Con el entierro esta noche en una ceremonia privada, terminará el enorme paréntesis político y social que dejó en un ilusorio suspenso los enormes conflictos que atraviesa el Reino Unido. El programa ultraliberal de Liz Truss y el rol del rey Carlos.
Con la presencia de mandatarios y jefes de Estado de todo el mundo, con la abadía de Westminster repleta por unos dos mil invitados, con cientos de miles de personas en las calles, el funeral de la Reina Isabel segunda es el último servicio que prestó la monarca a esa ilusión que aún hoy sobrevive en la psicología colectiva británica: la vigencia de la gloria imperial cuando el Reino Unido era el centro del mundo y su poder se extendía por todo el planeta.
Este lunes 19 por unas horas el país se convirtió en el centro de la atención mundial en un evento seguido por televisión y en los diferentes formatos tecnológicos del siglo XXI por cientos de millones de personas, audiencia global que contribuye a extender la vida de una institución anacrónica. En la transmisión televisiva el presentador de la BBC explicaba con inconsciente narcisismo argumental la presencia de unos 500 dignatarios de todo el planeta, la muchedumbre en las calles y en las pantallas. Según el presentador, esta presencia se debía a la impronta global de la Monarca que había suministrado “continuidad durante 70 años a un mundo que cambiaba vertiginosamente”.
Simetrías borgianas
“A la realidad le gustan las simetrías”, decía Borges y, en este caso, la frase se corrobora a la perfección. En 1953 la coronación de Isabel II fue un evento global repleto de jefes de Estado, mandatarios, diplomáticos y con las calles abarrotadas de gente. El funeral de Estado este lunes cerró el ciclo con similar pompa. El presidente Joe Biden, el primer ministro de Francia Emmanuel Macron, mandatarios y jefes de estado de países republicanos y monárquicos, las 15 naciones que aún hoy reconocen el reinado de la monarquía británica, representantes de países desarrollados y en desarrollo y celebrities dejaron sus actividades para rendir tributo a la Monarca.
Rusia, Belarusia, Birmania, Siria, Venezuela y Afganistán no fueron invitados al evento. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y su esposa, en cambio, se encontraban entre los presentes. También los monarcas o representantes de Arabia Saudita y otras dictaduras del Medio Oriente. La más polémica invitación fue la del príncipe saudí Mohammed Bin Salman acusado del brutal asesinato del periodista y opositor Jamal Khashoggi en el consulado saudita en Estambul hace cuatro años.
Los cambios de un reinado
La simetría contiene desde ya inevitables diferencias históricas. A la revolución tecnológica se añade el abismo que separa a ambas épocas. El Reino Unido de la posguerra recién estaba en una primera etapa del poscolonialismo: faltaban la pérdida de muchos enclaves coloniales y eventos decisivos como la crisis del Canal de Suez en 1956 para demostrar que las cosas habían cambiado para siempre en el “más grande imperio que conociera la humanidad, donde nunca se pone el sol”.
La televisión daba sus primeros pasos en los años 50: hoy los medios audiovisuales han colonizado la cultura mundial. Un cambio igualmente radical ocurrió en las normas morales. El aborto y la homosexualidad eran delitos y el divorcio estaba estigmatizado en los años 50: la liberalización de las costumbres que siguió alcanzó a la misma monarquía que dos décadas más tarde terminó aceptando el matrimonio del hoy Rey Carlos III con la divorciada Camilla Parker-Bowles.
El Reino Unido de los años 50 era de raza blanca con algunos agregados de las colonias que no afectaban su fisonomía cultural: hoy es una sociedad multi-racial transformada por la inmigración de las colonias que cambiaron desde su cocina hasta su música y su forma de bailar.
La Reina dedicó buena parte de su tiempo a mantener la Mancomunidad de Naciones, ese último resabio colonial de más de cincuenta excolonias. En el servicio fúnebre en la Abadía de Westminster, el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, aludió a este papel. “La Reina declaró que su reinado estaría dedicado al servicio al mundo entero y a la mancomunidad de naciones. Muy pocas veces una promesa fue cumplida con tanta fidelidad”, dijo Welby.
El misterio de la mística imperial
Las encuestas varían de acuerdo a las circunstancias, pero en promedio dan que un 70% a favor de la monarquía y un 30% por la república. En los 50 el respaldo a la monarquía era más abrumador. Entre los jóvenes de 18 a 24 años existe hoy un mayor desapego respecto a una institución a la que aceptan como parte del paisaje cotidiano, pero que, en su mayoría, no respaldan. Lo mismo sucede entre las distintas minorías que pululan en el Reino Unido.
El conflicto entre republicanismo y monarquía tiene siglos. En el siglo 17 el Rey Carlos I perdió (literalmente) su cabeza a manos de los republicanos liderados por Oliver Cromwell. Unos años caóticos después fue Oliver Cromwell el que perdió (literalmente) su cabeza llevando a la restauración monárquica y los cimientos del nuevo orden institucional: la monarquía parlamentaria. Revolucionaria en su época, no se ha movido mucho de lugar en los últimos siglos.
