El amargo sabor del imperialismo

Marines norteamericanos exhiben una bandera capturada a un destacamento sandinista en 1932. Un año después, serían expulsados de Nicaragua por las fuerzas mal armadas del General de Hombres Libres Augusto C. Sandino.

Álvaro Lopera

* Se robaron a Panamá e impusieron su canal estratégico. Invadieron hasta la saciedad a Haití y Nicaragua. Después desplegaron infinidad de crímenes por ejemplo contra líderes independentistas de la talla de Augusto César Sandino, Farabundo Martí e impusieron sangrientas dictaduras: Somoza en Nicaragua, Trujillo en República Dominicana…

Para todos aquellos amantes de la posverdad y la posmodernidad, los hechos mundiales se aparecen hoy como una evidencia de sus crasos errores ideológicos y conceptuales. Desde sus plumas acompañaron el “fin de la historia” y la “desaparición del imperialismo”. Creyeron que los humanos pensantes y sufrientes íbamos a caer en las redes del diversionismo ideológico, pero fueron ellos los que se entramparon con sus palabras.

La etérea guerra

Ucrania es el actual epicentro mundial del alboroto guerrero. Viejas y nuevas armas salen en los noticiarios amenazando la continuidad de la guerra hasta el infinito, hasta que los adalides del nuevo orden mundial, no basado en reglas norteamericanas, sean derrotados. En el pulso participan todos los magnates de la comunicación y de la economía mundiales. Voces grandilocuentes aparecen todos los días en las pantallas de televisión hablando de la derrota necesaria de Rusia, primero, y de China, después.

La dramaturgia escrita en Estados Unidos se despliega en todos los escenarios políticos y copa las expectativas, pues tienen (los imperialistas) las redes sociales a su servicio y a miles de francotiradores ideológicos eliminando, con mira telescópica, aquellas voces disidentes que llaman a la reivindicación de la multipolaridad y a la revolución mundial. En la tribuna, los filósofos de cabecera de la nueva era, despistados, se declaran en franca rebelión contra quien se atrevió a confrontar el confort ideológico europeo, Vladimir Putin, y dejan en el tintero su apoplejía mental “pacifista” para convertirse en los nuevos adalides de la OTAN, instrumento militar que se encarga de hacer encajar en la real politik el pretendido fin de la historia, pero con misiles y amenazas de guerra mundial.

Guerra sí, pero no en mi territorio

Mucho antes de la caída de la URSS, las trompetas de Jericó estaban sonando: A la guerra informativa desplegada desde antes de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Alemania nazi era derrotada, principalmente, por el ejército soviético, se sumaban Truman y Churchill planeando bombardear “preventivamente” a la exhausta Unión Soviética con cientos de bombas atómicas, para convertirla en una olla de residuos nucleares y para que pasara a ser un recuerdo más de algo que la humanidad nunca debería repetir.

Pero se derrumbaron sus deseos cuando esta produjo la primera versión de su bomba de fisión y posteriormente la bomba de fusión de hidrógeno. Entonces adelantaron una respuesta al peligro socialista que no podía extirparse con pinzas atómicas en tanto había aparecido la posibilidad de destrucción mutua: la creación de la OTAN en 1949.

El imperialismo norteamericano, motor del capital monopolista mundial, tiene claro que cualquier escenario de guerra no debe presentarse en su territorio. Por nada del mundo deben repetirse las escenas dantescas de la guerra civil de 1860-1863; por nada debe darse un escenario de destrucción nacional. El “Destino Manifiesto”, escrito en el siglo XIX con toda la prepotencia supremacista, se mantiene como un garrote alzado contra el resto de naciones del orbe. Estos “enviados de Dios”, calvinistas y “excepcionales”, han intentado dar paso a un mundo que obedezca sus reglas por los siglos de los siglos; pero no contaban con que los pueblos no cantarían el amén final que siempre han soñado. En el camino ha habido repulsas a los innumerables crímenes contra la humanidad que han acometido con fervor y que han dejado servidos en la mesa como un recuerdo de lo que son capaces. Estados Unidos y su élite imperialista se ve a sí mismo como un martillo y al resto de naciones como clavos para machacar según necesidades estratégicas.

