El reciente contrapunteo entre Ciudad de México y Washington, producto del asesinato de dos ciudadanos estadounidenses secuestrados en la localidad fronteriza de Matamoros, ha significado un impasse tan grave que se ha llegado a plantear una intervención militar por parte de Estados Unidos en territorio mexicano.
Una neblina de confusión rodea el hecho. Los cinco supuestos implicados en el secuestro y las muertes fueron entregados por el Cartel del Golfo maniatados y con los rostros cubiertos en un gesto dirigido a deslindarse de los señalamientos. Además, dejaron una carta de disculpa en el vehículo donde fueron encontradas las personas.
Tampoco está del todo claro qué hacían los estadounidenses en Matamoros, si tenían alguna relación con el tráfico de drogas —tres de ellos poseían antecedentes penales— o si el secuestro fue originado más bien por una confusión con organizaciones rivales.
Pero, ya en este punto, para sectores políticos estadounidenses las especulaciones en torno al acontecimiento son accesorias. Para el discurso oficial la realidad termina en que dos connacionales fueron asesinados por carteles de droga mexicanos, sin mediar en matices importantes, como el hecho de que más de 200 mil armas fabricadas en su país cruzan la frontera año a año para robustecer el poder de fuego de los narcotraficantes, según lo publicado por el periodista Ioan Grillo en su libro Blood Gun Money: How America arms gangs and cartel.
Del lado republicano el halcón Lindsey Graham, integrante del ala dura intervencionista del partido, acaparó la atención con una rueda de prensa en la que afirmó estar trabajando en un proyecto de ley que permita designar a los carteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras, además de buscar una autorización para que el ejército estadounidense ingrese a territorio mexicano con el objetivo de combatir esos grupos.
El proyecto legislativo de Graham está acompañado por el senador republicano John Kennedy. Sin embargo, no es el único que se plantea. Los senadores también republicanos Rick Scott y Roger Marshall introdujeron uno de perfil similar. Los dos proyectos buscan designar los carteles como organizaciones terroristas, aunque difieren en el alcance de las entidades a incluir en dicha lista.
El delirante discurso belicista de Graham resonó al otro lado de la frontera y provocó una respuesta inmediata de su presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO). El mandatario mexicano aseveró: «Nosotros no vamos a permitir que intervenga ningún gobierno extranjero, y mucho menos que intervengan fuerzas armadas de un gobierno extranjero en nuestro territorio».
Poner sobre la mesa una intervención militar estadounidense en México no sólo remueve la larga saga histórica de guerra, expropiación territorial y expoliación económica protagonizada por Estados Unidos desde el siglo XIX, sino que constituye una escalada retórica altamente peligrosa para la región, en vista de que la cuestión del narcotráfico se plantea como un fenómeno transnacional.
Es verdad que el patrioterismo propio de los halcones republicanos, el cálculo electoral para debilitar la perspectiva de reelección de Biden y la lógica de teatro político profundamente arraigada en la cultura de medios estadounidenses tuvieron mucho que ver en la histeria discursiva de Graham y otros halcones.
Sin embargo, la obsesión por la intervención militar en la región no es un tema de exclusiva referencia a México a raíz del evento en Matamoros. Forma parte de una estrategia geopolítica estadounidense que encontró en este hecho un mecanismo de promoción y, también, una forma de actualizar sus ejes de incursión.
Un par de ejemplos inmediatos y con capacidad de síntesis ayudan a comprender por qué no sólo se trata de México.
Por ejemplo, el narcotráfico relacionado con el «terrorismo» es el elemento vertebrador del marco operacional del Comando Sur, en el que se interpreta como una de las principales «amenazas» a contener. Incluso en el año 2020 el almirante Craig Faller, a mando de dicha institución para ese entonces, planteó que tales «amenazas» provenían de Venezuela, lo que pavimentaba las justificaciones para una acción militar.
Desde el año 2021 Cuba fue incluida en la lista gringa de Estados «patrocinadores de terrorismo», una disposición reafirmada recientemente por el gobierno de Joe Biden, lo que sigue descarrilando la tesis de que la administración demócrata tendría un tratamiento diferente al enfoque agresivo de Trump hacia la isla.
La histeria por el narcotráfico y el terrorismo, convertida en discurso oficial no sólo del Departamento de Estado sino también del Comando Sur, tiene como principio de realidad aquello que la jefa actual de la institución, Laura Richardson, confesó a principios de año: La urgencia por controlar recursos naturales estratégicos como el litio, el petróleo, entre otros.
A modo de dato nacional, resalta el hecho de que hace cuestión de pocas semanas el gobierno de AMLO nacionalizó el litio.
Independientemente de los intrincados caminos institucionales que deberá recorrer la propuesta de Graham a partir de ahora, el planteamiento en sí de una intervención militar ya supone un signo de gravedad para la seguridad de México, la paz regional y, en un sentido general, para la noción básica de respeto e igualdad entre los Estados.
La escalada discursiva de los halcones republicanos también expresa que se sienten seguros de amenazar con el uso de la fuerza militar a terceros países porque saben que no sufrirán ninguna consecuencia ni diplomática ni geopolítica.
En el fondo, en la mentalidad de un Graham habita la idea de que América Latina y el Caribe es un continente débil, sujeto a humillaciones e incapaz de responder como bloque ante dichas expresiones de gravedad.
La situación de amenaza de intervención contra México también ha expuesto las limitaciones del denominado nuevo «ciclo progresista» y del reimpulso de la integración regional.
Es justamente en estos momentos de alta tensión cuando la región debe mostrarse unida, articulada y decidida para responder como bloque geopolítico, desde plataformas comunitarias con peso e influencia tipo CELAC, e incluso desde reuniones bilaterales.
Ha hecho falta un pronunciamiento unificado que evidencie que el impulso a la integración es un esfuerzo serio, creíble y de consenso común, y no un marco simplemente institucional para cumplir con reuniones periódicas sujetas a lapsos burocráticos y declaraciones finales con poco asidero.
La situación de enfrentamiento e impasse entre México y Estados Unidos permite imaginar cómo se podría aterrizar la apuesta por la integración aprovechando el viraje ideológico continental de los últimos años, en el que distintas tendencias de izquierda han obtenido una mayoría cuantitativa en el mapa hemisférico.
Uno de los pasos en este sentido podría ser agilizar los procedimientos de convocatoria de cumbres extraordinarias o reuniones de emergencia de la CELAC cuyo objetivo sería, además del abordaje del tema y la publicación de pronunciamientos en defensa de la paz y la seguridad de la región, inyectarle dinamismo al organismo y elevar sus propias capacidades de coordinación e intercambio de preocupaciones entre Estados miembros.
Este principio sería igualmente válido para otros mecanismos de integración y foros políticos y diplomáticos de carácter regional, siguiendo la proyección estratégica de un posicionamiento común en torno a la paz y la seguridad que permita incluir a tantos actores como sea posible.
La recomposición de la integración regional que se ha vendido con seguridad y firmeza, en el caso de la amenaza contra México se ha mostrado muy por debajo de lo que se espera. Sin un bloque unificado que rechace las demostraciones de humillación e imponga respeto, halcones del estilo de Graham seguirán viendo oportunidades de avance.