El legendario constitucionalista Walter Bagehot señalaba en el siglo 19 que el Poder Ejecutivo y Legislativo estaba (y está) en manos del gobierno y el Parlamento. La monarquía constituía la “dignidad” del Estado, sostenida por la pompa y el ceremonial, elementos esenciales para una narrativa mítica nacional que envolviera a la sociedad bajo un manto de unidad.
Un semanario conservador y moderadamente republicano como el “The Economist” (del que Bagehot fue el más distinguido editor) subraya la vigencia de estos símbolos. “La visión de Bagehot sigue teniendo peso. Los políticos vienen y van, negocian acuerdos, ganan elecciones y dividen a sus países. La monarquía ayuda a mantener la política y la nación separadas. El beneficio que esto trae se puede ver contrastando lo que pasa acá con la situación de Estados Unidos, Brasil y Turquía, envenenados por la fusión de jefe de Estado y jefe de gobierno que se ha visto con Donald Trump, Jair Bolsonaro y Recep Tayyip Erdogan”.
El apego a la tradición, el carácter muchas veces rutinario, metódico, pragmático y escéptico de los británicos les hace rechazar un cambio de este status quo que con sus más y sus menos ha funcionado durante siglos. “Es cierto que no se necesita una monarquía para esta separación. Países como Irlanda funcionan perfectamente con un presidente ceremonial. La ventaja que tiene la monarquía constitucional sobre los presidentes es la razón del sorprendente éxito que tuvo la Reina Isabel II en sus 70 años de reinado: una mezcla de continuidad y tradición que aún hoy está sazonada con un vestigio mítico sobre el poder de la realeza para garantizar que los conflictos de interés de la sociedad se resuelvan pacíficamente y constructivamente”, señala el “The Economist” en su editorial sobre el funeral.
Tiempos turbulentos
Esta resolución pacífica de conflictos no está en manos de la corona que, como decía Walter Bagehot, puede tratar de “influir en la opinión de los gobernantes, pero no puede tomar decisiones”. Una persona de la larguísima multitud que rindió tributo a la reina gritó al paso del Rey Carlos III, “mientras ustedes gastan una fortuna en esta ceremonia, nosotros estamos muriéndonos de hambre”.
Era una voz aislada, de las pocas que se elevaron en estos días contra la monarquía. Con el entierro esta noche en una ceremonia privada, terminará el enorme paréntesis político y social que dejó en un ilusorio suspenso los enormes conflictos que atraviesa el Reino Unido. La nueva primera ministra británica, Liz Truss, que asumió dos días antes de la muerte de Isabel II, tiene preparada una batería de medidas con anuncios todos los días que culminarán el viernes con un presupuesto de emergencia.
La caída del poder adquisitivo a su nivel más bajo en décadas, la inflación más alta desde los 90, la duplicación de las tarifas de gas y electricidad a principios de octubre, una ola de huelgas que recomenzarán con el entierro de la reina, son algunos de los problemas que va a enfrentar la primer ministra. Su programa ultraliberal al estilo de Macri-Bullrich-Espert-Milei anticipa tiempos turbulentos.
A estos factores hay que sumarle la potencial desintegración del Reino Unido y de la Mancomunidad de Naciones (56 países, 14 de los cuales tienen a la monarquía como jefe de Estado). En Escocia el independentismo está cada vez más fuerte de la mano de la crisis económica y el resultado desastroso del Brexit. En Gales está creciendo. En Irlanda del Norte se intensifica el temor de los unionistas a que la actual predominancia de los católicos y republicanos en las urnas termine con una reunificación con la República de Irlanda, miembro de la Unión Europea.
La mancomunidad de naciones que abarca unas 2500 millones de personas desde Australia y Nueva Zelandia hasta Canadá y Zambia se parece cada vez más a un museo de cera. El beneficio económico es marginal. En el mejor de los casos su rol es diplomático. Muchas ex colonias perciben que desde el Brexit, el Reino Unido parece necesitar más de la Mancomunidad para proyectar una imagen global que los países de la Mancomunidad necesitan al viejo poder imperial. En diciembre Barbados fue el primer país en casi 30 años que se convirtió en República. Jamaica ha declarado que quiere hacerlo a fines del 2025. El nuevo primer ministro de Australia Anthony Albanese nombró a un ministro para asistir con el pasaje a un país republicano.
Los 11 días de paréntesis por la muerte de la Reina están tocando su fin y el Reino Unido tendrá que enfrentar este nuevo mundo con una primera ministra bisoña y dogmática y un nuevo Rey Carlos III, entrenado durante décadas para este rol, pero que jamás podrá tener la estatura simbólica de su madre para unificar a sus súbditos bajo una narrativa desgastada por el paso del tiempo y la historia.