Hasta los funcionarios de la embajada de los Estados Unidos en El Salvador sabían que Randy Capister, jefe de operaciones de la CIA en Centroamérica, era violento y tenía que cumplir un trabajo especial para desaparecer “comunistas”.
A ese hombre que siempre decía que “el tigre no tiene que rugir para que sepan que es tigre”, le llamaban “Chuck Norris”.
Aunque tenía algún parecido con el actor, su cabello y barba pelirroja más bien le daban aspecto de vikingo.
A Randy Capister, un exagente de la Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA) que vivió aquí varios años, la guerra de Vietnam lo transformó en un hombre muy violento.
Como siempre repetía frases hechas, a sus colaboradores más cercanos les decía: “matar es como hacer el amor…hay que saber hacerlo para sentirle el gusto”.
Ese era Randy Capister, el fundador de los escuadrones de la muerte en El Salvador y Guatemala, por encargo de la CIA.
En Vietnam, Capister aprendió cómo debía andar por la vida: una pistola atada al tobillo, otra en la cintura; una más agarrada de una hombrera y, en el auto, una poderosa ametralladora M-16.
Capister ha envejecido. Ahora tiene un poco más de 65 años. Nadie sabe dónde vive. Unos dicen que está retirado. Otros aseguran que los “ángeles de la muerte” nunca se retiran.
En su propio mundo
A Randy Capister lo selló la vida. Hijo de un padre violento que lo castigaba y humillaba físicamente, cuando llegó a Vietnam sacó todo lo que llevaba adentro para reproducir ese modelo de violencia.
A los vietnamitas les llamaba “salvajes” y, por su rudeza y agilidad mental, pronto lo reclutó la CIA para cumplir misiones especiales.
En Vietnam, rápidamente comenzó a hacer trabajo sucio: lo contrataron para que hiciera “implosiones”.
El asunto era dividir los habitantes de las aldeas para que se mataran entre sí. Para provocar eso, por supuesto, se debía ser muy listo. Y Randy lo era. Eso se lo reconocen todos.
Cuando Capister llega a El Salvador, ya era el resultado de muchos factores que tallaron su personalidad: era cruel, frío, despiadado y tenía un olfato especial para intuir el peligro. Lo olía a cualquier distancia.
Alguien que trabajó con Randy lo describió así: ”Era una locomotora: imparable. De repente se le ocurrían cosas como ir a regalar algo a una escuela salvadoreña y, al regresar, pensaba en cómo matar a alguien”.
En los años ochenta, Randy no solo era el jefe de operaciones de la CIA en Centroamérica, aunque eso era decir mucho en aquel tiempo.
También era un republicano confeso. A los demócratas de su país les decía que eran “gusanos homosexuales”.
Lo que más miedo le daba a algunos de sus principales colaboradores era cuando se enfurecía, porque podía sacar cualquiera de sus revólveres, matar lo que estuviera al frente y pedir que lo enterraran sin un avemaría.
Su desprecio por los demócratas estadounidenses era tal que, en medio de sus furias inacabadas, siempre decía, en el contenedor asentado en el aeropuerto de Ilopango, donde permanecía buena parte de su tiempo, o en la residencia que rentaba casi al frente del hotel Crown Plaza:
“Esos demócratas que no aleguen mierdas. Si lo hacen les mando las fotos de las matanzas que hacemos”, decía. Luego soltaba una carcajada.
Lo de las fotos de los asesinados por los escuadrones no era una broma. Siempre los mandaban a fotografiar. A las víctimas también se les filmaba en viejas máquinas de VHS, ahora retiradas del mercado.
Eso lo exigía Randy y sus hombres, sobre todo porque desconfiaba de los militares y civiles salvadoreños. No les creía ni cuando pronunciaban la palabra muerte.
Por eso es que a los hombres que trabajaban con él, directa o indirectamente, les exigía fotos o filmaciones de sus víctimas “comunistas” o de los colaboradores o guerrilleros que despachaban de este mundo.
Buena parte de esas filmaciones y fotografías de las víctimas de los escuadrones de la muerte las destruyeron, en el más estricto silencio, en 1991. Lo hicieron por decisión de quienes estuvieron al mando de los escuadrones de la muerte que la derecha salvadoreña siempre ha negado.
Un viejo modelo de Vietnam
Capister, quien pasó buena parte de su vida en Vietnam, aprendió en ese país que siempre debe existir un ejército secreto anticomunista.
Ese “ejército” debía ser entrenado no sólo para matar civiles sino también para que cada asesinato produjera miedo en los simpatizantes de los “comunistas”. Algunos le llaman a eso “contraterror”. Y Randy también sabía mucho de eso.
La idea se aplicó primero en Vietnam: los muertos no se esconden. Deben provocar miedo, terror. Además, la tortura debía ser una suerte de espíritu animador.
