamiento de los héroes, de los dirigentes o de los líderes en aquello que pasa a ser considerado acontecimiento decisivo del enfrentamiento civil. En efecto, durante mucho tiempo las historias oficiales insistían una y otra vez en resaltar la conversión final de los principales adversarios a las tesis que acabaron triunfando (o que llegaron a ser, naturalmente, las tesis ahora oficiales) y buscaban siempre la forma más oportuna de separar los sentimientos del héroe adversario de los sentimientos de las gentes que estuvieron con él, le siguieron o le eligieron como delegado. De ahí la importancia histórica de la traición, ya sea del dirigente o de tal o cual fracción de la clase adversaria. El asunto es acabar presentando al héroe adversario como un traidor a los suyos, o como un pobre hombre, o como un suicida que reconoce en el último momento su equivocación.
La historiografía contemporánea de los vencedores ha inventado, naturalmente, nuevas formas de presentar la historia de los vencidos. Pero el que estas nuevas formas se amparen en ciertas prudencias metodológicas, en el academicismo y hasta en un enorme material documental no debe llamar a engaño a nadie. Tampoco conviene que los historiadores se hagan ilusiones acerca de lo que hacen. Hacer historia es una forma de producción intelectual. El historiador tiene que saber que lo que uno cree hacer no siempre coincide con lo que realmente hace. De hecho, hace mucho tiempo que los historiadores oficiales creían estar haciendo historia objetiva, limpia. Hoy sabemos que, en el mejor de los casos, sólo contaban una parte de la verdad. También sabemos que la ya larga tarea de desmitificación es casi siempre desmitificación referida a los mitos de los otros, a los mitos inventados por los otros. Tal vez por eso mitificación y desmitificación se alternan tan bien y tan sin problemas en nuestras sociedades.
En estas circunstancias es lógico que los de abajo, los vencidos, los que no tienen historia, se rijan por algún tipo de unilateralidad de signo contrario. Cuando aspiran a la hegemonía defienden la desmitificación de los mitos de los otros, pero inventan una mitología a la que dan el nombre de historia real, material. La mitología de los de abajo cumple una función tanto más importante cuando, después de una derrota, más difícil se hace su situación y más se piensa en la necesidad de “volver a empezar”. Hay dos cosas que la reconstrucción popular, protohistórica, del final de los héroes propios no puede soportar: el suicidio y la derrota como consecuencia de la superioridad del adversario. Ambas cosas (suicidio del héroe y derrota de los nuestros por la superioridad del adversario) representan para la mitología popular del “volver a empezar” obstáculos que complican enormemente las cosas. Se piensa que la admisión del suicidio de los propios o el reconocimiento de que la propia derrota no se debió a alguna traición, sino simplemente al hecho de que el adversario era superior, desmoralizará a los que tienen que volver a empezar. Esta es la preocupación que late casi siempre en las protestas de los de abajo sobre la forma en que los que mandan suelen presentar el final de Ernesto Guevara y de Salvador Allende.
Numancia quiere realmente decir algo para las generaciones que no vivieron los hechos y ven positivamente la ética de la resistencia. Numancia es sólo un mito para los otros.
En el fondo esta forma de argumentar de los de abajo sobre el pasado es muy parecida a la que seguía Charles Fourier en L´égarement de la raison hablando del futuro del socialismo: si presentamos la sociedad alternativa como algo que tardará mucho tiempo en conseguirse las gentes que tendrían que hacer algo para conseguirlo no se moverán; pero si los interesados no se mueven ahora, ya, entonces aún será más difícil y más largo conseguir aquello que se trata de conseguir.