La historia, un recurso inestimable

A las naciones de Nuestra América las abandonó el naciente imperio yanqui en el siglo XIX cuando estas luchaban con ahínco contra la corona española. Con movimientos ajedrecísticos enviaba armas a la corona; y con engañifas melodramáticas se excusaba por no participar con ayuda militar para las huestes libertarias bolivarianas. Pragmáticamente esperaba que el fruto de la intentona española de recuperación de las colonias con el genocida Murillo se diera, o que los independentistas triunfaran sin ellos hacer ningún esfuerzo. Si se hubiera dado lo primero, que hubiera sido un escenario perfecto para ese naciente imperialismo, después le arrancaría a la corona con sangrientas guerras su poder, en tanto ya veían venir la decadencia de ese régimen arcaico, cuyas fuerzas productivas estaban estancadas desde finales del siglo XVIII. Lo que seguiría después sería un ejército colonial de ocupación contra el cual quedaría muy difícil, si no imposible, derrotar en el corto plazo.

Pero si sucedió lo segundo, y entró a jugar un papel de tutor, para lo cual lanzó en 1823, como hijo del Destino Manifiesto, la Doctrina Monroe: “América para los Estados Unidos”. Y lentamente empezó a crear la simiente de ese imperio, posterior imperialismo, en las naciones al sur del Río Grande. En Colombia esa nueva tiranía tuvo voceros e impulsores como Francisco de Paula Santander.

México sufrió en carne propia la doctrina yanqui a mediados del siglo XIX. En 1846 fue invadido y la mitad de su territorio arrebatado, sin que nación americana alguna –casi todas en guerras intestinas- pudiera hacer nada al respecto. La diplomacia de las cañoneras empezaba a hacer de las suyas. Siguió Cuba, donde le impidió a su pueblo hacer la revolución martiana y le impuso adefesios diplomáticos y militares como la Enmienda Platt y el tratado que se robó a Guantánamo en 1903. En sus guerras cayeron, tras la derrota militar española, Puerto Rico, Filipinas y casi todas las colonias borbonas.

Se robaron a Panamá e impusieron su canal estratégico. Invadieron hasta la saciedad a Haití y Nicaragua. Después desplegaron infinidad de crímenes por ejemplo contra líderes independentistas de la talla de Augusto César Sandino, Farabundo Martí e impusieron sangrientas dictaduras: Somoza en Nicaragua, Trujillo en República Dominicana, Papa Doc en Haití; del sombrero de mago sacó cartas como los golpes de estado en Guatemala (contra el nacionalista Juan Jacobo Arbenz), en Cuba (dirigido por el tirano Batista), en República Dominicana contra el presidente nacionalista Juan Bosch. Después del inicio del bloqueo a la Cuba revolucionaria, que se sostiene hasta hoy, le dieron un golpe de Estado a Allende e impulsaron militarmente el neoliberalismo: se inició la Operación Cóndor de la mano del golpe de Estado en Uruguay y Argentina, y un largo etcétera que no cesa.

La hipnosis de la irrealidad, como un acto de magia capitalista, se impuso en la mente colonizada de los pueblos a partir de la desinformación que los medios de comunicación han impulsado para impedir el ascendente revolucionario de los pueblos de Nuestra América y de todo el orbe. La Guerra Fría hizo de las suyas en la cultura universal –la CIA cooptó a miles de movimientos y pensadores-, mientras las bombas y los crímenes se unían, con el lazo de Ariadna, en Asia, África y América Latina. Y aún no se vislumbra justicia popular para saldar estas deudas históricas.

La memoria militante y la historia no oficial martillan el corazón del imperialismo y ciegan el único ojo que los negacionistas posmodernos tienen para ver lo que les conviene.

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