El propósito de la tortura, de acuerdo con los primeros manuales creados en Vietnam, no era solo de hacer hablar a una persona, sino de hacer que todos los demás se callaran.
Capister aprendió en Vietnam, donde los escuadrones de la muerte desaparecieron a más de 80 mil personas, a ser eficiente. Y Randy era muy eficiente. Siempre lo supo ser.
Desde que puso un pie aquí, sabía cuál era su misión: crear, fortalecer y madurar un camino para que los escuadrones de la muerte cumplieran su misión en una guerra sucia que él conocía muy bien.
Todo eso podía incluir que a una mujer la colgaran desnuda del cielo raso, o pusiera a cualquiera a comer pájaros muertos. El secreto era golpear la mente al máximo.
También podía incluir que se jugara con el cerebro de las personas, aunque se preguntara una estupidez. Para él, lo importante era conocer a las personas por las respuestas, aunque los manuales dijeran que, en ejercicios de inteligencia, a las personas se les conoce por lo que preguntan, no por lo que contestan.
Capister estaba tan espectacularmente diseñado para influenciar una estructura de escuadrones de la muerte que, aunque desconfiaba de los militares salvadoreños, escuchaba a cualquiera de ellos, durante un minuto y sabía lo que querían. Luego los manipulaba y les ofrecía lo que ellos desearan. Estaban en sus manos.
Y a quienes le ayudaban a interrogar a supuestos guerrilleros, colaboradores de la guerrilla, a “soplones” y hasta “orejas”, les decía que las mujeres solo graban en el cerebro el saludo de una llamada telefónica y lo último de la conversación. Al menos eso era lo que creía o le enseñaron.
Esta no es mi guerra
Cuando amanecía de buen humor porque los resultados de sus tareas eran buenas, Randy Capister siempre cantaba: “esta no es mi guerra Rambo…Esta no es mi guerra”.
Y luego se marchaba de su casa y tomaba el camino hacia el aeropuerto de Ilopango donde siempre tenía un helicóptero a sus órdenes.
Al helicóptero lo cuidaba como niño recién nacido, porque sabía que, en muchas ocasiones, su vida dependía de la fortaleza de ese aparato.
Muchos veían a Randy Capister caminando por la grama del aeropuerto de Ilopango, junto con su lugarteniente y el hombre a quien le confiaba sus mayores secretos: Oscar Peraza Rodríguez, un militar salvadoreño que reclutó a los 17 años (originario de San Juan Nonualco, La Paz), y a quien transformó en un sobresaliente miembro de las Fuerzas Especiales de la Fuerza Aérea Salvadoreña.
Peraza era su lazarillo en El Salvador. Dicen que se convirtió no sólo en su mentor sino que le enseñó todas las artes que se necesitan para sobrevivir en la guerra, incluidos contactos con el “bajo mundo” salvadoreño.
Además, Peraza lo ayudaba a interpretar la realidad menuda de los salvadoreños. Aquello que el ojo propio no podía captar.
Cazar “comunistas”, guerrilleros o colaboradores de éstos en esa época no era difícil para las estructuras que influenciaba Capister y los pocos hombres que tenía a su lado.
Lo primero que se hacía, al igual que en Vietnam, era que en cada pasaje de cada colonia, al igual que en cada pueblo y caserío, se buscaban informantes u “orejas”.
A todos esos soplones se les pagaba o entregaba diferentes tipos de regalías.
Los informes sobre las personas se los entregaban a militares designados quienes, a su vez, los reenviaban a los encargados de tareas de inteligencia de cada cuartel o comandancia de zona.
Cuando se tomaba la decisión de torturar o asesinar a una persona, entonces se pasaba la orden a las diferentes “patrullas de cacería”, compuestas por hombres plenamente entrenados para capturar y asesinar sin ningún escrúpulo.
Las iglesias, centros de oración, haciendas grandes y caseríos no se escapaban de la lista de sitios que eran estrechamente vigilados.
Los “cazadores” componían una suerte de unidad móvil que siempre era coordinada por algún mando departamental y hasta nacional.
No a todo capturado se le daba el mismo tratamiento: si la persona era dirigente o poseía algún liderazgo “se le torturaba para que quemara a los demás”.
A algunos de esos líderes se les transportaba, en vehículos, con las manos atadas y los ojos vendados, hasta las orillas del Lago de Ilopango.
Una vez ahí, colocaban a los secuestrados en lanchas Zodiac inflables y de color negro, y los transportaban hasta la isla “Los Patos” del lago de Ilopango.
En esa isla se tenían grandes tiendas de campaña militares. Ahí torturaban a los secuestrados a su antojo. La ventaja para los torturadores es que ahí nadie escuchaba los gritos de sus víctimas.
Una vez que se les sacaba la información, los torturadores asesinaban a los secuestrados y lanzaban los cuerpos al lago o los botaban en cualquier lugar.
Primera Parte.
Fuente: diario1.com
(Año 2013).